Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 718

La esencia del toreo

Ignacio García Campos [Com 93] es crítico taurino del diario Levante-El Mercantil Valenciano.

«Para disfrutar el toreo no basta con los ojos. A quienes no tienen una sensibilidad  adecuada se les escapa su esencia y solo ven en él los movimientos exteriores, sin adivinar su conexión con una íntima disciplina, del mismo modo que el hombre privado de oído para la música advierte los sonidos pero no su relación armónica»

[José Alameda]


Cualquier realidad resulta incomprensible si no se atiende a su fundamento y finalidad. «El toreo es el arte de reducir la fiereza del toro hasta su sometimiento». Consiste en aprovechar los instintos de un animal mediante movimientos calculados al milímetro, que suponen la comprensión de sus reacciones para formar un juicio inmediato, de cuya precisión dependerá el éxito o el fracaso de la empresa. Se basa en la relación de posiciones, distancias y velocidades entre el hombre y el astado. El valor auténtico del diestro depende —más que de su entereza de ánimo— de su capacidad de exactitud. Sus cualidades más destacadas son la inmovilidad en el terreno elegido, la extensión lenta de los brazos y el giro pausado de las muñecas, que imprimen al engaño un riguroso recorrido. La belleza plástica —tan importante— nace del contraste entre la serenidad del torero y la acometida desordenada del cornúpeta.

Según Ortega y Gasset, «de lo que pasa entre toro y torero solo se entiende fácilmente la cogida. Todo lo demás es de arcana y sutilísima geometría». Una «geometría actuada», en la que ambos protagonistas varían sus posiciones en correlación el uno con el otro. «En la terminología taurina, en vez de espacios y sistemas de puntos, se habla de terrenos, y esta intuición es el don congénito que el gran matador trae al mundo. Merced a ella sabe estar siempre en su sitio, porque ha anticipado infaliblemente el lugar que ocupará el animal». Gregorio Corrochano asume la teoría orteguiana de la doble melodía de mociones, y proclama que «la tauromaquia se explica en el movimiento de dos líneas: una vertical, que es el diestro, y otra horizontal, que es el astado. En tanto la línea vertical gira sobre sí misma sin variar su punto de apoyo en el suelo, la horizontal tiene que trasladarse, hacer un recorrido para ir y otro para volver. En aprovechar todo este tiempo empleado por el animal en embestir y revolverse —que, por rápido que parezca, es lento si se le compara con el giro del hombre-— está basada la defensa y la posibilidad del toreo». 

Si el conocimiento de los terrenos es requisito indispensable para poder torear —continúa Ortega—, su componente primario no es geométrico, sino psicológico: «El toro es el profesional de la furia y su embestida [...] se dirige con clarividencia al objeto que la provoca. Su furia es, pues, una furia dirigida. Y puesto que es dirigida en el animal, se hace dirigible por parte del torero. Comprenderlo es comprender su embestir en todo momento conforme se efectúa, y esto implica una compenetración espontánea e instintiva entre ambos». El torero construye su obra «no con el toro, sino con su embestida, que debe ser formada, informada, transformada, conducida, apaciguada, acariciada; en suma, desnaturalizada para que se haga bella, humana, poética», como ha apuntado acertadamente el filósofo Francis Wolff. No persigue, por tanto, la muerte del animal de manera inmediata. Lo que le concierne es todo el hacer previo para lograrla. Esto es, torear. Lo cual, parafraseando a Ortega, «convierte en efectiva finalidad lo que antes solo era medio». No se torea para matar; se mata porque se ha toreado. El diestro debe «vencer con su propio esfuerzo y destreza al bruto arisco», al que sitúa «lo más cerca posible de su nivel, sin pretender una ilusoria equiparación» que, de ser viable, anularía ipso facto la realidad misma del toreo. El sentido de la tauromaquia no consiste en elevar el toro hasta el torero, sino en «algo mucho más espiritual que eso: una consciente humillación del hombre, que [...] desciende hasta el animal para rendir culto a lo que hay de divino, de trascendente, en su naturaleza». El mayor homenaje que puede tributarle, una vez logrado su sometimiento, es matarlo.

