Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

'Pioneros'. Los colonos de la narrativa breve

Texto Joseluís González [Filg 83]

No se explica la excelencia narrativa de cuentistas estadounideneses de hoy como Tobias Wolff o Ethan Canin sin una larga caravana de autores compatriotas, hombres y, como quiere resaltar esta antología, mujeres escritoras.


Con el título de Pioneros. Cuentos norteamericanos del siglo XIX se recuperan, en cuatrocientas páginas, dieciséis testimonios narrativos que abarcan desde las obras fundacionales que a mediados de la centuria decimonónica plantaron Nathaniel Hawthorne y Poe, los primeros colonizadores de ese territorio breve de la ficción, hasta muestras que, según el hospitalario criterio del seleccionador del libro, prorrogan en el XX el fecundo siglo anterior. Porque esta antología del XIX acoge un relato nada menos que de 1934, escrito por una septuagenaria Edith Wharton, “Fiebre romana” (“Roman Fever”), y otro de comienzos del XX, la versión más fatalista que el propio Jack London, su autor, publicó en 1908 para ensombrecer su “To Build a Fire”, “Hacer fuego”, de 1902). Pero estas dilaciones no disminuyen el interés de la antología.

Que el cuento sea tal vez el género más antiguo del mundo y el más tardío en adquirir forma literaria sigue aceptándose como una cláusula cierta. Pero el llamado “cuento literario”, ese que tiene autor y firma, palabras decididamente puestas una tras otra, sin permiso para que nadie las varíe ni altere, nace en la centuria decimonónica. Mudanzas y modificaciones del texto primitivo sí que las practicaba la literatura folclórica, al transmitirse de hijos a hijos, y a los sucesores y herederos de las historias, es decir, descendiendo por la descendencia. Pero si una dimensión nueva activa el cuento literario es el respeto al texto original y la consecuencia de erigir diferenciaciones entre autor y narrador, entre la persona y emisor real y quien dice conocer la historia que cuenta.

Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan ha preparado esta panorámica selección de tempranos cuentos literarios norteamericanos partiendo de que, en el XIX, en Estados Unidos “era muy común la idea de que carecían de una tradición literaria en que mirarse y de la que aprender”. Viene a defender que esa narrativa breve recorre un camino hacia el realismo y su correspondiente técnica del detalle revelador —el célebre “muéstralo, no lo resumas”: show, don’t tell—, más la consecuente ambientación cercana y contemporánea, aun a riesgo de embalsarse en el costumbrismo, del que le sacan la desaparición del personaje-tipo sustituido por casos fehacientes y concretos de experiencias humanas y el asomarse del antihéroe. 

Determinados hechos son irrebatibles y subrayan la primacía de los narradores de distancias cortas, entre las cuatro y las veintitantas páginas de libro: los apellidos dorados de la gran época de la short story brillan en aquel medio siglo largo que corrió desde el estallido de la Guerra de Secesión, allá por 1861, hasta los primeros bombardeos europeos de 1914. La época áurea del cuento estadounidense da sus propios tesoros cuando su peculiar tejido social admiraba las experiencias aisladas intensas —eso que tiempos después premian los Oscars—, cuando la industrialización y la bonanza económica de las empresas periodísticas de entonces permitían acoger cuentos que se pagaban generosamente y que numerosos lectores disfrutaban.

Rodríguez Guerrero-Strachan se permite ofrecer títulos poco comunes de los cuentistas fundadores, como los de Washington Irving, Poe, Melville y Twain. Siguen presentes obras imperecederas, como el siempre sorprendente “Suceso en el puente de Owl Creek” de Ambrose Bierce, el moralizador de Nathaniel Hawthorne “El experimento del doctor Heidegger” o la pieza del joven Stephen Crane “El bote al raso”. Resaltan en estos Cuentos norteamericanos del siglo XIX el testimonio de un autor poco frecuente en nuestro idioma, el considerado afroamericano Charles W. Chesnutt, y el interés del antólogo por mostrar piezas de escritoras, que protagonizan la mitad de la antología. Entre ellas destaca la figura ahora reivindicada de Kate Chopin.

Estas dieciséis firmas que exploraron literariamente el cuento vuelven a hacer repasar la consideración de Popper sobre si el género humano, que no puede prescindir de sus raíces culturales, no debería confiar en ellas. Esta antología parece de confianza. Como quien la ha preparado.