Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Pisadas de papel y tinta

Texto: Paola Bernal [His Com 23]. Fotografía: Archivo Fotográfico Universidad de Navarra

Estaba recién estrenada la década de 1960 cuando Álvaro d’Ors viajó de Santiago de Compostela a Pamplona con su esposa y nueve hijos para emprender un proyecto profesional muy ambicioso. Hoy en día, la biblioteca que ideó —aunque ha abandonado las fichas de cartón y los ceniceros y hace décadas que dispone de ordenadores— mantiene la estructura y el orden que aquel gigante intelectual pensó para ella. Seguimos las huellas —amarillas, mecanografiadas— del hombre que puso en marcha el pulmón de la Universidad: su biblioteca.


Los de la maleta

 

​​Con este reportaje ya van nueve entregas de «Los de la maleta», la serie con la que Nuestro Tiempo intenta retratar a los pioneros de la Universidad de Navarra. Esta vez ponemos el foco en la creación de la Biblioteca e, inevitablemente, en su padre intelectual: el catedrático y polifacético Álvaro d'Ors.

 

Álvaro d’Ors (Barcelona, 1915-Pamplona, 2004) era catedrático de Derecho Romano en la Universidad de Santiago de Compostela cuando el entonces decano de la Facultad de Derecho, Ismael Sánchez Bella, y un amigo —también catedrático— con el que había convivido en Santiago, Amadeo de Fuenmayor, le invitaron en 1960 a sumarse al pequeño equipo del Estudio General de Navarra, que en agosto de ese mismo año pasó a ser la Universidad de Navarra. 

Sin embargo, no era lo único que querían pedirle: sería el encargado de organizar y clasificar la biblioteca que se estaba formando. Desde 1952, los libros y las escuelas que hasta entonces tenía la Universidad se encontraban repartidos por la ciudad de Pamplona: los libros, en distintos locales de la calle San Antón, en la Media Luna y en la Plaza del Castillo; las facultades, en la Cámara de Comptos —Derecho—, el Hospital de Navarra —Medicina y Enfermería— y la última planta del Museo de Navarra —Filosofía y Letras—. En el trajín de los primeros tiempos los volúmenes que se iban acumulando viajaron otras dos veces: en 1961 al sótano del edificio Central y un lustro después a la recién construida biblioteca. 

 

LOS PRIMEROS PASOS DE UN GIGANTE

Aquellos años, pese a lo gratificante del trabajo, no fueron fáciles para la familia, según Gabriel Pérez [Com 78 PhD 91], biógrafo y yerno de Álvaro d’Ors. Santiago de Compostela  —una ciudad de ritmo universitario, donde todo giraba alrededor de la catedral y del campus— era muy distinta a Pamplona. Allí, gozaba del renombrado estatus de catedrático, de una familia de nueve hijos —tendrían dos más— y de algunas comodidades. La mudanza requirió un cambio de mentalidad, en especial para los niños, educados en lares gallegos. «Se les tiene por distintos, se les considera emigrantes. Los niños destacan por su acento galaico y enseguida son discriminados», detalla Pérez en Sinfonía de una vida, la biografía de su suegro. Su mujer, Palmira Lois, apoyó siempre a su esposo, aunque también encontró más dificultades respecto al servicio doméstico y tuvieron que reorganizar la gestión de la economía familiar. A pesar de todo, la incorporación de Álvaro d’Ors al claustro académico saltó a las páginas de Diario de Navarra en octubre de 1961. Un año más tarde fue nombrado bibliotecario general. En ese momento, el rector, José María Albareda, puso en marcha el servicio de Bibliotecas.


Álvaro d'Ors, segundo por la derecha, en un seminario con alumnos, en 1965. 

El fundador de la Universidad, san Josemaría Escrivá, tenía especial interés en que el catedrático, a quien conocía y apreciaba desde los años cuarenta, viniera a Pamplona, y fue consciente de los sacrificios que aquella familia realizaba por una universidad «absolutamente en pañales donde no había prácticamente nada, ni edificio Central», explica Pérez. Tan en pañales se encontraba el proyecto que los estudiantes se examinaban en Zaragoza como alumnos libres. 