El toro es, por tanto, el elemento primordial, la verdadera razón de la tauromaquia. Debe ser una res brava, entre cuatro y cinco años, poseedora de una belleza exterior imponente y cuyo carácter principal sea la acometividad que, guiada por su instinto de liberación, le lleve a acudir a la llamada del torero y a no rehuir jamás el enfrentamiento. La manera concreta que tiene el hombre de abordarlo ha evolucionado a lo largo del tiempo y ha permitido que se perfeccione, a la par, su comportamiento en el ruedo. El toreo se fragua lentamente en la Historia hasta emerger definitivo. Un proceso que solo puede ser entendido en la suma de estratos que lo han ido conformando. Desde la progresiva consagración del matador como profesional mediante el constante perfeccionamiento de la lidia y la codificación de su quehacer como un saber específico, hasta la concepción inacabada de la corrida moderna, cuyo ideal sería la simbiosis de las virtudes artísticas de «Joselito» y Belmonte.

Un apunte etiológico

El origen de la tauromaquia moderna se encuentra en la Edad Media, en lo que el periodista José Alameda denomina «una dialéctica de hierro»: lanza, rejón y espada. Comienza con el toreo a caballo, en el que —según el cronista— pueden distinguirse dos etapas: «Durante la Reconquista, en que se abate al toro con un arma específicamente castrense, la lanza; después de la guerra, cuando se utiliza un arma específicamente taurina, el rejón».

El toreo ecuestre es bélico y el hecho de que aconteciera en España es circunstancial. Nace de la necesidad de mantener en forma las cabalgaduras y como entrenamiento de los guerreros de ambos bandos, moro y cristiano. Para entonces, el toro —el uro— ya había desaparecido prácticamente del resto de Europa y, si pervive en nuestra península, es porque se prefiere antes que «a lobos, jabalíes y otras especies montaraces» para el ensayo de la guerra. Una vez finalizada la contienda, la gran caballería española queda sin función y en estado crítico. «¿Qué puede hacerse cuando, sin haber ya conflicto, hay todavía aristocracia, hay caballería y hay un toro? Se hace lo de siempre en épocas de decadencia: un remedo de lo anterior, menos vigoroso y más refinado. Se empieza por sustituir la lanza, utensilio de ataque, por el rejón, que ya es un instrumento arbitrado exclusivamente para el juego de la lidia». Pero el toreo caballeresco dura poco. Su desaparición podría haber significado el final del toreo, de no haber mediado el genio español para adueñarse de él y darle un nuevo impulso, transformándolo. El toreo ecuestre era utilitario; el toreo a pie no, por lo que podía convertirse en arte.

De nuevo Ortega y Gasset sintetiza la españolidad del toreo a pie al constatar que comenzó cuando el pueblo «se decide a vivir de su propia sustancia». Al ser las corridas de toros de origen popular, «los andares, posturas y gestos del torero son la proyección espectacular del repertorio de movimientos que los hombres de su comarca ejecutan en su vida cotidiana». El filósofo advierte una estilización primaria en dos maneras de moverse: las del hombre vasco y las del hombre andaluz. «En la moción y ademán del vasco se advierte como principio el ángulo, el zigzag, y predominan los movimientos rápidos. En los movimientos del hombre andaluz nada es anguloso sino, por el contrario, es su principio la línea curva, el desarrollo redondo o elíptico, que con frecuencia se complace en relativa morosidad voluptuosa».

A finales del siglo XVII, se documenta por primera vez el vocablo torero referido a los plebeyos que participan en festejos populares consistentes en enfrentarse a un toro en un espacio cerrado, donde le efectuaban toda suerte de saltos y cuarteos. Aunque no sean todavía los participantes definitivos de la corrida como un espectáculo sometido a reglas de arte y a normas de estética, sí son los encargados de regularizar lo que, hasta entonces, no había sido más que una prueba de valor extraordinario, que concitaba la admiración y desataba las pasiones del pueblo. Goya los inmortalizó en sus grabados, en los que da su particular visión de la historia de la tauromaquia en España, a través de los lances de la lidia que acabaron de manera luctuosa y de las figuras más sobresalientes de las dos principales escuelas del toreo durante el siglo XVIII —la navarro-aragonesa, con Bernardo Alcalde, «Licenciado de Falces», Juanito Apiñani y Antonio Ebassun, «Martincho»; y la andaluza, con José Delgado, «Pepe-Hillo», y Pedro Romero—.

