Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

¿Sabemos realmente cómo es el universo?

Texto Javier Burguete, catedrático de Física de la Universidad de Navarra

Los científicos estiman que el 95 por ciento del cosmos nos resulta totalmente desconocido. Nadie sabe con certeza qué es la materia oscura —que representa un 27 por ciento— ni la energía oscura —que supone un 68 por ciento— pero, paradójicamente, ambos conceptos ayudan a sostener en pie la teoría más aceptada sobre el origen y evolución del universo. 

 

 

 

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Impresiona lo que nuestra civilización ha progresado en cuanto a comprensión de su entorno. Los avances de la ciencia, imparables y revolucionarios, han marcado grandes hitos en la interpretación de la naturaleza. En consecuencia, la tecnología ha podido desarrollarse a pasos agigantados en los dos últimos siglos, y ha mejorado ostensiblemente la calidad de vida en todas las culturas del planeta. 

No obstante, hay algunos aspectos en los que hemos retrocedido respecto a nuestros antecesores y, en gran parte, esto se debe a que una persona media de nuestra sociedad habita en zonas urbanas y se ha desconectado de la naturaleza. Su rutina diaria ya no está controlada por fuerzas fundamentales, sino que cree incluso poder dominarlas. 

Entre las maravillas de la Creación, nuestros antepasados contemplaban con fascinación el espectáculo ofrecido por los cielos nocturnos. Nosotros, inmersos en una atmósfera de luces artificiales, ya casi no alzamos la mirada, ni siquiera pensamos en su existencia. Vivimos centrados exclusivamente en esa capa esférica de apenas mil o dos mil metros de espesor en la que nos movemos sobre la superficie de la Tierra. Solo cuando la naturaleza nos demuestra su poder nos acordamos de lo que está bajo nuestros pies o sobre nuestras cabezas. 

La primera vez que un niño observa el firmamento se queda maravillado. Los adultos raramente lo hacemos, pero deberíamos dedicarle unos minutos durante alguna noche despejada. Busquen un lugar apartado de las luces de la ciudad y vuelvan a disfrutar de la experiencia. Mientras admiran la bóveda celeste llena de estrellas —una imagen de una riqueza increíble— es probable que les asalten varias preguntas: ¿qué son en realidad esos puntos brillantes?, ¿de dónde han venido?, ¿qué sabemos de ellos?, ¿cómo van a evolucionar?

¿Universo en expansión o universo estacionario?

La teoría más extendida hoy en día sobre el origen y la evolución del universo la formuló por primera vez monseñor Georges Lemaître. Basándose en las ecuaciones de la Relatividad general (1916) de Albert Einstein, Lemaître publicó en 1927 su propuesta de un universo en expansión desde una configuración inicial donde toda la materia estaba concentrada en una pequeña región que él llamó el Huevo cósmico. En algún momento esa acumulación de materia explotó y dio lugar a nuestro cosmos. La hipótesis de Lemaître desbancó a la Teoría del universo estacionario, sin origen ni final, que era incompatible con los cálculos de Einstein, pero generó nuevos interrogantes. Entre ellos, uno crucial: si el universo tuvo un inicio, ¿qué hubo antes? 

La propuesta de Lemaître, que en su versión actual es conocida como Modelo cosmológico estándar, no fue aceptada con facilidad a pesar de las pruebas reunidas para corroborarla. Incluso en los años cincuenta había físicos partidarios del universo estacionario. En 1949, Fred Hoyle, por ejemplo, se refirió despectivamente al Modelo estándar como un big bang (gran petardazo), término vigente en nuestros días.

Las evidencias del Modelo cosmológico estándar son muchas y muy sólidas. Una de ellas consiste en el desplazamiento al rojo de la luz emitida por las estrellas y galaxias remotas, similar a la disminución de la señal parpadeante de una ambulancia mientras se aleja, que ratifica que hubo una explosión inicial. Edwin Hubble confirmó este argumento en 1929, aunque hoy sabemos que Lemaître lo publicó dos años antes en una revista belga con muy poca repercusión al estar redactado en francés.