Los datos de aquella época reflejan bien las actividades necesarias para sembrar las semillas del fondo bibliográfico. En el inventario de 1958 ya constaban 4500 volúmenes. Como recuerdo de este momento se conservan registros y las cartas de Ismael Sánchez Bella, primer rector de la Universidad, pidiendo donaciones de libros a conocidos y editoriales. A su querido amigo el director del Instituto de Cultura Hispánica le solicitó en febrero de 1958 una serie de volúmenes editados por esa institución. «Ya sabes lo difícil que resulta empezar, sobre todo cuando se trata de organizar una biblioteca universitaria», le explicaba en una carta conservada en el Archivo. La colección también crecía a medida que los profesores encargaban libros y revistas, aunque el presupuesto era limitado. Aquello cambiaría con los años, y la biblioteca de la Universidad llegó a convertirse, al mismo tiempo, en una gran receptora y donante de libros dentro y fuera de España. 


Ismael Sánchez Bella (en el centro) invitó a Álvaro d'Ors (derecha) en 1960 a sumarse a la Universidad.

El edificio de la biblioteca, obra de los arquitectos Ignacio Araujo y Juan Lahuerta, se terminó en 1966. Por los pasillos del Central sonaban los pasos pesados de los operarios de Mudanzas Gamo, que trasladaron casi cien mil ejemplares del sótano a su nuevo destino. Una vez allí, se escucharon durante horas los tacones de las bibliotecarias que ordenaban cajas y cajas de libros en sus estanterías. Álvaro d’Ors dispuso el espacio en tres zonas: la sala de consulta, orientada a los profesores; la sala de lectura, donde convivían los estudiantes y los manuales para investigar o preparar exámenes; y el depósito, que servía de almacén del resto de obras. Con el paso del tiempo se añadieron nuevas áreas —el fondo antiguo, la hemeroteca o la mediateca—, pero el esqueleto dorsiano se mantiene todavía hoy.


En 1966 se inauguró la biblioteca, hoy llamada edificio Ismael Sánchez Bella.

El catedrático se inclinó por unir a las humanidades en una biblioteca con la intención de promover la interdisciplinariedad de los investigadores y, como solía decir, «una atmósfera científica estimulante». Aquello marcó una novedad en el panorama español, que tendía a crear pequeñas colecciones especializadas y a comprenderlas como un depósito de libros, no como un espacio de trabajo. Al mismo tiempo, proyectó la biblioteca de Ciencias Geográficas y Sociales y la de Medicina. Más tarde lo haría también con la del campus donostiarra, la sala de consulta de la Clínica y la de Teología. Cada una funcionaba con un consejo formado por profesores del área, la directora y el bibliotecario general. 

D’Ors también innovó en la disposición física de los volúmenes. Los colocó alrededor de las mesas de los profesores e investigadores, como una muralla que protegiera el conocimiento y aniquilara al adversario: la distracción. Buscaba fomentar la «comunicación amplia de saberes» entre las mentes que cocían ideas nuevas cada día. José Javier Sánchez Aranda [Com 81 PhD 83], veterano profesor de la Facultad de Comunicación —y en 1980 un doctorando de primer año—, la describe como un «refugio». Álvaro d’Ors denominaba a este sistema el «almario», un grupo de personas, de almas, arropado por textos, que se transformó en armario cuando se invirtió el orden y eran los investigadores quienes custodiaban a los libros para evitarles los efectos negativos del sol desde las ventanas. El bibliotecario general llevó con mucha tranquilidad esta transformación de su idea inicial: «Para mí es un buen ejercicio de humildad, y de aceptación de lo que el tiempo impone», recoge Gabriel Pérez en su obra. 


Alumnos de la Facultad de Medicina estudiando en la biblioteca, en 1967.

