Historias mínimas
Campeón al revés
Hace medio siglo, toda Italia lo conocía, aunque él no era rico, no era guapo y ni siquiera destacaba en lo suyo: el ciclismo. Sin embargo, Luigi Malabrocca era un tipo simpático, y los viejos aficionados aún sonríen pícaros al recordarle. «¿Malabrocca? ¡Ah!, el último».
Desde el principio de su carrera, Luigi «El Chino» supo que jamás iba a ganar el Giro o el Tour. Él no era un fenómeno como Coppi o Bobet, máquinas perfectas, todo pulmones y piernas de acero. Eso sí, Malabrocca los aventajaba en una cosa: él había pasado hambre.
Último de siete hermanos, venía de un mundo rural y miserable en el que comer caliente era un milagro. En aquellos tiempos —plena posguerra— el ciclismo era un escape digno para los que tenían nada. Sobre todo, nada que perder. Como él. Por eso, consciente de sus límites, Luigi se centró en un reto sublime: ser el peor.
Tras la Segunda Guerra Mundial, el Giro volvió a las carreteras, pero necesitaba más publicidad. Así que se inventaron la Maglia nera, que premiaba al último corredor de la clasificación. Los ciclistas franceses, tan combativos, huían de esa «distinción». Los alemanes jamás llegaron a entenderla. Para los italianos sin embargo era pura fantasía sobre ruedas, y gritaban a su paisano: «Corre, Luigi, que los últimos serán los primeros». Para más rechifla, una empresa patrocinaba el jersey negro y regalaba libras de chocolate al farolillo rojo.
Al ver el nuevo maillot, Malabrocca descubrió que había nacido para lucirlo e hizo lo impensable para ganarlo. Esconderse en los pajares, dormir la siesta en las cunetas o simular lesiones. Todo servía. Luigi entraba en los bares a saludar y se perdía a propósito. Llegó incluso a meterse en un pozo, bicicleta incluida. Se hizo tan famoso, que le llovían los regalos, casi siempre comestibles. Vino, aceite o jamones. La gente lo adoraba.
A finales de los cuarenta llegó su consagración. Luigi ganó el jersey negro dos años seguidos, y se convirtió en una leyenda: era mejor ser último que no ser nada. Pero en 1949 apareció un rival. Un tal Sante Carollo, albañil de profesión, que le arrebató en Monza el maillot negro en un sprint surrealista por no llegar. Digno de ver.
Malabrocca. El último de los últimos, el paquete con ruedas, el Carpanta del pelotón. Un tipo que triunfó al convertir sus limitaciones en talentos, los problemas en oportunidades.
Ahora que nos encontramos en plena temporada de carreras, sus paisanos han decidido dedicarle una plaza. Espero que sea pronto, pero suplico que no la bauticen con el previsible «Luigi Malabrocca, ciclista». Él se merece algo a su altura. Más delirante. Más mediterráneo. Por ejemplo, «Luigi Malabrocca, campeón al revés».