Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 718

El cerezo japonés


Salimos de Pamplona con el alma y la piel rosada de las criaturas recién nacidas. Luego, las lunas, brisas, soles y ventiscas de la carrera, y los trompicones, nos curten, nos curan. Y el espíritu de alguno incluso se puede haber acecinado, como piel tostada en la playa. De aquel rosado ingenuo y afrutado queda poco. ¿Algo?

Recordaréis el cerezo japonés del Central. Dentro de poco dará su estallido de belleza, y me escaparé del Departamento para estar un rato largo debajo de sus rosas, llenándome los ojos y el alma de esa armonía alegre, serena y rosa.

El color rosa no es cursi como sorber de una taza levantando el meñique. El rosa se nos ofrece luminoso y amable, igual que el beso de un niño. Está entre el blanco de la nieve y el rojo del fuego. No tibio, sino templado: tiene el poder del temple y la suavidad de la moderación. Ahí se unen la belleza y la bondad. 

A quienes estudiasteis arriba, en la «acrópolis», quizá no os diga mucho el cerezo japonés; perdonad, pues, que en esta primera carta me dirija más a los de abajo, a los míos. Volved, por favor, al rosado afrutado: todo menos acecinar, que es momificarse.

Mi saludo desde la sombra del cerezo.

 

José Antonio Vidal-Quadras
Abril de 1994. Primera carta «Ecos del campus» publicada en el número inicial de Nuestro Tiempo-Alumni