El periscopio
Ars gratia artis
Nunca me ha gustado la unión entre arte y compromiso social. No sólo el secuestro de la literatura, el cine o la pintura por parte del agitprop totalitarista soviético, sino incluso la servidumbre de la cultura a causas loables. Como experimento sociológico, como método pedagógico o documento histórico, tendrá su utilidad pero no deja de parecerme una aleación imposible, un matrimonio de conveniencia de futuro incierto. Lo que me repele, creo, es la simple idea de mediatización. La existencia de un “para” que vaya más allá –que se aproveche– del disfrute visual, intelectual, o espiritual que la obra de arte produce en quien se acerca a ella. No en vano el arte es la actividad humana no útil.
Por eso, saber que el Instituto de Cinematografía y las Artes Audiovisuales, dependiente del Ministerio de Cultura de España, ha establecido una nueva calificación para las producciones cinematográficas denominada “especialmente recomendada para el fomento de la igualdad de género” me desasosiega a pesar de ser mujer, o precisamente por serlo. Tanto como las películas libres de humos, de alcohol y de sangre.
Me hace pensar, ¿qué tipo de cine se supone que fomenta la igualdad?, ¿de qué concepto de igualdad estamos hablando, de igualdad en dignidad o de lucha de clases?, ¿una película que muestre una actitud violenta como algo deleznable merecerá estar en esta categoría o en la contraria?, ¿tendremos una avalancha de productores de películas de género “género” ávidos de conseguir dinero público?
Muchas generaciones hemos crecido sin taras viendo películas de vaqueros que fumaban, bebían y disparaban a los indios; de caballeros medievales que se batían en duelo para conquistar a una dama; de adolescentes que caminaban temerariamente por el filo de la navaja. Sabíamos, por la literatura clásica, que el destinatario establece con el autor un pacto de lectura, que entiende que lo que le cuenta pertenece a otra época histórica con otra cultura, quizá menos desarrollada; que determinadas actitudes son malas pero necesarias para la catarsis, y beneficiosas, al fin, porque tratan de decisiones libres que conducen al éxito o al fracaso humano. A ninguno se nos ha ocurrido asesinar a una ancianita después de leer Crimen y castigo. La inducción al vicio no ha venido por su mera representación sino por la confusión de ideas, por la falta de cultura y la perversión publicitaria. Por ver al chico bueno y atractivo, y no al malo, actuar como un sinvergüenza.
Aparte de las calificaciones acordes con el proceso de maduración de los menores de edad y de los límites de la legislación vigente, no tiene ningún sentido aplicar una censura negativa o positiva a determinados contenidos. Habría que suprimir géneros enteros o degenerarlos. Hacer películas con vaqueros que no fumaran ni mataran indios, con damas medievales que lucharan por vengar el honor de sus caballeros. Sería ridículo y un insulto a la inteligencia del público. Tan mala es la prohibición gubernamental como su reverso paternalista en forma de premio ejemplarizante. Cuando al arte se le ponen etiquetas desde fuera –libro instructivo, película didáctica, pintura de denuncia– corre el riesgo de dejar de ser arte. La poética se transforma en perorata, la gracia en consigna.
A veces es el propio artista quien compromete su arte con causas espurias, quizá porque no es tan artista; otras, es la política la que cubre sus vergüenzas con ropajes estilísticos o busca una mente brillante que oculte su inoperancia. No digo con esto que al artista deba estar por encima del bien y del mal, que deba ser un iluminado amoral y sin conciencia que sólo se debe a su arte. Pero determinados premios y calificaciones lo convierten en incapaz de batallar con las propias armas que el arte tiene por el hecho de ser auténtico, y a nosotros incapaces de llegar por intuición o inteligencia a su hondón humano. ¿Tan difícil es hacer sencillamente buenas y verdaderas películas, arte por el arte?