Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Doce reglas para la vida


A la popularidad internáutica de Jordan Peterson hay que sumar ahora las ventas millonarias de 12 Rules for Life, un libro de crítica cultural emboscado en la autoayuda. O viceversa. El texto, publicado en enero en los países anglosajones, provee al lector de sugerencias para mejorar: desde la educación de los hijos hasta la resistencia ante la adversidad. El mismo Peterson cree que parte de su éxito tiene que ver con la apelación que sus teorías hacen a la responsabilidad, la maduración y la aceptación de las dificultades y el sufrimiento que comporta vivir. Todo ello, además, aderezado con anécdotas de juventud en su Alberta natal (los fragmentos menos convincentes del libro) y ejemplificado con casos de su consulta. Sin embargo, la diferencia con un manual de autoayuda típico radica en la ambición intelectual. 

A lo largo de trescientas páginas, Peterson embarca al lector en un viaje por los misterios del alma humana y los mecanismos que hacen funcionar la sociedad, para bien y para mal. Por eso, como explica, la vida del hombre se resume en su intento por ordenar el caos, la cara y cruz de una misma moneda, fértil en su continuo enfrentamiento: «El significado [en la vida] es el último equilibrio entre, por un lado, el caos de la transformación y la posibilidad y, por otro, la disciplina de un orden prístino cuyo propósito es generar, partiendo del caos presente, un nuevo orden que será incluso más inmaculado» (p. 201).

En el camino al autoconocimiento y la autoexigencia, Peterson dialoga con el Archipiélago Gulag, Milton, Dostoievski, Freud, Nietzsche, la neurobiología, las langostas, la penosa enfermedad de su hija Mikhaila, Pinocho, El club de la lucha y, cómo no, los mitos bíblicos que le sirven para explicar los porqués profundos de la cultura y la sociedad: los arquetipos que nos explican de dónde venimos y a dónde vamos. Su tesis (rastreable también en sus vídeos) es que hay multitud de verdades comunes —lo que denomina «estructuras del Ser»— incrustadas en mitos y leyendas. Al desgranarlas, uno encuentra en ellas todo tipo de explicaciones sobre el hombre, las creencias o la moralidad.

Salvo los descansos que suponen las anécdotas y las conversaciones-consejos de diván, el libro combina una prosa furiosa, excesivamente paternalista a ratos, con el rigor de las notas al pie para legitimar sus argumentaciones y anclarlas en estudios científicos. El resultado es una lectura que se enfrenta al nihilismo, la misantropía y la autocompasión. Porque Peterson aboga, en lugar de quejarse y llorar, por asumir el peso de la existencia y echar a andar monte arriba, para mejorar «a través de la elevación y el desarrollo del individuo, y a través del deseo de cargar con la responsabilidad del ser y de tomar la senda heroica» (p. 33).

Puede que la ola que cabalga Peterson acabe devorándole si comete un error fatal de los que tanto teme. Pero, hasta entonces, ha sabido dar con la tecla para devolver la esperanza —psicológica e ideológica— a mucha gente. Con sus errores y sus aciertos, solo por eso ha merecido la pena su valentía para surfear el caos.