Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Infiltrada en los Nobel

Texto y fotografía Reyes Calderón [Eco 84, PhD 91, PhD Fía 97] Documentación Blanca Rodríguez [Com+His 15] y Javier Robles [Com+His 15]

Una de las invitadas a la ceremonia de entrega de los premios ofrece un fresco acceso a las bambalinas de este galardón, considerado el más importante del mundo.


Algo huele dulce en Estocolmo. Su luz oscura brilla en los primeros días de diciembre como si el invierno, magnánimo, hubiera concedido una tregua. De hecho, no ha nevado todavía y el termómetro se mantiene en cero grados, cifra excepcional para un país que alcanza los veinticinco bajo cero. El mercado navideño, casitas de madera que ofrecen productos locales —mermeladas, salmón, chorizo de alce, chaquetas de lana, dulces típicos y una amplia variedad de pan—, rodea la sede de la Academia hasta casi cercarla. Hay mucha gente por las calles. Locales, pero sobre todo turistas. La culpa la tiene un ingeniero políglota, viajero y curioso incansable, amante del teatro y la poesía, nacido en la ciudad en 1833. O, más bien, su testamento. Poseedor de una considerable fortuna, careciendo de familia directa, Alfred Bernhard Nobel decidió legar el grueso de sus bienes al Estado. Dos ingenieros civiles, un ex teniente y un constructor sirvieron de testigos para su testamento. Otorgado en París en 1895, reza así: “El capital, invertido en valores seguros por mis testamentarios, constituirá un fondo cuyos intereses serán distribuidos cada año en forma de premios entre aquéllos que durante el año precedente hayan realizado el mayor beneficio a la humanidad… (divididos) en cinco partes iguales: Física, Química, Fisiología y Medicina; una parte a la persona que haya producido la obra más sobresaliente de tendencia idealista dentro del campo de la Literatura; una parte a la persona que haya trabajado más o mejor en favor de la fraternidad entre las naciones, la abolición o reducción de los ejércitos existentes y la celebración y promoción de procesos de paz”. 

El minucioso texto detalla también un deseo: “Que no se tenga en consideración la nacionalidad de los candidatos, sino que sean los más merecedores los que reciban el premio, sean escandinavos o no”. Además precisa el nombre de las instituciones que deberían conceder dichos premios: Física y Química, la Real Academia Sueca de las Ciencias (con cerca de 350 miembros); Medicina, un comité del Instituto Karolinska (50 miembros); Literatura, la Academia sueca (18 miembros), y el de la Paz, un comité formado por cinco personas elegidas por el Parlamento noruego. 

Cumpliendo su deseo, en 1900 se erige la Fundación Nobel, una institución privada con un doble objetivo: salvaguardar la fortuna encomendada y trabajar para encontrar a los mejores candidatos. El patrimonio recibido no dejaba de ser amplio, no obstante, Nobel había exigido que los premios respetaran el principal y se invirtiera en “valores seguros”. Durante los primeros cincuenta años, esa expresión se interpretó con rigidez –bonos con intereses fijos y máxima calificación-, flexibilizándose parcialmente después. Sin embargo, en esa función, la Fundación actuaba a modo de centro de inversión, actividad gravada en Suecia considerablemente. La fiscalidad puso en serios aprietos el importe de los premios. Hasta 1946, no obtuvo el Sweding Tax-exempt Status, tanto en impuestos estatales de renta y patrimonio, como en los locales. En 1953, el Tesoro norteamericano concedió el mismo estatus a las inversiones realizadas en su suelo. Finalmente, en 1991, la Fundación había logrado restaurar los premios al valor real de 1901. En 2000, el capital de la Fundación ascendía a 4 billones de coronas suecas, y repartió a cada laureado un montante cercano a 10 millones de coronas suecas (1,1 millón de euros).

Su labor de búsqueda de los mejores candidatos tampoco es sencilla y ha ido variando con el tiempo. Pero, desde 1901, y con algunas excepciones (por ejemplo, en 1939-1943 no se concedió el Nobel de la Paz) hombres y mujeres (muchos más hombres que mujeres) han desfilado por Estocolmo en los primeros días de diciembre para recibir esos galardones. Desde 1969, también lo hacen los economistas, de momento todos varones, ya que el Banco de Suecia, para celebrar su tricentenario, decidió añadir en honor a Nobel un sexto premio dedicado a esta ciencia. Y hablando del género, es curioso recordar que durante las dos primeras ediciones, el banquete de entrega del premio se servía exclusivamente para hombres. 

 

Siete de diciembre, 2011. En la recepción del Gran Hotel de Estocolmo reina mucha animación. Los premiados, que se alojan allí con sus familias y amigos, esperan sus respectivos transportes. “Mario Vargas Llosa vino acompañado por ochenta personas”, nos comenta el director del Hotel. Y, al ver mi gesto, gesto de economista, me aclara que cada premiado puede venir acompañado por las personas que desee: los gastos que ocasionen se deducirán del importe del premio. 

