Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

La caída de la cuarta pared

Texto Pablo Hispán [Eco 96 PhD 02] / Fotografía Agencia EFE y Wikimedia Commons

En el teatro, la cuarta pared separa al público de lo que ocurre en la representación. Si uno de los personajes se dirige a los espectadores o el guion de la obra exige interaccionar con ellos, se dice que se ha roto la cuarta pared. En el nuevo escenario político, el público ha tomado consciencia de su papel y reclama intervenir en la acción. Los neopopulismos han recogido esta llamada y han sabido responder con todos los nuevos medios digitales al alcance.  


Las democracias occidentales viven un momento de agitación. En muy pocos años hemos pasado de la revolución industrial a una revolución digital que lo está cambiando todo. La economía colaborativa está cambiando la forma en que producimos y consumimos, los MOOC la forma en la que aprendemos. Era, por tanto, inevitable que la ampliación exponencial de los espacios de exposición y debate provocase cambios en la política.

Este deslizamiento lo hemos hecho, además, en mitad de una crisis en uno de los elementos neurálgicos del capitalismo, el sistema financiero, y desde unas muy débiles, contradictorias y cuestionadas bases culturales. La desconfianza en la naturaleza humana ha sido el pilar de las democracias más estables. Ese pesimismo expresado por lord Acton —todo poder corrompe— había llevado tiempo atrás a la creación de un sistema político fundamentado en equilibrios y contrapesos institucionales que tanto asombro causó a Alexis de Tocqueville. Un sistema muy particular en sus orígenes y fundamentos, con derechos blindados y espacios regulados para la confrontación y el acuerdo entre unas élites elegidas y accesibles. 

La política es uno de los termómetros donde mejor se refleja el espíritu de una época, porque es una de sus manifestaciones genuinas. Durante la Guerra Fría el miedo al holocausto nuclear fue un elemento que en Occidente aportó una cierta estabilidad al espacio político. Parecía que podía existir algo así como un orden en el que lo importante fuera predecible para evitar lo irreversible. Las obras de Henry Kissinger son poesía melancólica de esa época ya clausurada en Occidente, en el que el crecimiento de la natalidad era reflejo de un optimismo en el porvenir.

El público descontento

Hoy, más libres de la atroz amenaza atómica, no encontramos mejores certidumbres. «Por primera vez los niños vivirán peor que sus padres» es un muy extendido, irracional y equivocado eslogan pero que ejemplifica muy bien el profundo pesimismo que existe en nuestras democracias. Una era de expectativas limitadas, como describió Paul Krugman hace ya unos años. Algo va mal, tituló Tony Judt en uno de sus más brillantes ensayos. Los síntomas de esta situación fueron muchos y abundantes, quizás lo ocurrido con la fallida constitución europea fue uno de los más significativos. La crisis económica cuyo punto de partida fue 2007 agudizó este proceso. No es de extrañar, pues, la explosión de movimientos, partidos y candidatos que buscan dar un cambio y aportan atrayentes respuestas fáciles y accesibles a los complejos desafíos de nuestras sociedades. Por encima del mayor o menor éxito electoral, Trump en Estados Unidos, Marine le Pen en Francia, el Movimiento Cinco Estrellas en Italia, Podemos en España, Ley y Justicia en Polonia, o el partido de Viktor Orbán en Hungría son ejemplos de nuevas formas de un populismo de amplio espectro que pretenden transformar el rumbo de las democracias más consolidadas. 

Si hace unos años las olas democratizadoras iban de los países más desarrollados a los menos desarrollados, hoy parece que se observa un fenómeno inverso. En pocas semanas hemos visto cómo Argentina ha pasado una página en su historia con la elección de Mauricio Macri y Venezuela inicia una difícil y compleja etapa de cohabitación entre un Parlamento controlado por una heterogénea y plural mayoría opositora y un Gobierno bolivariano dispuesto a resistir en el resto de instituciones del Estado. El peronismo y el movimiento bolivariano, aunque con una impronta propia marcada por sus sin duda carismáticos líderes y la propia realidad histórica, política, económica y geográfica de sus respectivos países, eran una buena prueba de una falla en los procesos democratizadores. Una ruptura, a través del voto popular, de todos los equilibrios institucionales, un uso clientelar de la Administración, el sometimiento de la Justicia al poder político, limitaciones a la independencia de los medios de comunicación e intimidación a los opositores. Son muchas las resistencias a las que se enfrentará el Gobierno de Macri para impulsar una democracia moderna y avanzada para su país, y mucho más la oposición venezolana. 

Ahora bien, su reciente éxito no se ha debido principalmente a cuestiones coyunturales como la dura crisis económica que atraviesan esas sociedades. Después de no pocos intentos fallidos, los grupos de oposición tuvieron que reinventarse sobre nuevas plataformas y nuevos liderazgos para derrotar a quienes detentaban el poder. Mauricio Macri era un empresario que desde la jefatura del Gobierno de Buenos Aires trabajó durante varios años para conformar una alternativa a los Kirchner. Algo parecido ha ocurrido en Venezuela. Es cierto que el derrumbe de los precios del petróleo ha agudizado las tensiones sociales, pero este primer éxito de la oposición no se entiende sin el paso adelante que dio Lilian Tintori ante el encarcelamiento de su marido, Leopoldo López. Incluso México, en no pocas ocasiones en el filo de la navaja, supo dar una respuesta al saber superar el desafío populista que suponía Antonio López Obrador.

Pero mientras que en los espacios donde el populismo ha tenido más impacto aparecen fuerzas que han sabido debilitarlo, una nueva amalgama de voces en países avanzados ponen en cuestión los consensos básicos y a las élites políticas que han aportado estabilidad y confianza en las democracias occidentales. El fenómeno populista no es nada nuevo, ni a lo largo de la historia de Occidente —desde Cleón hasta los Graco— ni en las democracias contemporáneas. Desde la Segunda Guerra Mundial todas las democracias han tenido que sortear diferentes crisis internas. Las terceras vías fueron referencias recurrentes que despertaron las esperanzas de no pocos pero no solo se apagaron con el mismo fulgor con el que surgieron, sino que las élites a las que desafiaron supieron reaccionar y encontrar una solución a los problemas que planteaban.

Lo novedoso de hoy es la coincidencia de desafíos populistas en numerosas democracias avanzadas y los paralelismos que presentan por muy lejos que en principio puedan estar ideológicamente unos de otros. Elementos compartidos como un hábil relato para explicar un malestar social real en el que se identifica a unos culpables, una crítica implacable a unas élites cuando menos inefectivas, hiperliderazgos y una movilización a través de una comunicación que transforma la política en un producto más de consumo, viralizable y ultrasimplificable. La inteligente utilización del descontento, cuando no la ira, se ha manifestado siempre como elemento de cohesión arrollador en sociedades muy fragmentadas. Es una nueva forma de hacer política que obliga a reaccionar con inteligencia al resto de los actores. Una nueva forma que hace mutar la política de confrontación por la política de exclusión. De la búsqueda de un marco común de consenso —el proyecto europeo es un buen ejemplo de ello— a la recuperación de la dicotomía amigo/enemigo. Precisamente las políticas de Bruselas, ya sean en materia de refugiados y control de fronteras, o las económicas para salir de la crisis —la troika— son utilizadas con profusión como instrumentos de polarización interna.

 

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