Otra prueba de la explosión primigenia es la existencia de una radiación de fondo, residuo de la temperatura del big bang, según enunciaron George Gamow, Ralph Alpher y Robert Hermann en 1948, y demostraron Arno Penzias y Robert W. Wilson diecisiete años después. La temperatura actual del universo, que se ha ido enfriando al expandirse, se sitúa en 2.7 Kelvin [equivalente a −270,4 °C], muy poco por encima del cero absoluto. El hecho de que las mediciones de esa radiación se correspondan con el Modelo estándar con un gran nivel de precisión constituye uno de sus mayores refrendos.

Dentro la Teoría estándar, tal y como la concebimos en la actualidad, el big bang no consistió en una explosión de materia en un lugar concreto del espacio, sino que fue el propio espacio el que explotó, y continúa en expansión desde entonces. En este marco, todas las galaxias se están alejando unas de otras, por lo que no es posible definir un punto como centro donde comenzó todo, y  tampoco cabe plantearse qué existía antes de la explosión, porque simultáneamente al espacio comenzó a transcurrir el tiempo. 

Según los datos más aceptados hoy, el big bang aconteció hace 13 800 millones de años, un periodo increíblemente grande, mientras que la aparición del Homo sapiens ocurrió hace solo 300 000 años.
Si comprimiéramos la evolución completa del universo en un año natural, el big bang sucedería a las 00:00 h del día 1 de enero, y el Homo sapiens se dejaría ver diez minutos antes de la medianoche del 31 de diciembre. El Sol se creó hace unos 4 600 millones de años, hacia el 1 de septiembre. Toda nuestra historia transcurre, por tanto, en los últimos segundos de ese lapso imaginario.

La evolución del universo ha ido atravesando diferentes épocas. Tras una Edad Oscura aparecieron las primeras estrellas, e inmediatamente las primeras galaxias. Esa primera generación de estrellas quemó mediante fusión nuclear el hidrógeno que se originó en el big bang y produjo helio. Cuando las estrellas agotaron su combustible de hidrógeno, comenzaron a quemar helio y luego carbono, hasta que finalmente algunas de ellas estallaron. Esas explosiones se consideran esenciales para la génesis de la vida. Las estrellas —«verdaderos alquimistas galácticos», como las ha calificado Ignacio Ferreras, profesor del Mullard Space Science Laboratory del University College London— produjeron los elementos pesados imprescindibles para la existencia. En ese sentido, resulta apasionante imaginar que la mayoría de los átomos de nuestro cuerpo proceden de la muerte de alguna estrella, o que el hidrógeno proviene direc-tamente del big bang.

Al propio Sol se lo describe como una estrella de tercera generación, lo cual significa que se creó a partir de materia derivada de las explosiones de otras estrellas. Simultáneamente al Sol se formó el sistema solar, incluido nuestro planeta, y dio lugar a un entorno en el que la vida pudo desarrollarse.

La misteriosa materia oscura

Desde los años setenta del siglo pasado empezaron a publicarse datos que no cuadraban con el Modelo estándar; entre ellos, la velocidad de rotación de las galaxias. Según las mediciones realizadas por la astrónoma Vera Rubin, las estrellas giraban a una velocidad inexplicable. 

Cualquier objeto que gire rápidamente alrededor de un punto central tiene una querencia a alejarse del eje de rotación, por lo que hace falta una fuerza que le retenga en su lugar. En el caso de las galaxias, la gravedad retiene a las estrellas en su giro. Tras medir la velocidad de rotación de decenas de galaxias de espiral, del mismo tipo que la Vía Láctea, Rubin concluyó que las estrellas más alejadas del centro galáctico se movían igual de rápido que las más cercanas, y que era necesaria una fuerza gravitatoria muy intensa. Pero la materia que conocemos presente en las galaxias no es suficiente para explicarla.

