Ahora bien
Repiten como un mantra que tenemos que reformar la Constitución. Es cuestión que estoy dispuesto a debatir, claro, porque me encanta debatir y porque, en este mundo imperfecto, todo es susceptible de ser mejorado, si se tiene talento y disposición. Pero empezamos fatal si el argumento para reformar nuestra Constitución no es la búsqueda de la excelencia, sino su caducidad, esto es, que se ha quedado obsoleta o que las generaciones más jóvenes no la votaron. El prejuicio de la temporalidad obvia el porqué, al darlo por evidente.
Tampoco aguanta un mínimo de Derecho Comparado. Las constituciones de los países de nuestro entorno nos sacan lustros. La de Noruega es de 1814. La de Holanda, de 1815. La de Bélgica, de 1831. La de Dinamarca, de 1849. La de Austria, de 1929. La de Irlanda, de 1937. Podríamos seguir y bastaría para desmontar el argumento de la caducidad; pero merece la pena profundizar, porque estamos ante uno de los errores más propios y ubicuos de nuestro tiempo.
Aristóteles lo tuvo claro. Y lo tenía en las antípodas. Para hacer cualquier cambio legislativo se debía sopesar el beneficio obtenido, porque el cambio en sí era un mal que ha de justificarse con resultados palpables. El cambio, ¿un mal? Suena sacrílego en esta época que lo glorifica por sí mismo, que lo convierte en un eslogan comercial y electoral y hasta vital de éxito y que lo vuelve un fin absoluto. Pero lo es (un mal), porque, como explica el Filósofo y aplaude el Aquinate, debilita la concepción sacra de la legislación y distorsiona los derechos adquiridos y los acuerdos alcanzados. Nicolás Gómez Dávila, como suele, recoge la idea clásica y la expresa con exuberancia caribeña: «Lo “racional”, lo “natural”, lo “legítimo”, no son más que lo acostumbrado. Vivir bajo una constitución política que dura, entre costumbres que duran, con objetos que duran, es lo único que permite creer en la legitimidad del gobernante, en la racionalidad de los usos y en la naturalidad de las cosas».
Esto remedia el desconcierto de los que recelábamos de la Constitución naciente y ahora la defendemos. ¿Hemos cambiado tanto? No, nosotros no demasiado. El tiempo con su pátina ha ennoblecido la norma. Edmund Burke, cuyo libro Reflexiones sobre la Revolución francesa es quizá la reflexión más aguda sobre la locura de querer construir un Estado partiendo de un poder constituyente, advierte que las leyes y las instituciones, para lograr su óptimo, deben ir decantándose poco a poco a partir de la evolución lenta de los usos, normas e instituciones precedentes.
Nuestros contemporáneos, en cambio, consideran el cambio un bien, y eso, precisamente, dificulta muchísimo el cambio bueno. Cambian sin preguntarse si es a mejor ni qué trae más cuenta conservar. Tal fijación por cambiar ¿no esconderá —sospechamos— un íntimo malestar interior, que les incita a huir en todos los órdenes de la vida, incluyendo el constitucional? El cambio por el cambio, más allá de la huida constante de la constancia (atención a la paradoja), no tiene a su favor ningún argumento general ni automático.
También la experiencia íntima parece estar en contra. Cuando somos moderadamente felices, nuestra jaculatoria es «Virgencita, que me quede como estoy», por si acaso; y, si somos aún más felices, nos pasamos a lo del Tabor: «Qué bien estamos aquí, hagamos tres tiendas». Es el enfermo, como notó Dante, el que no deja de dar vueltas en la cama en busca de una sensación momentánea de alivio. El cambio como placebo. Él lo comparó con Florencia, siempre revuelta. Recuerdo, por contraste, a una tía abuela, casi centenaria, que, ante un buen filete poco hecho, instaba con autoridad al enfermero que se lo daba: «Más lento: que dure, que dure».
Ahora bien, la obsesión contemporánea por el cambio sí tiene una ventaja. Se ha acelerado todo tanto, que bastan diez años para consolidar una tradición y con tres generaciones se funda una estirpe. Porque la durabilidad está tan acosada, nos la han puesto —a los que la amamos tanto— muy fácil.
Enrique García-Máiquez [Der 92] es poeta y ensayista.
@EGMaiquez
egmaiquez.blogspot.com.es