Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 718

Putin, el malvado Blofeld sin gato

Texto: Marc Marginedas [Com 90]. Ilustración: Carlos Rivaherrera

¿Quién es Vladímir Putin? ¿Cómo se ha forjado esa oscura personalidad? Un viaje a la sórdida historia de su vertiginoso ascenso al poder permite comprender la psique de uno de los hombres más peligrosos del mundo.


Corrían tiempos difíciles, muy difíciles para San Petersburgo, la segunda urbe de Rusia, apenas un año después de la disolución de la URSS. Aunque en 1992 el pluralismo político empezaba a asomar con timidez en ese país de escasa tradición democrática, y la ciudad acababa de recuperar su nombre anterior a la revolución bolchevique, la ruptura de la cadena de producción soviética había dejado desiertos los anaqueles de tiendas y supermercados. La ciudadanía aún estaba traumatizada por el recuerdo de los casi novecientos días de asedio nazi durante la Segunda Guerra Mundial, en los que murieron alrededor de 800 000 habitantes, la mayoría de hambre.       

En este contexto de penuria, algunas figuras políticas emergidas bajo la perestroika del último presidente soviético, Mijaíl Gorbachov, comenzaban a despuntar, y sus acciones a apreciarlas un pueblo asediado por las privaciones. Marina Salye, diputada en el órgano legislativo petersburgués y en el Congreso de Diputados Populares de la Federación Rusa, era quizá en aquellos tiempos la parlamentaria más popular del país. Sus electores y simpatizantes la apodaban Baba Yeda, que vendría a significar la Mujer de la Comida, porque se hallaba al frente de la comisión parlamentaria para la distribución de víveres. Salye investigó con detenimiento una oscura operación económica de trueque emprendida por el Comité de Relaciones Exteriores de la alcaldía, que dirigía un tal Vladímir Vladímirovich Putin, exagente de la KGB recién retornado de Alemania Oriental y hombre de la máxima confianza del entonces alcalde, Anatoli Sobchak

El alcalde de San Petersburgo, Anatoli Sobchak, acompañado de Putin, al que acababa de nombrar jefe del Comité de Relaciones Exteriores de la ciudad, en 1991.

La operación consistía en exportar a Europa minerales raros y productos de petróleo y derivados por valor de 122 millones de dólares de los de hace treinta años a cambio de raciones de alimentos. El hombre que acabaría ocupando la presidencia del país eligió diecinueve opacas empresas, desvanecidas sin dejar rastro cuando se cumplimentó la exportación. Los ansiados alimentos que iban a paliar la escasez en los comercios nunca llegaron y, según acusaba la correosa diputada liberal, la municipalidad encajó cuantiosas pérdidas. Un año más tarde, el 1 de marzo de 1993, Salye denunció ante el noveno congreso de la asamblea legislativa de la Federación Rusa el fraudulento intercambio, pero nadie salió con cargos ni fue objeto de investigación policial.

Marina Salye, la primera persona que denunció las prácticas corruptas de Putin, tuvo que esconderse durante muchos años de las represalias. Foto: Radio Free Europe / Radio Liberty

Transcurrieron más de seis años, un periodo en el cual la némesis de Salye había recorrido una gran carrera política. Putin había dejado San Petersburgo y se había trasladado a Moscú. En la capital  trabajó en la Administración Presidencial y después dirigió el Servicio Federal de Seguridad, uno de los órganos emergidos de la disuelta KGB, encabezó el Gobierno como primer ministro y fue nombrado presidente en funciones el último día del siglo XX tras la dimisión de Boris Yeltsin. Solo lo tenían que refrendar las urnas en unos comicios, ya sin oposición, que deberían celebrarse en marzo del año 2000.