Víctor Sanz [Fil 82 PhD 85], director de la Biblioteca desde 1999, reconoce la gran herencia del catedrático. Lo describe como un hombre muy sistemático, serio pero cercano. Tenía la intención de aproximar los libros a los estudiantes, de profesionalizar la labor intelectual y no limitarla a los eruditos. Para ello contó con la ayuda de sus colaboradoras Nuria Orpi y María Esther Zaratiegui, quienes transmitieron sus conocimientos a las bibliotecarias que se sumaban al equipo. 

 

LOS HABITANTES DE LOS ANAQUELES

Una biblioteca, aunque sea silenciosa, bulle de actividad. En la que estaba creando Álvaro d'Ors pululaban especialistas de áreas muy distintas. En su biografía destacan el carpintero Fernando Zabalza; el primer encuadernador, José Císcar Rada; el bedel Florencio Baile Lapieza y su esposa, Fermina, que comenzó la cafetería para profesores. 

Sánchez Aranda recuerda este rincón escondido en el sótano. El bullicio de las cabezas en la investigación se trasladaba a ese lugar. Era muy pequeña y los docentes hablaban codo con codo y de pie, por la falta de espacio. En el ambiente se cruzaban conversaciones, tazas chocando y el apagarse de las colillas. 

Para D’Ors, cada persona era importante en la biblioteca y resultaba primordial que todas tuvieran unas condiciones salariales justas y un plan de desarrollo. Pérez define la relación que buscaba con sus empleados como magisterial: «Enseñarles cómo había que tratar a los libros y de qué forma había que clasificarlos». Este afán le llevó a fundar en 1968 la Escuela de Bibliotecarias, donde impartía clases sin retribución complementaria. Fue una de las pioneras en España, la primera que nació en una universidad. Su vocación bibliotecaria le venía «de estirpe», según solía decir. Con seis años aprendió a leer en una tarde de labios de su madre, María Pérez-Peix, y desde bien pequeño se sumergió en la biblioteca familiar. Su padre, Eugenio d’Ors, y un pariente suyo, Jordi Rubió, habían promovido desde 1915 la Escuela de Formación de Bibliotecarias de Cataluña. No cabe duda de que para él aquellos santuarios de los libros eran fascinantes.  


Unos alumnos consultan fichas con una de las bibliotecarias, en 1967, en la sala de lectura.

El papel pedagógico que asumía D’Ors le llevó a redactar los cuatro tomos del Sistema de las Ciencias (1969, 1970, 1974 y 1977) como parte del proceso de aprendizaje de las bibliotecarias. Allí expuso una nueva clasificación del conocimiento, del mundo científico y de los principios básicos de catalogación. De acuerdo a este escrito se ha organizado la colección del fondo bibliográfico de la Universidad de Navarra desde el principio hasta el día de hoy. 

En el primer curso de la Escuela de Bibliotecarias se matricularon dieciocho alumnas, y quince terminaron en 1971 los tres años que duraban los estudios. Este proyecto alumbró nueve promociones con casi noventa graduados, de los que cerca de un tercio se incorporó a la Universidad. La Escuela detuvo su actividad casi una década después. 

Carmen Berrio-Atergortúa, directora de la Biblioteca de Humanidades a principios de los setenta, reconoce la importancia de la idea que el rector José María Albareda tenía sobre cómo el fondo bibliográfico ayuda a realizar la universidad y la labor de Álvaro d’Ors para hacerlo posible, logrando que fuera única en España. A pesar de sus noventa y cinco años, Carmen mantiene un vívido recuerdo del bibliotecario general, a quien retrata como «una maravilla, un hombre inteligente y muy respetuoso», incluso cuando estaba en desacuerdo con alguien.


En 1970 los estudiantes aún tenían que realizar sus búsquedas entre infinidad de  fichas de cartón.

