Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Franciscanos en Jerusalén


La ciudad santa por excelencia no deja indiferente a nadie. Viajeros de todas épocas e inquietudes la han visitado llevándosela con ellos para siempre. El escritor inglés Evelyn Waugh lo hizo en dos ocasiones y extrajo conclusiones como esta: “La ciudad santa se alza como un hostil monumento a la confusión moral de nuestros mandatarios”. A pesar del más de medio siglo de distancia, cualquiera que hoy siga sus pasos podría decir algo muy parecido. 

Al atravesar los muros de la ciudad vieja, se aspira a la vez el olor de los atiborrados puestos de comida y el resentimiento milenario que se reactiva con cada pedrada y cada manifestación con que se obsequian árabes e israelíes. El escenario lo propicia: la gran mezquita de Al-Aqsa, que para los musulmanes señala el lugar por donde pasó el profeta, descansa, en uno de sus lados, sobre el muro en el que los judíos siguen lamentando la desaparición del templo de Salomón. A pocos metros se inicia la Vía dolorosa, el camino que recorrió Jesús hasta el Calvario y que culmina en la iglesia del Santo Sepulcro. Dentro de ella, armenios, católicos, griegos ortodoxos, siriacos y abisinios controlan celosamente los tiempos y los espacios que deben ocupar cada uno de sus ritos. Cualquier incidencia que se salga de lo previsto puede interpretarse como una provocación de imprevisibles consecuencias. 

Mezclados con familias de judíos ultraortodoxos y comerciantes árabes, los peregrinos y los turistas brujulean por las calles atravesando checkpoints y comiendo falafel sin parar de fotografiar con más o menos disimulo. Pero a pesar del caos, los cristianos que visitan Jerusalén encuentran una referencia clara: entre medias lunas y estrellas de David también se levantan cruces, y detrás de ellas suele haber una comunidad de franciscanos dispuestos a recibir a quienes lo deseen. La acogida no es solo espiritual, sino también material: por sus albergues pasan todos los años miles de peregrinos. Los religiosos les dan con su hospitalidad la oportunidad de experimentar lo que Waugh resumió así: “La civilización en que nació Nuestro Señor estaba fuertemente dividida, y así ha continuado. Pero nuestra esperanza debe ser siempre la unidad, y mientras la iglesia del Sepulcro siga siendo una única casa, por dividida que esté, se mantendrá como un recordatorio de esa esperanza esencial”.