Los laureados no disponen de mucho tiempo libre: la semana está llena de eventos científicos y culturales. Ya ayer, hicieron una visita informal al Museo Nobel en el antiguo edificio de la Bolsa, y firmaron la cara interna del asiento de una de las sillas. Naturalmente, optamos por dejar constancia gráfica de la firma de los estadounidenses Thomas J. Sargent, premiado por su dedicación a la Macroeconomía y a la teoría de las expectativas, y Christopher Sims

Los dejamos con sus programas, y nos vamos a ver las tripas del premio. Empezando por el Gran Hotel.

Estocolmo era en el siglo XIX “una ciudad provinciana en un inhóspito país del norte”, según lo definió un visitante. Había perdido influencia económica y la capital desmerecía. Pero, a raíz de la exhibición de industria y arte de 1866, la incipiente industria se animó, lo mismo que la construcción de nuevos hoteles y la remodelación del casco histórico. El modelo no podía dudarse: los arquitectos intentaron hacer de Suecia la “París del norte”. Vivo ejemplo de esa época es el Gran Hotel, en cuyo salón de los espejos (un Versalles en miniatura) se celebró durante años el banquete de los Nobel. Cuando entramos, están preparando un cóctel que esa tarde ofrecerán a los laureados. Aunque las fotografías están prohibidas, Nuestro Tiempo recibe la suya.

Las calles están llenas de sal. Las ruedas de los coches incorporan pequeños clavos, que al contacto con el asfalto emiten un curioso crujido. Andamos a buen paso hasta el Stockholm Concert Hall. Diseñado por Ivar Tengbom, este edificio neoclásico, pórtico de esbeltas y altas columnas, y muros pintados de azul cielo, alberga desde 1926 dos de los más importantes actos del Nobel: la entrega propiamente dicha, el día 10 de diciembre, y el gran concierto ofrecido por la Real Orquesta filarmónica de Estocolmo, la tarde del 8. 

Mientras su exterior pasa inadvertido, la sala de conciertos resulta magnífica. Esperamos a que la orquesta se tome un descanso y entramos. La Kungliga Filharmonikerna, dirigida por Marcello Mottadelli, y con Joseph Calleja como tenor, interpretará en esta ocasión piezas de Verdi y Puccini. La etiqueta: traje oscuro. Nada más concluir el concierto, y a toda prisa, se desmontará el escenario, para preparar el acto de entrega de Galardones. La orquesta deberá ser desplazada a la parte alta para hacer sitio a la familia real, los premiados… y las flores. Un mar de flores, este año con matices blancos y amarillos, comenta Helen Magnusson, de Hässelby Blommor,  floristería responsable de los arreglos florales las últimas décadas. “Es el encargo más bello que uno puede recibir”, comenta. Lleva desde junio trabajando en el diseño con la Fundación y recuerda que “es muy importante que las flores y los arreglos que propongo luzcan en la televisión”.

Seguimos curioseando. Nuestra guía nos muestra el camino que seguirán anfitriones y premiados para entrar al edificio (el mismo que los artistas, camerino incluido), la curiosa sala donde departirán con ellos, y, finalmente, la puerta al gran auditorio donde se entregarán los premios. Como puede observarse en las fotografías, todos los grandes edificios tienen su trastienda. Y su exterior: la plaza está llena de puestos navideños, con flores, setas de temporada, frutas, salazones y otros productos. Las palomas, ajenas a los fastos, intentan cobijarse lo mejor que pueden: empieza a bajar la temperatura.

 

De nuevo gorro y guantes. Lo mejor de Estocolmo es patearla. Nos dirigimos al Ayuntamiento (1923) en cuya Sala Azul tendrá lugar el banquete. De paso, nos detenemos en un edifico moderno, imagen de la nueva Suecia, un ejemplo de arquitectura sostenible, en las orillas del Riddarfjärden. Enfrente, el ayuntamiento, Stadshuset, del famoso arquitecto Ragnar Östberg, e inspirado en el antiguo palacio de las tres coronas. 

Es un edificio digno de visitar, lleno de matices. De ladrillo rojo, con una enorme torre de 106 metros de altura y una sala de plenos digna de destacar. Y, sobre todo, su techo: inspirado en la estructura de un barco vikingo. En la antesala, hay un espacio dedicado a los niños. Los concejales no reciben altos estipendios: hacen un servicio público, es lo menos que el Estado puede hacer. Eso sí, siempre con luz y taquígrafos. La Ley de Transparencia, una de las más ambiciosas del mundo, le acaba de costar el puesto a la candidata a jefa de la Oposición: pagó una chocolatina y unos pañales para su hijo con la tarjeta de crédito oficial. Descendemos hacia el Salón Azul, lugar donde se celebrará el famoso banquete. Mil quinientas personas. Una mesa corrida en el centro, donde los comensales principales disponen de un espacio de 90 centímetros. Dos laterales, para otros invitados, cuyo espacio se reduce a 60. 