Prueba de la seriedad con que se lo tomaba todo es la relación que estableció D’Ors con Milagros Báscones, una de las responsables del servicio de Limpieza. El catedrático prestaba mucha atención a la tarea de ella y le pareció valioso que quedaran por escrito detalles de uno de los trabajos que consideraba fundamentales en la Universidad. A finales de los ochenta, los miércoles siempre a la misma hora, Álvaro d’Ors acudía al despacho de Mila para ver los avances. Ella pensaba que estaba haciendo perder el tiempo a una persona importante con «una tontería». La respuesta del catedrático era tajante: «Que sepa usted que yo no empleo mi tiempo en tonterías». Así nació una obra de cien páginas que aún se conserva en el Archivo de la Universidad.

 

SU FACETA COMO PROFESOR

El ritmo de trabajo en los primeros años supuso una ralentización de su obra. En 1962, año de su toma de posesión, solo publicó siete escritos breves. Esto no hizo que desatendiera en ningún momento su labor docente. Gabriel Pérez cuenta que desde que se integró en la Universidad únicamente se apartó de la enseñanza en dos ocasiones: al sufrir un infarto y en el fallecimiento de su madre. Si tenía que viajar para asistir a algún congreso, dejaba sus clases listas para no descuidar a los alumnos. 

Rafael Domingo [Der 85 PhD 86], que fue su discípulo, tiene muy presente a su mentor. Titular de la Cátedra Álvaro d’Ors de Derecho, Cultura y Sociedad, y afincado en la Universidad Emory de Atlanta, le describe como «un profesor exigente, respetuoso, con unos conocimientos enciclopédicos, que amaba profundamente su quehacer universitario. Siempre disponible para resolver dudas de sus alumnos. Era un experto en sacar lo mejor de ellos». Para lograrlo, aconsejaba el orden, la concentración, la constancia y, por supuesto, leer libros difíciles. Domingo bromea con que su manual de Derecho Romano se encontraba en esa categoría. Supo transmitir a sus estudiantes no solo la pasión por el estudio, también su pasión por la biblioteca y la Universidad. Este jurista lo recuerda «como un gran intelectual, profundamente enamorado de Dios y de su familia, que renunció a una carrera personal brillantísima para sacar adelante un proyecto intelectual de más envergadura: la Universidad de Navarra». En un artículo en Nuestro Tiempo tras su fallecimiento, Domingo escribió: «Solía comentar que era feliz porque había acertado en las más importantes decisiones de su vida: seguir la huella espiritual de san Josemaría, casarse con doña Palmira y apostar por la aventura de la Universidad de Navarra».

 

DE LA PLUMA AL TECLADO

 Álvaro d’Ors se enfrentó a sus molinos de viento en ocasiones. No le resultaba fácil usar la tecnología y, cuando comenzó la automatización de los fondos, en los años ochenta, tuvo que adaptarse pidiendo ayuda a alguna compañera. En aquella época se informatizaron la catalogación, la búsqueda y el préstamo interbibliotecario.

Juncal Echeverría se incorporó a la Biblioteca en 1985 y vivió de cerca muchos de los cambios de la pluma al teclado. Actualmente maneja recursos electrónicos y le llegan, con dudas sobre su funcionamiento, más correos que personas. 

Explica que, al principio, se trabajaba «casi artesanalmente», con tarjetas de los libros colocadas en grandes ficheros y listados en papel de las novedades semanales. La Universidad fue una de las pioneras en la incorporación de estos servicios informáticos, entre 1981 y 1984, con un coste de quince millones de pesetas. Los primeros ordenadores se conectaron en 1989.

 


En 1974 aún faltaban siete años para que llegaran los primeros avances informáticos a la biblioteca.

Testigo también de estos procesos de digitalización fue el entonces doctorando Sánchez Aranda. Cuenta que al inicio las consultas se realizaban en unos armarios donde estaban ordenados alfabéticamente los autores en fichas de cartón. «La distribución de letras y números hacía más difícil el proceso de búsqueda, por no decir imposible cuando se cometía un error anotando la signatura, porque la diferencia entre un número y el siguiente podría significar brincar de Historia a Economía», señala.

