Ahora bien
Algún lector no conocerá aún la palabra del título, pero habrá dejado para otro momento buscarla en el diccionario. No le hará falta: ya se la definiremos nosotros..., después. Más útil sería un estudio sobre cuántos, de los que la usan, la utilizan desde hace muy poco. El término existe desde el siglo xvi, pero ha ido posponiendo su incorporación al léxico cotidiano, haciendo honor a su nombre.
Según el diccionario, «procrastinación» significa «la acción de procrastinar», y este verbo: «aplazar, diferir». Los señores académicos definieron con el ejemplo, sin grandes diligencias. Lope de Vega, en cambio, clavó el mecanismo: «“Mañana...” respondía/ para lo mismo responder “mañana”». Piers Steel, un antiguo procrastinador compulsivo (si me perdonan el oxímoron) y dueño ahora de una voluntad de acero, psicólogo de la Universidad de Calgary, destaca un matiz esencial: la mala conciencia. De ahí devienen, en confuso tropel, la angustia, el desorden, el estrés, los histéricos esfuerzos de última hora, etcétera.
El hecho de que la palabra haya intensificado en los últimos tiempos su presencia responde a dos motivos, uno psíquico y otro sociológico. El primero es que, como subraya George Ainslie, la procrastinación no es más que la otra cara de la impulsividad. Quien hace en todo momento lo que quiere, deja de hacer lo que quiso. Esas voluntades zapping, diríamos, van saltando de una actividad a otra a golpe de clic. Como ahora abundan (quien lo probó lo sabe), la procrastinación se ha vuelto el último grito. El segundo motivo es sociológico: cada vez tenemos más trabajo, menos tiempo, más gadgets, menos autonomía. A menudo, la procrastinación es la única válvula de escape a una presión múltiple.
Siempre atenta a los nichos de negocio, no ha tardado la autoayuda en postularse para el rescate. Propone apps de productividad; programas informáticos que bloquean el acceso a internet, a los juegos, al teléfono; planificación del trabajo en tiempos muy cortos; metas volantes; negociaciones con uno mismo; premios y autogratificaciones... No faltan tampoco, por fortuna, ni el aristotélico ni el kantiano que nos recuerdan cómo ayudan un poco de disciplina y algo de organización.
Ahora bien, hay más cosas en la tierra y en el cielo que las que sospecha la autoayuda. Existen profesiones donde la procrastinación es una herramienta de trabajo. Rajoy, por ejemplo, es un político que se ha aprendido aquello de los dos montones de papeles en el despacho: «Problemas que el tiempo aún no ha resuelto» y «Problemas que el tiempo resolvió». Pero para que no se diga que solo veo la paja en el ojo ajeno, el columnista mismo. Cuanto más tarde escribas el artículo, cuanto más cerca de la fecha de entrega, más pulso de la actualidad tendrá, ay. O el escritor, al que la procrastinación ayuda a dar vueltas y más vueltas, y más vueltas, a su asunto.
Por otro lado, la procrastinación es una fuente de energía renovable. Notó Porchia: «Si haces algo, debes vencer la pereza que te da el hacer algo; si no haces nada, debes vencer el miedo que te da el no hacer nada. Debes vencer, y debes vencer siempre». El procrastinador, para burlar ese horror vacui, se lanza a lo que sea, a cualquier cosa, que, al ser fantasiosa y alternativa, deviene original o, como mínimo, práctica. ¡Cuántas ideas creativas no hemos alumbrado para retrasar el cumplimiento del deber! ¡Cuántos armarios no habremos ordenado al fin!
Hay que buscar un equilibrio entre lo que se hace y lo que se deja para después. El refranero no se complica: «No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy». Ya, pero a veces es mejor dejarlo, porque hoy, puestos a poder, podríamos hacer demasiado. «Deja para mañana lo que puedas no hacer hoy», seguramente sea pasarse por el otro extremo. Confesemos, al menos, una certeza traviesa. La de que Mario Quintana tenía su parte de razón cuando cantó, agradecido: «Suave pereza que, de ser malvado/ y de otras idioteces, al abrigo nos pones…/ Solo por ti, ¡qué pésimas acciones/ dejé de lado!».
Enrique García-Máiquez [Der 92] es poeta y ensayista