Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Una guerra desigual e incierta


Con sus seis millones y medio de habitantes, Río de Janeiro presume de ser una de las urbes más cosmopolitas del Cono Sur. Sede de los Juegos Olímpicos de 2016, sus dirigentes han emprendido una cruzada contra el narcotráfico, atrincherado desde hace décadas en sus favelas.

En estas barriadas —que alcanzan las 763 de forma oficial y cuyo número real podría superar ya el millar— viven más de un millón y medio de personas. 

Repartidas en unos cuarenta y tres kilómetros cuadrados, sus construcciones ocupan, además, algunas de las zonas más turísticas de la ciudad, como Ipanema o Copacabana.

Debido precisamente a su ubicación en el centro de la ciudad, las autoridades han dado luz verde a la segunda fase de un plan de pacificación previo a las Olimpiadas. Su objetivo es la expulsión definitiva de la delincuencia que controla las favelas, así como la mejora de las infraestructuras, la educación y la salud de sus habitantes.

Hasta el momento, las Unidades de Policía Pacificadora (UPP) han  desalojado treinta barriadas —incluyendo Rocinha, la mayor y más salvaje favela de Brasil—. 

Sin embargo, y a pesar de la notable reducción de la violencia, las propias autoridades han reconocido que la delincuencia solo se ha trasladado a la periferia de la ciudad.

Mientras tanto, paramilitares formados por agentes de la seguridad pública continúan controlando el transporte, la distribución de gas o las redes de televisión de unas comunidades acostumbradas a la violencia más cruel.