Los primitivos del toreo

En la era prototaurina, la coreografía del diestro consistía en salvar con gallardía la acometida furibunda del astado para salir indemne del trágico lance. Se estiman las facultades físicas y el valor como sus virtudes más sobresalientes. Poco a poco, lo que respondía a un tosco intento de contención de su furia desatada fue depurándose; pero siempre en función del cornúpeta, que determina el toreo en sus primeros balbuceos. No se admitía un movimiento mal hecho —incluso estaba bien visto que un matador corrigiera a otro si lo estimaba oportuno— y la plaza era una verdadera escuela. La lidia gravitaba sobre los lances de capa. El tercio de varas consistía en encuentros fugaces y continuados del animal con el varilarguero, verdadero protagonista de la fiesta en sus inicios. Y, entre vara y vara, surgían los recortes y el capeo. Existía también una honda preocupación por ejecutar bien la suerte de matar y se cuidaba la estocada como momento fundamental del festejo. En la segunda mitad del xviii, se inicia el largo y complejo proceso de invención de la corrida de toros como espectáculo normado, cuyo primer paso consistió en asimilar las principales innovaciones que afectan a su desarrollo técnico y a su estructura y que culminaría con el advenimiento de la lidia romántica mediado el siglo XIX.

Los grandes primitivos del toreo —«Costillares», «Pepe-Hillo» y Pedro Romero— desarrollaron las suertes (de sortear) más eficaces en la lucha contra el toro. Así, por ejemplo, el primero de esta nómina de fundadores sistematizó un abundante caudal de conocimientos que se practicaban de manera caótica. «Costillares» perfeccionó la verónica como lance fundamental de capa y el volapié como la manera más sobresaliente de estoquear a un animal parado: «Toro que no parte, partirle». «Pepe-Hillo» dicta la primera tauromaquia al escritor José de la Tixera, donde describe: la navarra, la aragonesa, la tijerilla, la suerte al costado; el salto sobre el testuz, el de la garrocha y el salto al trascuerno, entre otras. Pedro Romero, más silencioso pero no por ello menor en importancia, nos legó dos máximas en las que aboga por un toreo de aguante: «El lidiador no debe contar con sus pies, sino con sus manos»; «Parar los pies y dejarse coger, este es el modo de que el toro se consienta y descubra». El rondeño representa el toreo sobrio, preciso y eficaz, que contrasta con la lidia luminosa, repentina y alegre de «Pepe-Hillo».

La culminación de esta etapa se produce con Francisco Montes, «Paquiro», dominador absoluto e incontestable de su tiempo, intérprete genial de todas las suertes de capa y autor de la tauromaquia más importante y completa de la época —escrita por Santos López-Pelegrín, «Abenamar»—, en la que describe el toreo defensivo y su principal virtud, la ligereza. «Paquiro» es, sin duda, el primer torero completo. En él destaca la organización de la cuadrilla como unidad táctica que obedece sin dudar los dictados del maestro, así como la reglamentación del orden de las suertes y la fijación de lo específico de cada tercio. El chiclanero convirtió las reglas del toreo en un corpus de validez universal pero sin rigideces, en las que cada cual podía imprimir su sello personal.

Francisco Arjona, «Curro Cúchares», encaminó el toreo hacia una modernidad inevitable. No era posible la continuidad por la vía exclusiva del talento personal expuesto por «Paquiro». Tuvo que llegar el sevillano para cimentar «el toreo posible para toreros normales». Empieza por quitarle a la muleta su servidumbre de la espada. Surgen así «los pases cambiados, los ayudados, y queda ya de uso común el toreo con la derecha, tan válido como el de la izquierda».

Si «Cúchares» pasó del toreo como medio al toreo como fin, Rafael Guerra, «Guerrita», contribuyó a su desarrollo estructural al poner de costado la verónica que inventó «Costillares», «para que pueda intensificarse en sus diversos tiempos como nunca hubiera sido posible con la verónica de frente». El Guerra —mandón del toreo de finales del xix— consiguió que los ganaderos mejoraran el estilo y el tipo de los toros a fin de hacerlos más aptos para la lidia y facilitar el lucimiento de los toreros. Un toro más fijo resultaba imprescindible para poder castigarlo con mayor profusión en el tercio de varas y llegar más aplomado al tercio final de su lidia. «Los resultados del afinamiento del toro (tipo estándar, líneas redondeadas, encornadura más reducida) comenzaron a verse en los años que precedieron a la Primera Guerra Mundial, cuando se había retirado el Guerra, se estaban yendo “Bombita” y “Machaquito”, cuando ya eran matadores “El Gallo” y Gaona, cuando empezaban “Joselito” y Belmonte». Hasta entonces, el toro determinaba el toreo; en adelante, el toreo determinará al toro. La acometividad continuada seguirá siendo su principal virtud; pero también comienza a seleccionarse el celo, la codicia y la nobleza como sus cualidades más destacadas. El toro «determinado» del Guerra sustituye al toro «determinante» de «Lagartijo» y «Frascuelo», e impulsa la conversión de la lidia romántica en toreo moderno.