Lo curioso del sitio, que recuerda a una plaza porticada de cualquier ciudad española, es su denominación, Salón Azul, pues no hay nada azul por allí. Al parecer, el arquitecto cambió de opinión en el último momento, pero ya todos lo denominaban así, de forma que permaneció. También la escalera tiene nombre: el de su esposa, a quien le fue encomendada la tarea de calcular la distancia y medida justa de los escalones para que las mujeres con traje de noche puedan descender sin problemas. En la pared de ladrillo enfrentada a la escalera, Östberg incluyó el dibujo de una estrella. Mirándolo, el riesgo de tropezar se minimiza. Los camareros del banquete lo agradecen enormemente, ya que deben subir y bajar por ella a lo largo de la cena. Lo probamos... y funciona.

Y hablando de la cena, algunos detalles. La vajilla, diseñada por arquitectos suecos, incluye los cuatro colores de las estaciones (blanco, azul, dorado y verde) y una pala de pescado verdaderamente especial, como puede verse en la fotografía. El menú es uno de los secretos mejor guardados del mundo. Sólo una pequeña colección de personas lo conocen. Este año los encargados de la composición fueron Malin Söderström del Moderna Museet y Magnus Johansson de Bakery&Pastry, ambos de Estocolmo. Presentaron el banquete el director general, Patrik Högberg del Stadshuskällaren restaurante y su chef, Gunnar Eriksson, quien por cierto, visitó Castilla y León en junio, para conocer nuestros productos gourmet a partir del pato. En esta ocasión, se sirvió langosta en cocotte sobre lecho de verduras de invierno al vinagre y puré de tupinambos, y pintada acompañada de setas y arándanos, cebolla y raíces de perejil, con salsa suave. De postre, mousse de mandarina y chocolate blanco sobre fondo de canela, rellena de frambuesas frescas y pasta de frutas. Si usted no pudo asistir, no se preocupe. En el restaurante del ayuntamiento podrá degustar cualquier día cualquiera de los menús servidos en las ceremonias de los Nobel a lo largo de su historia. Eso sí: prepare la cartera.

Se nos abre el apetito y vamos a almorzar cerca de la Academia, donde por la tarde disertará, si bien de un modo especial, el Nobel de literatura. En todos los restaurantes se sirve el buffet de Navidad. Sin embargo, en el pequeño local que escogemos, adornado con sumo gusto (como casi todos: son grandes diseñadores), optamos por los productos más típicos. No podemos irnos sin probar sus famosas albóndigas, ni su salmón... ni su agua. En Estocolmo no existe el agua mineral embotellada. Disponen, según ellos afirman, del mejor agua del mundo: la del grifo. Creo que tienen razón. 


Un discurso diferente. Vamos al hotel a arreglarnos: el Nobel Lecture in Literature comienza en la Academia sueca a las cinco y media, seguido de una cena. Hay que llegar un rato antes: los bancos son corridos y se ocupan con el primero que llegue. A las cinco, como se ve en la fotografía la sala está animada. Puntualmente, la lección comienza. Sin embargo, no es como la de otros años (el pasado, por ejemplo, Vargas Llosa dio un discurso de 45 minutos). Tomas Tranströmer ha perdido el habla y su enfermedad le obliga a emplear una silla de ruedas. Se ha preparado, por tanto, algo distinto: un recital de poesía a la que se ha puesto música o es leída en distintos idiomas. También en español. Nos da la bienvenida el secretario permanente de la Academia, Peter Englund. Luego, suena la música y el arte. La voz muda de Tranströmer llena todo el espacio, como la luz oscura a Estocolmo... como la polémica a los premios.

Existe una larga lista de “permanentes candidatos” (entre los que es de justicia citar a nuestro querido Borges) y otra no menos larga lista de personas a quienes muchos no hubiéramos concedido ese honor. Españoles, hay sólo siete, en las disciplinas de Medicina y de Literatura. Y mujeres demasiado pocas. Pero estamos a tiempo. Algunos de los laureados han visitado la Universidad de Navarra en la lección conmemorativa Ortiz de Landázuri: Timothy Hunt (Medicina), Peter Agre (Química) o Rolf F. Zinkernagel (Medicina), por ejemplo. Quizás haya llegado el momento, de que uno de los nuestros se aloje en el Gran Hotel... y magnánimamente nos incluya en su séquito.