El único modo que han encontrado los astrónomos de justificar este comportamiento es proponer la existencia de un conjunto de materia que no podemos ver ni registrar, porque no emite ningún tipo de radiación electromagnética, llamada materia oscura. Los cálculos de la Dra. Rubin constituyeron la primera prueba observacional de la materia oscura, un término usado por primera vez por Fritz Zwicky en 1933 para explicar las anomalías gravitacionales y el comportamiento inusual de un cúmulo de estrellas.

Numerosos científicos consideran la materia oscura un componente esencial del cosmos. Sin embargo, un estudio publicado el 28 de marzo en la revista Nature desafía las teorías de formación de las galaxias. Un equipo de investigadores, encabezado por Pieter van Dokkum, astrofísico de la Universidad de Yale (EE. UU.), ha hallado una galaxia —NGC 1052-DF2— a sesenta y cinco millones de años luz sin apenas materia oscura.

Lo más sorprendente en este contexto es que la materia oscura se erige como uno de los grandes misterios del universo. Nadie sabe lo que es, ya que aún no se ha conseguido detectar de manera directa ni descubrir de qué está hecha. 

El poder de la energía oscura

Otro concepto que cuestiona el Modelo cosmológico estándar surge al comparar las distintas velocidades con que se alejan las estrellas y galaxias unas de otras. Como la luz viaja con una velocidad finita, la que proviene de galaxias muy lejanas abandonó su fuente hace miles o incluso millones de años. Partiendo de este hecho, se puede estudiar cómo ha variado la velocidad de expansión del espacio. En 1998 Brian Schmidt, Adam Riess y Saul Perlmutter descubrieron algo insólito: que el universo no solo crece, sino que lo hace cada vez más deprisa. Según los científicos, galardonados con el Premio Nobel de Física 2011, la causante de esa expansión acelerada es la denominada energía oscura: una fuerza, cuyo origen o naturaleza tampoco conocemos, que empuja al espacio conforme se expande.

Para que tanto la materia oscura y la energía oscura puedan explicar esos procesos, es necesario que constituyan una fracción muy importante del universo. Se piensa que en el momento del big bang casi dos tercios era materia oscura. En la actualidad, un 26,8 por ciento del cosmos podría estar formado por materia oscura, y la energía oscura podría representar el 68,3 por ciento. La materia ordinaria, la que podemos ver y tocar, únicamente se limitaría a un 4,9 por ciento del universo. Esta estimación proviene del primer mapa de la radiación del fondo cósmico (restos de la radiación del big bang) que presentó la Agencia Espacial Europea (ESA) en marzo de 2013 como resultado de la misión del telescopio espacial Planck. «Es el retrato más preciso de la infancia del universo —afirmó el astrofísico Álvaro Giménez, entonces director de Ciencia y Exploración Robótica de la ESA— y ha ayudado a comprender mejor su evolución».

Resulta paradójico que la teoría más aceptada sobre el universo cuente con pruebas tan robustas sobre su validez pero que simultáneamente necesite de conceptos difíciles de evidenciar como la materia y la energía oscuras.

Los límites de la visión actual

Ya en 1814 Pierre-Simon Laplace planteó que, si un intelecto pudiera conocer todas las fuerzas de la naturaleza y las posiciones de todos los cuerpos que la componen, sería capaz de asociar en una sola fórmula desde el movimiento de los cuerpos más grandes hasta el más minúsculo átomo. A ese intelecto, para el que «nada sería desconocido» y que tendría acceso «a todo conocimiento futuro o pasado» se le llamó el Demonio de Laplace.

A finales del siglo XIX, Henri Poincaré demostró la imposibilidad de tal demonio.  Incluso un problema relativamente simple como la dinámica de tres cuerpos bajo la acción de la gravedad es caótico por naturaleza. Cualquier pequeña variante en la situación inicial hace que la evolución a largo plazo sea radi-calmente distinta y, por lo tanto, impredecible. En un sistema complejo, que involucra a una gran cantidad de cuerpos, y donde aparecen propiedades y dinámicas nuevas cuando se combinan muchos elementos, este aspecto cobra todavía mayor importancia.  