La hora decisiva de la tauromaquia

Las corridas de toros constituyen una de las más acabadas creaciones del espíritu cívico español del siglo XIX. En opinión del cineasta Agustín Díaz-Yanes, el único asunto público donde el pensamiento de la época logró plasmar su particular genio. «Esa burguesía española decimonónica, fragmentada en lo político, retrasada en lo cultural e intolerante en lo civil, pulió un espectáculo bárbaro y anárquico hasta convertirlo en una exposición artística ordenada y reglamentada, que alcanza su culmen con la aparición de Joselito, “El Gallo”, a principios del siglo XX». El diestro de Gelves encarnó la aspiración de sus predecesores: a la criatura gobernada por sus instintos se le entregaba la máxima racionalidad. «La idea que recorre todo el diecinueve taurino es el intento de alcanzar un imposible: se estudia al animal salvaje, sus reacciones, sus querencias, sus comportamientos; se sistematiza su bestialidad y se obliga al torero a cumplir una serie de reglas que hagan que ese espectáculo brutal se convierta en un espectáculo artístico de primer orden».

El toreo decimonónico que heredó Joselito se concebía como una lucha para «poderle al toro». El diestro basaba su labor en la fortaleza de sus piernas, el continuo hurtar del cuerpo y una constante mejora del terreno para someterle. No obstante —como comenta Campos Cañizares—, «en ese tiempo, otras formas habían entrado en liza en la interpretación del toreo que introducían una variante: la de dominar al toro toreándolo con lances largos apoyados en una mayor quietud, que conseguían con su cadencia unificar la eficacia de la lidia con la estética». José María de Cossío advierte que «el dominio podía ser una cosa más refinada, y acaso un pase de seda podía ser más práctico, y no solo más bello, que un recorte agotador». La característica principal de los tiempos venideros sería, pues, el equilibrio entre el sometimiento de la res (aporte de lo antiguo) y el arte (advenimiento de lo nuevo). Hacía falta algo más o, mejor dicho, alguien más capaz de propiciar un cambio de rumbo. «Era imposible superar el “joselitismo” desde dentro. Sólo hubiera quedado el manierismo de sus epígonos, y las corridas de toros, casi seguro, hubieran languidecido hasta su extinción».

La irrupción de Juan Belmonte en el siglo XX supuso el revulsivo necesario para que la tauromaquia explorara otras posibilidades. Su concepto del toreo no surgió de la nada. Obviamente, estuvo basado en su enorme personalidad y en el ejemplo de antecesores como Cayetano Sanz, Manuel García, «El Espartero», y Antonio Montes; pero se materializó gracias al equilibrio de tres elementos que ya dispuestos para la irrupción del acontecimiento belmontino: toro, torero y público. El animal seleccionado para poderle disputar su terreno; la estocada como una suerte importantísima, que permite alargar la faena de muleta; el respetable, relegado a su papel de juez que, junto al toro, decide la suerte del torero, algo mental y moralmente distinto al del siglo XIX.

El «Pasmo de Triana», como lo apodaron hiperbólicamente los revisteros taurinos, fue declarado el primer hombre moderno por Valle-Inclán, al que solo restaba morir en el ruedo para alcanzar la perfección. «El primer Belmonte, muerto de hambre y ahíto de ensueños en el Altozano, está lleno de angustia popular, de drama interior. Lo que había en él que nadie podía imitar era su disposición a la muerte, que tantas veces lo salvó de la muerte. La entrega absoluta, ese golpe del alma capaz de acabar con todo cuando se está dispuesto a acabar con uno mismo, no importa si es frente a molinos de viento, bocas de fusil o los mismísimos cuernos del diablo». Su valor es consecuencia directa de su falta de recursos; «si no atropella la razón, ni puede ni sabe torear». «Belmonte trajo consigo esa sensación de que lo que se estaba viendo era irrepetible, iniciático. No hacía falta entender de toros; es más: era mejor no entender demasiado, así se era más libre para apasionarse. Los conceptos más modernos afloraban del toreo rupturista del trianero: el individualismo, la idea de que el conocimiento académico no era condición sine qua non para la creación artística. Era, en suma, el triunfo de la emoción sobre la inmanencia, la irrupción de la idea fundamental de que torear es una actividad espiritual y no física».

