La monstruosidad inexplicable
CRÍTICA DE SERIE. Netflix | Creadores: Ryan Murphy e Ian Brennan | 1 temporada
Habrá quien se espante, pero Dahmer lleva como número 1 de Netflix desde su estreno el 21 de septiembre… y sin trompetería de publicidad ni marketing. Es la tercera serie más vista de la historia de la plataforma, solo superada por Stranger Things y El juego del calamar. ¡Ahí es nada! Ante la potencia de este fenómeno, una opción legítima es refugiarse en praderas más verdes (que no son las de la muy fallida Los anillos de poder). La alternativa es enfrentarse a la incomodidad: por qué una producción que dramatiza —con sequedad y explicitud— las macabras hazañas de uno de los asesinos en serie más sanguinarios de la historia ha gozado de semejante acogida. La réplica fácil y errónea sería la de suponer que millones de espectadores son unos sádicos y que, en consecuencia, el mundo se va al guano. La respuesta complicada, por su parte, necesita de todos los grises que colorean el espinoso asunto de la ética de la representación.
En primer lugar, Dahmer entronca con una corriente actual que goza de estupenda salud: el true crime. Regresar a casos delictivos —ya sea desde el documental o la dramatización— para ampliar el ángulo o dudar de la versión establecida. Es decir, parte de la acogida de la serie nace de una tendencia artística que hoy día espolea relatos que cuestionan legal, moral y hasta narrativamente la naturaleza social del mal. Así, ver Dahmer es también sorprenderse con la facilidad con que un caso tan siniestro pudo escapársele a la policía durante más de una década. Ahí yace la intriga de este relato: en una narrativa no del qué, sino del cómo.
En segundo lugar, resulta improbable un éxito tan apabullante si Dahmer hubiera legitimado moralmente al monstruo. No. Para nada. Humanizar no implica absolver, ni mucho menos. La estupenda actuación de Evan Peters nos recuerda la condición humana de Jeffrey Dahmer, sí, pero una condición insana, perversa, terrible; por desgracia, también somos una especie vil y tiránica. Es imposible sentir simpatía por el protagonista. Lo habitual es el asco. El olor a cerrado, a perversión, a crimen. No asoma ni un gramo de glamour; si acaso, cierta compasión por aquel niño que fue o por aquellos padres que jamás supieron qué fallaba en ese cerebro satánico. En paralelo, la serie hace un esfuerzo —que, en ocasiones, podría ser mayor, sin duda— por exhibir la humanidad de sus víctimas, dotándolas de tridimensionalidad. Nada de daños colaterales, sino sufrientes con nombres y apellidos que estuvieron en la hora y el lugar equivocados. La cúspide de este ejercicio se alcanza en el sexto episodio, cuando los espectadores entramos en un relato sin sonido, emulando el punto de vista de Tony Hughes desde su nacimiento. Este aspirante a modelo con sordera fue la víctima número doce Jeffrey Dahmer; su capítulo es el más emotivo y doloroso, justamente por ser el menos explícito en el plano visual.
Por último, para terminar de explicar la fascinación que ha despertado esta serie tenemos el problema del mal, tan antiguo como el hombre. Desde Caín matando a su propio hermano hasta Hannibal Lecter cocinando hígados de sus víctimas al son de Johann Sebastian Bach, desde la matanza de los inocentes de Herodes hasta las cámaras de gas de Auschwitz, la violencia extrema ha sido uno de los grandes interrogantes que las artes han tratado de esclarecer. Siempre emerge un radical «¿Por qué?», ante el que cualquier relato solo puede ensayar su impotencia para entender. ¿Fueron las caníbales brutalidades del Carnicero de Milwaukee un acto de libertad? ¿De locura? ¿Una averiada pulsión natural? ¿Un cerebro defectuoso? ¿Un producto de esa infancia dañada que se exhibe durante el segundo episodio? ¿Una espeluznante consecuencia del alcoholismo y la soledad?
En el capítulo de cierre, titulado con acierto «Dios del perdón, Dios de la venganza», un juez parece resumirnos la dificultad moral y epistemológica para entender el mal: «Hay una tentación de intentar saber, de saber con certeza, por qué alguien como Jeffrey Dahmer es como es. O como era (Dahmer fue ajusticiado con una barra de hierro en el gimnasio de la prisión, el 28 de noviembre de 1994). Y creo que eso es algo peligroso. No hay respuestas fáciles con alguien como él. Nunca se sabrá por qué hizo lo que hizo. Es una verdad incómoda, desde luego, pero hay que aceptarla». Precisamente por la ausencia de explicaciones fáciles para meterse en la cabeza y el corazón del monstruo, series como esta tienen tanto tirón: porque nos recuerdan, con aquel poema de Auden, que «el mal es vulgar y siempre humano,/ y duerme en nuestra cama y come en nuestra mesa».
Alberto N. García