Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Reparando sin hacer ruido

Cristina Graell [Com 13]


Si los guionistas de cine quisieran modernizar el perfil de los grandes héroes de la pantalla, podrían sustituir la capa por un jersey y unos pantalones grises acompañados de unas buenas zapatillas deportivas. A sus personajes les bastaría con eso para llegar al lugar oportuno, a la hora precisa, dispuestos a hacer de todo un poco. Ese es al menos el uniforme de cualquier encargado de mantenimiento en la Universidad de Navarra. Ellos no vuelan, pero su misión es la misma: reparar el mundo.

La extensión telefónica del Departamento de Mantenimiento y Reformas es 2100. Cuando algún percance tecnológico altera una clase, cuando cede la puerta de un armario del cuarto de la limpieza o falla el termostato de un despacho, suena el teléfono en un remoto sector del Polideportivo. Es allí donde varios empleados que podrían pasar por un animado grupo de amigos tienen su cuartel general. A las 10.00 horas suelen compartir el almuerzo. Hoy es viernes y unos hojean la cartelera en Diario de Navarra. Otros se ríen mientras dan cuenta de sus bocadillos. Casi todos los gremios están representados: hay electricistas, un pintor, un albañil, un mecánico y un transportista. Hablan de fútbol, de películas, de actualidad, de viajes o de la familia. Trabajan nueve horas, andan unos cinco o seis kilómetros por distintos lugares del campus y siempre van provistos de una llave maestra, un llamativo sentido del humor y el deseo de terminar bien su trabajo.

Ion Martínez es uno de los miembros del grupo. Es de Oteiza de la Solana (cerca de la localidad navarra de Estella), tiene 32 años, es padre de una niña recién nacida con la que se le cae la baba, y trabaja de electricista.

Su teléfono móvil suena con la melodía de un éxito cinematográfico: Piratas del Caribe. Es un tema apropiado para un aparato que puede sobresaltarle seis veces en una jornada de trabajo. Hoy la primera llamada le reclama para arreglar un micrófono que hace ruido durante la presentación de una tesis doctoral, en el Aula Magna del Edificio Central. Ion supera con éxito la operación. Después resulta que un proyector del aula 3 de Económicas está retrasando la clase de los alumnos de segundo de LADE bilingüe. Ion lo soluciona en cuestión de minutos. Y con otras gestiones de ese estilo se va completando su jornada. 

Dicen que un trabajo grande se compone de pequeñas tareas bien hechas. Ion va de un lado a otro guiándose por unos papelitos blancos que guarda en un bolsillo del jersey. Son los recados pendientes, los encargos que debe realizar a lo largo del día, entre las 8.30 y las 18.45 horas. En el edificio de Ciencias Sociales se encarga junto a sus compañeros de montar todo lo necesario para la celebración de la Cumbre Mundial de Infografía. Después se dirige al sótano de la Escuela de Arquitectura para instalar una extensión telefónica. Y a continuación se acerca al servicio de reprografía de la Biblioteca antigua para revisar un conducto de aire. Luego, a través de un ordenador que se encuentra en un piso inferior de la Biblioteca nueva, comprueba la climatización de las aulas de los siete edificios del campus de Humanidades. A veces hay emergencias: si ese ordenador falla a las tres de la mañana, hay alguien que debe acudir a mirarlo. Y si una tormenta provoca que entre agua de madrugada en el pabellón del Polideportivo, también es preciso acudir. Y si hace explosión una bomba junto al Edificio Central... Ion recuerda hoy lo ocurrido aquel 30 de octubre de 2008 como “una historia para contar a los nietos”, pero lo cierto fue que a raíz del atentado pasó quince días en la Clínica, cinco de ellos en la UCI. Llegó a Urgencias haciendo eses, tras una seria intoxicación. Él fue quien alertó del peligro a las personas que se encontraban en el Edificio Central. Ayudó todos los que encontró a su paso hasta que los gases tóxicos le impidieron continuar.

En medio de todos esos desarreglos, Ion va de un edificio a otro repartiendo sonrisas. Intercambia siempre unas palabras con los bedeles y con los guardas de seguridad, pero su lema está claro: “Los alumnos son lo primero”. De algún modo, su trabajo consiste en asegurarse de que pueden trabajar con comodidad. Y se siente recompensado cuando a veces observa sus risas en las pantallas gigantes que él mismo se encarga de instalar en las ocasiones señaladas, como el Día del Deporte. El mantenimiento preventivo es lo que más le motiva: detectar los  problemas eléctricos del campus antes que ocurran, mediante controles;  pero esto requiere tiempo, tiempo que no le sobra en sus apretadas  jornadas.

Si hace falta, se desplaza en una furgoneta Peugeot de color blanco, siempre repleta de herramientas. Todos los días, cuando ese discreto vehículo se pone en marcha a las 8.30 horas, el campus puede respirar tranquilo: el conductor y sus acompañantes –que en ese momento escuchan las noticias en Radio Nacional– se van a encargar de que todo esté a punto. Uno de ellos es Ion. Calza unas zapatillas Aimont, de seguridad, que son grandes, un poco feas, y que están gastadas. Pero en ellas reside parte de su secreto: hacen tan poco ruido que casi nadie oye sus pasos.