Wolff va más allá en la tarea de explicar a Belmonte. Sostiene que su llegada propició la epifanía del toreo moderno, en la que forma y función quedan finalmente reunidas. En su origen, como hemos visto, la finalidad de las corridas de toros era la muerte de la res. A partir de 1850, el objetivo es la dominación del adversario. La estética todavía representa un papel secundario en esta época y discurre paralela a la necesidad de reducir al cornúpeta. La belleza de la lidia no se deduce del cumplimiento de un propósito y se limita al adorno. No obstante, desde que los pases de capa o de muleta demuestran el mando del torero, la embestida del toro se transforma paulatinamente en un elemento aprovechable. Belmonte, al carecer de las facultades físicas de otros matadores, acorta el espacio entre toro y torero y provoca su arrancada cuando el burel se encuentra parado a escasos metros. Consecuencia: mayor mando en menor espacio. «La embestida, siendo recta, se le curvaba por el sencillo movimiento del brazo acompañando a la cintura, y conseguía ralentizarla en virtud de su temple», con lo que conseguía dilatar también el tiempo de la suerte. La forma se convierte así en la condición misma de la función (someter al toro) y en su más alta expresión. Lejos de discurrir ajena a la dominación, es su manifestación más acabada.

El toreo «natural» y «cambiado»

Manuel Jiménez, «Chicuelo», aprovechó mejor que nadie el hallazgo de Belmonte. El sevillano toreó a la distancia establecida por este, aunque hizo exactamente lo contrario que el trianero. En lugar de cruzarse al pitón contrario para dar el siguiente pase por el terreno de afuera, giró sobre las plantas de sus pies, dejando al toro por el terreno de adentro para encadenar el siguiente muletazo. «Lo realizó con la izquierda y, así, en vez de la clásica combinación del natural y el pase de pecho, empezó a enlazar los naturales. Ese día nació el toreo en redondo, sobre la base del cual cobraba vida la faena moderna».

Una técnica que puede sintetizarse en dos formas básicas: el toreo natural y cambiado. El primero supone torear en línea con el toro y ligar los pases en redondo. No se fuerza el viaje del animal; se le deja venir por su terreno, acompañándolo, para llevarlo en el tramo final del muletazo hacia atrás y hacia dentro. El segundo implica torear al sesgo, desviando la trayectoria del astado y yendo con él hacia delante. En el modo natural ha de jugarse la cintura. En el cambiado, sin embargo, se hace avanzar la cadera. Los movimientos naturales son más sutiles y requieren medida y ritmo; los cambiados tienen mayor complejidad material, son más difíciles de aprender, pero —una vez conocido su engranaje— pueden ser aplicados a un mayor número de oponentes. En el orden natural, el diestro conserva su centro geométrico y mantiene la posición primitiva de un pase a otro; en el cambiado, avanza hacia el terreno al que va llevando al toro.

Los principales ejemplos de estas dos tendencias fueron Manuel Rodríguez, «Manolete», (natural) y Domingo Ortega (cambiado). El primero obligó al toro al máximo, reduciendo la distancia entre ambos al mínimo, sin enmendar su posición. El segundo depuró el toreo de ataque y defensa (pases de trinchera, ayudados por bajo) todavía intacto, «con lo que amplió el repertorio del arte, porque le dio belleza y modernidad a un toreo que hasta entonces había sido eminentemente práctico. Aquel toreo de dominio que en Joselito fue ligereza de escuela, malabarismo eficaz y batallador, era el toreo que ahora reanudaba el de Borox, pero ejecutado ya con la proximidad, la cadencia y la armoniosa hondura de Belmonte. Los valores técnicos y estéticos de ambos colosos se juntaron así en la muleta del toledano».

Más allá del mecanismo elemental del que nace la distinción entre toreo natural y cambiado —esto es, el pase natural y el pase de pecho (o cambiado por alto)—, la excelencia de la tauromaquia depende de las cualidades innatas de cada matador. Ser partidario de las personalidades de los toreros es, en definitiva, lo único posible. La sucesión de pases, constantemente repetidos, no generaría emoción si el diestro no les dotara de expresión propia. «En el toreo —sentencia Joselito— se puede aprender todo menos el estilo, que es un don que cada uno trae al mundo». «Para mí —le confiesa Belmonte al periodista Chaves Nogales— lo decisivo es el acento personal. Se torea como se es. Esto es lo importante: que la íntima emoción traspase el juego de la lidia. Que al torero, cuando termine la faena, se le salten las lágrimas o tenga esa sonrisa de beatitud, de plenitud espiritual, que el hombre siente cada vez que el ejercicio de su arte —el suyo peculiar, por ínfimo o humilde que sea— le hace sentir el aletazo de la Divinidad».