Firma invitada
Historia de una equis
Ser una X no es fácil en los tiempos que corren. Sin embargo, la X de la que quiero hablarle tenía bastantes opciones en la vida. Podía, por ejemplo, decantarse por la Literatura y vivir en el sillón X de la Academia de la Lengua. De ese modo, habría conocido a Buero Vallejo y ahora compartiría tertulia con Francisco Brines, que es un poeta solvente que odia el frac.
Si le hubiera gustado el juego, podría haber elegido las quinielas. Ser una X, por ejemplo, en un Madrid-Barça se paga muy bien, aunque no tanto como un uno, claro. En el supuesto de tener inclinaciones conspiradoras, nuestra X podía haberse unido a los GAL y hacer migas con el Señor X, que a estas alturas de la película se sabe quién es, pero no hay pruebas para demostrarlo. Si le gustaran los personajes históricos, podría haber conversado con Malcolm X o con Alfonso X, que era décimo y sabio.
Si fuera una X salaz optaría por los lamentables anuncios X de la prensa. En cambio, si le gustaran las matemáticas podría ser una X de las ecuaciones o vivir en el eje de abscisas. Finalmente, si tuviera sueños cinematográficos formaría parte de los X-Men o, incluso, de los Expedientes X, con sus monstruos y marcianos.
Con todo, la mejor salida para una X es convertirse en la X del IRPF. Eso sí que es un trabajo digno. La X de la renta puede hacer muchas cosas, sobre todo si se marca en ambas casillas. Es decir, en la de la Iglesia y en la otra, la de los fines de interés social.
Con la X del IRPF se hace el bien sin que cueste nada porque es un porcentaje «a mayores». Es decir, el Estado no se lo lleva a la saca, sino que se entrega directamente a la Iglesia y a las ONGs. Con ese dinero se financian incontables iniciativas que no hacen daño a nadie. Al contrario, hacen bien a muchos. Desde la ayuda a los inmigrantes o la catequesis parroquial, a los colegios y guarderías. De las escuelas de oración a los hospitales y asilos. No todos pueden decir lo mismo.
Esta aportación económica está más que justificada. Con ella se paga el 70 por ciento del presupuesto anual de la Iglesia, porcentaje muy superior a la media de lo que cubren los partidos políticos y sindicatos con sus cuotas, que apenas llega al 15 (el resto de su dinero —que es nuestro— procede de las subvenciones públicas obligatorias por votos y escaños). Es decir, autofinanciación sí, pero para todos.
Bien es verdad que la Iglesia nunca podrá estar a la altura de sí misma porque su mensaje supone también un juicio sobre sus actos. Sin embargo, ¿qué razones tiene usted para no ayudar a una institución que trabaja por los demás a tiempo completo? Una institución que fomenta el diálogo y la integración social, que tiende su mano a los pobres, a los dementes, a los inmigrantes, a las prostitutas y drogadictos, a los niños y los enfermos.
Nadie niega que algunas realidades de la Iglesia no animan a apoyarla. Sin embargo, castigar por ello a todos los que se benefician de su presencia es una injusticia cruel. La sociedad es más importante que nuestras manías. Por eso no marcar la casilla (ambas) es una extravagancia que perjudica a miles de personas necesitadas de ayuda, material y espiritual.
Ponga la X. No cuesta nada.