Historias mínimas
En un tren expreso
De aquellos interminables viajes en tren añoro la plenitud de tener la vida por delante. El entusiasmo de unos años en los que el mundo se quedaba pequeño aunque solo lo conociéramos gracias al cine o a la literatura. Eso tenía la ventaja de que paseabas por Londres con Chesterton de guía o desaparecías en los cerezos en flor de Kurosawa. Todo mientras una mujer se subía en León para gritar con su mejor voz: «¡Mantecadas de Astorga! ¡Mantecaaaaaadas de Astoooooorga!». Entonces uno dejaba de lado las ensoñaciones y compraba sin rubor las mantecadas. Primum vivere, deinde philosophare.
Ahora que ese mismo delirio —espero— arraiga en otros y tengo —ojalá— tanto vivido como por vivir, saboreo con nostalgia aquellos tiempos de arrebato universitario. Días sublimes en los que una nieve lenta o una tormenta súbita nos bastaban para ser felices. Momentos en los que el estallido de un trueno repentino nos removía de los asientos gastados de aquel Gijón-Barcelona, tan austero que no tenía bar.
Lo reviví un domingo de primavera en un tren repleto de estudiantes, y corroboré que merece la pena viajar. Adonde sea, el destino no importa si se conserva la mirada del que quiere descubrir cosas nuevas. Por ejemplo, el quehacer de una mañana hacendosa detrás del Pajares, última frontera del mundo conocido.
Aquellos viajes en tren desvelaban milagros cotidianos: la mancha de sol que doraba un hórreo viejo y pródigo o esa idealizada compañera de clase, que tenía billete para el asiento contiguo. ¿No era milagroso, en fin, encontrar un taxi en la estación de Pamplona? Su inesperada presencia se convertía en prueba irrefutable de la existencia divina, la sexta vía que no formuló santo Tomás de Aquino, patrón universitario cada 28 de enero.
Otro filósofo inmortal, Ñico Saquito —guarachero cubano de altura, el autor de «María Cristina me quiere gobernar»—, tenía razón cuando cantaba: «La vida es un tren expreso/ que recorre leguas miles./ El tiempo son los raíles/ y el tren no tiene regreso». No lo tiene. No. Pero en ese viaje de luz y ceniza brilla el resplandor frágil de nuestra vida, una vida en la que merece la pena soñar e intentar dejar poso.