Después, se pasó de los ficheros a las primeras pantallas de ordenadores IBM. Había una o dos por planta, en las que a veces se acumulaban personas hasta formar una cola para localizar un libro. Las bibliotecarias auxiliaban a los perdidos en estas novedades. Facilitó mucho la búsqueda, especialmente por materias, porque ampliaba las posibilidades, según Sánchez Aranda. Aunque algunos preferían las fichas en cartón. 


Las bibliotecarias, en 1977, desarrollaban un trabajo casi artesanal.

LA LABOR SILENCIOSA

En la biblioteca no solo se escondían estudio y filas de libros en las estanterías. Sánchez Aranda recuerda entre risas que en la sala de alumnos había «mucho ruido», además de humo y ceniceros que se movían de una mesa a otra. El orden y el silencio que caracterizan a una biblioteca no siempre se cumplían; dentro se disfrutaba de una charla acalorada sobre filosofía o se oían sesudas reflexiones teológicas en voz demasiado alta.  


Nuria Orpi, Álvaro d'Ors y María Esther Zaratiegui en las Medallas de Plata de 1987.

También recuerda al personal de entonces, siempre con buen humor y actitud de ayudar. Juncal Echeverría explica esta vocación: «Nuestra razón de ser es la del servicio a toda la comunidad universitaria». Tiene claro que su trabajo, aunque pueda parecer invisible para los demás, es contribuir modestamente al aprendizaje, la docencia y la investigación. La describe como una labor callada, a la que no se premia por encontrar mundos en microbios, pero que apoya desde el inicio los grandes descubrimientos: «Estamos detrás de esos pequeños logros de un alumno, de un profesor, en los cimientos de esas cosas que el resto de profesionales de la universidad valora». El director, Víctor Sanz, remarca este aspecto tan esencial que ha caracterizado a la biblioteca hasta hoy. «Escuchar, informar, buscar, explicar, guiar, acompañar, resolver» son verbos de su decálogo. 

La faceta de Álvaro d’Ors como bibliotecario general terminó en 1971. Sus más allegados reconocen la humildad con la que dejó un legado por el que había trabajado durante una década. Después, continuó otros diecisiete años en las aulas. El 19 de mayo de 1988 impartió su última clase. Gabriel Pérez cuenta en su biografía que los últimos cinco minutos los dedicó a despedirse. Hizo referencia al libro de los Hechos de los Apóstoles, donde san Pedro se acerca a un paralítico diciéndole que no puede darle oro, pero le cura. D’Ors confesó que él tampoco tenía un anillo de oro que regalarles pero que les regalaba un anillo del alma. Se acercó a dibujar un círculo en la pizarra: «Si yo tuviese oro, les daría un anillo de oro con esta inscripción grabada: Vales si amas, y esto es lo más importante. Continúa amas si sirves, está puesto hacia abajo. Y, finalmente, sirves si vales. Y entonces queda: Vales si amas, amas si sirves, sirves si vales. Le pueden dar vueltas al anillo, y que sea un recuerdo para el resto de su vida». El sonido de los aplausos inundó el aula. 


El anillo de Álvaro d'Ors.

Álvaro d’Ors, el genio, el jurista, profesor y escritor que recibió numerosos premios y reconocimientos, murió el 1 de febrero de 2004, pero su mirada no se separa de la biblioteca desde que en 2013 se colocó un busto suyo en la entrada para conmemorar a «una gran persona crucial para la Universidad de Navarra», según le retrató el entonces rector Alfonso Sánchez-Tabernero [Com 84 PhD 88]. Acudieron amigos, familiares, alumnos, profesores y compañeros de biblioteca. Así se cerró una etapa en la trayectoria de una figura que inspiró conocimiento y orden al pulmón de papel y tinta de esta universidad, que está a punto de alcanzar una cifra histórica: un millón y medio de títulos. La vida de Álvaro d’Ors, el inventor de bibliotecas, encarna el lema de la de Navarra: «Todo el conocimiento a tu alcance, todo el servicio a tu disposición», que su busto custodiará para siempre.

 

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