Yo llevaba por aquel entonces poco más de año y medio en Rusia  de corresponsal de El Periódico. Relativamente novato en un país tan complejo, y sin hablar aún el idioma, cuando quedaban apenas unas semanas para aquellos trascendentales comicios, viajé hasta San Petersburgo para intentar descifrar el enigma Putin, un hombre poco conocido que se aprestaba a dirigir los destinos de la nación más grande del mundo. Entrevisté a quienes habían tenido trato tiempo atrás con ese lóbrego personaje. Y entre una pléyade de testimonios laudatorios, logré conversar con Salye, ya exdiputada, en la que sería una de sus últimas conversaciones con la prensa. «Boiatsya» [«Tienen miedo»], respondió rápida cuando le inquirí por el perfil tan favorable que dibujaban mis otros interlocutores. Acto seguido, desgranó los detalles de la operación, considerada por muchos el bautizo de Putin en prácticas corruptas. «Las empresas las eligieron a dedo, violando la legislación; se cobraron mordidas astronómicas, de entre un 35 y 40 por ciento, se formó una comisión de investigación que determinó numerosas pérdidas para la ciudad», detalló en tono indignado, antes de concluir con una sucinta frase: «Guardo los documentos en un lugar seguro».

Putin con el presidente Borís Yeltsin el 31 de diciembre de 1999, cuando Yeltsin anunció su renuncia.

Putin resultó elegido presidente, según estaba previsto; la diputada Salye, por su parte, no tuvo otro remedio que optar por el exilio y callar durante una década. Poco después de aquel encuentro, la parlamentaria viajó hasta Moscú para reunirse con un aliado político, Serguéi Yúshenkov, y allí se topó con alguien a quien que no quería ver «bajo ninguna circunstancia», a quien nunca ha osado mencionar por su nombre y que le advirtió que debía dejar de hablar con la prensa y denunciar la corrupción del recién estrenado líder del Kremlin. Quedó tan aterrada que decidió huir e instalarse en un pueblecito de la región de Pskov próximo a Letonia. Solo rompería su silencio en 2010, dos años antes de morir, cuando ya tenía 75 años.  

 

EL ORIGEN DEL TIRANO

«Putin tiene una actitud de hombre fuerte; demuestra una aparente falta de remordimiento por sus decisiones no éticas y el efecto negativo que puedan tener en gente inocente; Putin (junto con otros líderes) obtiene una elevada puntuación en rasgos oscuros de la personalidad como maquiavelismo, narcisismo y psicopatía», valora Magnus Linden, profesor de Psicología en la Universidad de Lund (Suecia), en un largo artículo publicado en The Conversation. Ante semejante realidad, Linden les aconseja a los líderes que traten con él que se olviden de que puedan funcionar «métodos convencionales, como las negociaciones o la diplomacia», y en cambio recomienda mostrar poder y denunciar los comportamientos disfuncionales sin llegar a provocar una humillación pública.

Fue precisamente un hecho humillante vivido en Dresde en 1989, durante su etapa de agente de la KGB destinado en la extinguida RDA, el que ha influido como ningún otro en las decisiones y la presidencia de Putin, según su biógrafo alemán, Boris Reitschuster. El 5 de diciembre de ese año, pocas semanas después de la caída del Muro de Berlín, una multitud enfervorecida irrumpió en los cuarteles de la Stasi, la policía política germanoriental, y saqueó la sede. Intentaron hacer lo mismo con el cuartel general de la KGB, situado nada más cruzar la calle. «Del interior surgió un agente de baja estatura [Putin] muy agitado; y nos dijo: “No intenten ustedes entrar en esta propiedad, mis colegas están armados y hemos sido autorizados para abrir fuego en caso de una emergencia”», rememora para la BBC Siegfried Dannath, miembro de aquel grupo de manifestantes alemanes. 

