Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Siempre la misma historia (hecha nueva)

Texto Joseluís González [Filg 82], profesor y escritor @dosvecescuento

A unas pocas decenas de tramas —la búsqueda, la aventura, la venganza, el sacrificio…— acaban reduciéndose las historias de novelas, películas, series, libretos, guiones. Cenicienta es corista de Broadway, y Macbeth un gánster. No se repiten si se cuentan de otra forma.



Si todavía es cierto que una de las raíces firmes de nuestra cultura se agarra a la civilización grecolatina, no costaría demasiado recordar —por ejemplo— en quién encarnan las letras clásicas la noción del castigo interminable. Figuras mitológicas condenadas a penas sin final son, desde hace más de veinte siglos, Tántalo, Sísifo, Ticio, Egión…

Tántalo está sentenciado a no poder beber, aun viviendo rodeado de agua, y a no comer, a pesar de tener cerca ramas llenas de fruta. Se había atrevido a robarles a los mismísimos dioses la ambrosía, el manjar celeste que dotaba de inmortalidad. A Sísifo —que había delatado a Zeus— lo castigan en el Hades a hacer rodar una roca con las manos y la cabeza y a llevarla a la ladera contraria de un monte. Pero la piedra redonda empujada por Sísifo se precipita de nuevo hacia atrás, cuesta abajo, como narró el gran Apolodoro —o a quien seguimos llamando Apolodoro— en los primeros párrafos de su Biblioteca mitológica.

De desenfrenada lujuria, el gigante Ticio recibe por un intento de violación un castigo invencible para un ser inmortal como él: el dolor de que en los adentros del Tártaro un buitre le vaya royendo el órgano del cuerpo del que estallan las pasiones, esto es, el hígado, según los doctos de la Antigüedad. De día el buitre se come a picotazos esa pieza vital pero vuelve a crecerle al gigante esa misma noche. Idéntica sanción inacabable merece Prometeo por haber robado el fuego eterno de los dioses para entregárselo a los hombres.

Y al desagradecido y presuntuoso Egión, invitado a compartir banquetes con las más altas deidades, se vio obligado Zeus a matarlo lanzándole un rayo, la única forma de morir que tenían quienes habían probado la ambrosía. También su tormento, por seducir a la diosa Hera, lo arrojó al Tártaro: Hermes lo ató con serpientes a una rueda en llamas que daba vueltas sin cesar. Solo descansó de su tortura cuando Orfeo descendió a los infiernos y su inframundo: la armonía de su música logró que la rueda detuviera su suplicio unos momentos.

En el capítulo decimocuarto de la primera parte del Quijote, en la canción desesperada de Grisóstomo, desesperación cercana al suicidio, se mencionan casi todos estos nombres mitológicos. La misma idea del dolor inagotable la interpretan personajes diversos. 

Los casos se multiplican: la historia, pasado el tiempo, del retorno al hogar la reproducen Ulises al regresar a Ítaca o un marine derrotado en Vietnam de vuelta a California en silla de ruedas, con o sin medalla de honor. Como Jasón y sus argonautas buscan el vellocino de oro, Indiana Jones busca la verdadera arca de la Alianza o el auténtico santo grial. Las bandas rivales de puertorriqueños y de irlandeses y continentales —Sharks contra Jets— de West Side Story o las familias de etnia gitana de la periferia chabolista de Barcelona en Los Tarantos redoblan la trama de aquellos apellidos enfrentados, Montescos y Capuletos, en el amor sin aprobación parental que se profesan Romeo y Julieta. 

Hace más de veinte años, dos docentes de la Universidad Pompeu Fabra, Jordi Balló y Xavier Pérez, publicaron un ensayo: La semilla inmortal. Los argumentos universales en el cine. Aclaraban en qué ilimitada tierra habían crecido las mejores simientes: en las obras clásicas. Si Macbeth guarda la esencia de la ambición de poder, películas como Scarface de Howard Hawks y sus nuevas versiones o Ciudadano Kane o El padrino reiteran el paradigma del hombre que ansía ser rey o cúspide del mundo y está dispuesto a todo por lograrlo. La deslumbrante maquinaria para contar y difundir historias y personajes que es el cine cosecha con orígenes milenarios. Obras que proceden —se sepa o no— de un legado y engendran más ficciones de rasgos parecidos. 

R. Russin y W. M. Downs, guionistas y hombres de teatro, aseguran que toda forma narrativa proviene de las mismas fuentes antropológicas: el deseo —incluso la necesidad— de amar y ser amado, el ansia de superar los miedos o la inclinación a evadirse de lo cíclicamente cotidiano de la vida real, normal, igual, mortal. Precisan que se plasman en emociones como la valentía, y el coraje, el miedo y el aborrecimiento, el ansia de saber, de reírse, de querer y de tener aspiraciones y anhelos.

Se confirma que un hombre es toda la humanidad. Y que el pasado también fue, antes, el presente. Y que Shakespeare aún nos hace falta. Y Chéjov.


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