Pese a que el joven Putin logró frenar el embate y disuadir al grupo con sus amenazas, ante la peligrosidad de la coyuntura quiso recabar la protección de una base militar soviética de tanques cercana. Y recibió una demoledora respuesta: «No podemos hacer nada sin la autorización de Moscú; y Moscú calla». En su país de origen, Mijaíl Gorbachov ya había dejado claro que no estaba dispuesto a derramar sangre o a emplear la violencia para mantener el cinturón de naciones satélites de la URSS que un día integraron el Pacto de Varsovia, incluyendo a la extinta RDA. «Tendríamos otro Putin y otra Rusia sin su paso por Alemania Oriental», sentencia el biógrafo Reitschuster.   

Carné de Putin en la Stasi. Ocupaba un cargo de traductor en Dresde mientras ejercía de enlace entre la KGB y la agencia de inteligencia germanoriental.

El ascenso de Putin al poder está repleto de episodios tenebrosos, cerrados en falso en su día y susceptibles de ser investigados una vez cambien las condiciones políticas en Moscú. El más relevante de ellos: la cadena de atentados terroristas que impulsó su acceso al Kremlin en septiembre de 1999.

A pesar de su nombramiento como primer ministro y de ser el candidato oficial para sustituir al enfermizo Boris Yeltsin en agosto de ese año, el respaldo del presidente no le garantizaba en ningún caso el triunfo en los comicios, para los que quedaban tan solo siete meses. De hecho, el aspirante mejor colocado era Yevgueni Primakov, también procedente de la KGB, aunque con un perfil más político: había ocupado el cargo de ministro de Exteriores, y llegó a firmar con el secretario general de la OTAN, Javier Solana, el acta que daba fin a la Guerra Fría.

Entonces sucedió lo inesperado. Un mes después de llegar Putin al Ejecutivo, una serie de extrañas explosiones en edificios de viviendas sacudieron Moscú y otras ciudades y causaron un total de 307 fallecidos. Los ataques se atribuyeron, de forma automática y sin pruebas, a «terroristas chechenos», pese a que contradecían por completo el modus operandi de los rebeldes caucásicos, quienes en sus acciones armadas habían evitado hasta aquel momento dañar a civiles. 

Colocaron los explosivos de manera profesional y estratégica en los sótanos de los inmuebles, con la aparente intención de provocar su desplome y causar el mayor número de muertos entre los vecinos. Recuerdo haber llegado al número 19 de la calle Guryánova, un anodino barrio del sur moscovita, con las primeras luces del día, junto con mi ayudante rusa, Yelena Cherniénkova, y estremecerme ante la escena. Toda la sección central de un alargado bloque de viviendas prefabricadas, como tantos otros en la capital rusa, se había desvanecido de cuajo. Y con ella cualquier remota esperanza de encontrar supervivientes.

Uno de los apartamentos destruidos en Volgodonsk en 1999. El atentado formó parte de la cadena de acciones terroristas que llevó a Putin al poder.

Al cabo de cuatro días se produjo un nuevo ataque en otro edificio de pisos de la carretera de Kashira, en el sur de la capital. Finalmente, después de tres explosiones similares, en medio de un clima de histeria colectiva en el país, un vecino de Riazán, una población de medio millón de habitantes a unos doscientos kilómetros de la capital, vio cómo dos individuos sospechosos descargaban sacos de un vehículo con matrícula de Moscú falsificada y los introducían en el sótano de su inmueble. La policía recibió un aviso y encontró en el lugar sacos con un detonador programado para las cinco y media de la mañana del día siguiente. Las fuerzas de seguridad municipales acordonaron el lugar y desactivaron el artefacto. Miles de personas pasaron la noche a la intemperie por temor a otros atentados.

Gracias a los retratos robots dibujados a partir de los testimonios de los vecinos, se detuvo a tres sujetos, que en el momento del arresto mostraron credenciales del Servicio Federal de Seguridad (FSB, sección de la antigua KGB). Pocas horas después, Nikolái Pátrushev, director del FSB, tuvo que salir a la palestra para explicar que el incidente de Riazán no era una tentativa de atentado terrorista, sino un ejercicio de las fuerzas de seguridad para sondear si la ciudadanía estaba alerta ante el riesgo de nuevos ataques.

Han transcurrido más de dos decenios de aquellos tenebrosos sucesos, pero muy pocos dudan ya en acusar a los servicios secretos rusos de orquestar las explosiones. No solo concedieron a Putin la justificación que requería para lanzar de nuevo a las tropas a reconquistar Chechenia, donde habían caído derrotadas tres años atrás, sino que le permitieron exhibirse ante los electores como un líder vigoroso y resolutivo frente al achacoso Yeltsin, lo que aceleró su ascenso definitivo al Kremlin.  

 

TRETAS INTIMIDATORIAS

Una vez asentado en el poder, Putin ha demostrado que solo cree en la fuerza y en la presión psicológica a la hora de relacionarse con sus interlocutores, sean locales o foráneos. En el año 2007, se reunió con la canciller alemana, Angela Merkel, en su residencia de verano de Sochi, en uno de sus primeros encuentros como máximos mandatarios de sus respectivas naciones. Sobre la mesa tenían dosieres duros, en concreto las primeras crisis del gas con Ucrania, pero sobre todo el trato a los opositores políticos en Rusia, incluyendo los asesinatos de periodistas rusos.

En un momento de la conversación, conocedor el líder del Kremlin de que Merkel padecía de cinofobia porque un perro la mordió cuando era pequeña, hizo pasar a la sala a su mascota Koni, una enorme hembra de labrador de color negro que, nada más entrar, comenzó a olfatearla. Los fotógrafos del acto inmortalizaron el cuadro: por un lado, el presidente ruso, repantingado en su sillón, con las piernas abiertas y, por otro, la canciller con cara de circunstancias y visiblemente incómoda. Según publicó la revista The New Yorker siete años después Merkel respondió a la presencia de la mascota con una sucinta e irónica frase: «Después de todo, no se come a periodistas».

Reunión televisada del Consejo de Seguridad en la que Putin escenificó su fuerza al reconocer las autoproclamadas repúblicas prorrusas del Donbás.

El presidente ruso aplicó semejantes tácticas intimidatorias con sus consejeros más cercanos pocos días antes del inicio de la invasión de Ucrania. Putin convocó una reunión televisada del Consejo de Seguridad —un órgano en el que participan los principales ministros de fuerza (Interior, Defensa, Exteriores) y los directores de los órganos de seguridad— para debatir la conveniencia o no de reconocer las dos repúblicas prorrusas del Donbás. La decisión de invadir el país ya estaba tomada, y la conferencia no era más que un test para que Putin comprobara la lealtad de sus colaboradores respecto al inicio de las hostilidades.  

Nadie osaba llevar la contraria al líder. Cuando le tocó intervenir, Serguéi Naryshkin, al frente del Servicio de Inteligencia Exterior, se mostró partidario de dar un tiempo adicional a Ucrania. Y Putin respondió con agresividad y desprecio: «¿Apoya usted o no apoya?». Finalmente, Naryshkin, sobre el papel uno de los hombres más poderosos de Rusia, acabó tartamudeando y hasta llegó a declararse favorable a la anexión, pura y dura, de ambos territorios, algo que ni siquiera estaba en discusión. 

Aun a riesgo de sonar algo peliculero, analistas prestigiosos como Mark Galeotti, profesor del University College de Londres y experto en Rusia, han comparado la escena con las reuniones de trabajo que celebraba Ernst Stavro Blofeld, el malvado de las películas de 007 al frente de la organización criminal Spectra: «El verdadero drama fue comprobar cómo los hombres más poderosos de Rusia —y una mujer— bailaban al son de PutinNo había margen para disentir; Putin era como un Blofeld sin su gato que evaluaba fríamente a sus subordinados y les imponía su voluntad a todos».