Hoy en día, el mundo físico queda descrito por dos grandes modelos que funcionan muy bien por separado y que se complementan. Por un lado, la Relatividad general, que ha sido confirmada en todas sus predicciones (la última, las ondas gravitacionales detectadas por los observatorios LIGO en 2015). Por otro, la Teoría cuántica de campos, que agrupa a las otras tres fuerzas fundamentales de la naturaleza —las fuerzas electromagnéticas y las fuerzas nucleares débil y fuerte—.

En los últimos años han sido incesantes los esfuerzos orientados a alcanzar una Teoría de gran unificación o Teoría del todo que reúna en un solo marco las fuerzas que gobiernan el mundo físico. Podemos afirmar que hasta ahora estos intentos han fracasado. Incluso una corriente minoritaria de físicos cree que se trata de una utopía inalcanzable y esgrimen diferentes razones, como las basadas en el Teorema de incompletitud (1931) de Gödel.

Nuevas hipótesis cosmológicas

Todo lo dicho hasta ahora hace referencia a un modelo del universo. No es el universo. En ciencia, cualquier modelo está sometido a revisión, y futuras evidencias pueden desatar una revolución que nos obligue a reconsiderar nuestra visión del cosmos. De hecho, la propia existencia de la materia y energía oscuras se debaten en la actualidad.

Recientemente han surgido hipótesis, más o menos novedosas e impactantes, que ponen en entredicho principios básicos de la Física. Una de ellas, propuesta por André Maeder, insinúa que la gravedad se comporta de manera ligeramente diferente cuando las distancias involucradas son del orden del tamaño de una galaxia. En este contexto, la materia oscura no sería necesaria. No obstante, una alternativa que proponga un cambio tan radical necesita de pruebas como mínimo igual de sólidas que las que dan soporte a la teoría aceptada. 

También han emergido planteamientos que se basan en el Principio holográfico, postulado por Gerard ‘t Hooft y Leonard Susskind en los años noventa. Según esta teoría, la realidad que percibimos como tridimensional podría explicarse mediante un modelo holográfico bidimensional, donde las propiedades presentes en un volumen quedarían determinadas por la información de su frontera. Este principio aportaría una perspectiva original para estudiar fenómenos que no entendemos, ya que expresa la fuerza de gravedad como una propiedad emergente, resultado de la interacción de un gran número de elementos, en lugar de como una fuerza fundamental. Aunque no tienen todavía un marco definido, no deja de ser estimulante asistir a la discusión de estas teorías. 

Precisamente la última que ha ocupado los titulares de los medios de comunicación se asienta sobre el Principio holográfico y afirma que la teoría de la inflación eterna, una extensión del big bang que predice que nuestra realidad accesible es una burbuja en un universo en inflación eterna donde coexisten múltiples burbujas o multiversos, sería errónea. Según el trabajo de Stephen Hawking (1942-2018) publicado a título póstumo, esos otros universos deben ser muy similares al nuestro. «Predecimos que nuestro universo, a gran escala, es razonablemente liso y globalmente finito», afirmó en el Journal of High Energy Physics, del Reino Unido. 

Hawking elaboró este modelo cosmológico durante veinte años con su colega Thomas Hertog, del Instituto de Física Teórica de Lovaina (Bélgica), y ambos lo presentaron a la revista diez días antes de que el primero falleciera el pasado 14 de marzo. El astrofísico británico dedicó su vida a tratar de hallar con una firme convicción el origen del cosmos:  «Solo somos una raza de primates en un planeta menor de una estrella ordinaria, pero podemos entender el universo». 

Pero volvamos al punto de partida. Recuperemos uno de los privilegios de las generaciones pasadas, cuando no había luces artificiales. Recuperemos ese don de admirar nuestro entorno. Por cada punto brillante, pensemos en la cadena de sucesos que ha llevado a la aparición de las primeras estrellas, a su destrucción, a la formación de nuevas generaciones de astros, de los planetas, de las supernovas y de los elementos pesados, y en cómo todo esto ha permitido que disfrutemos de este universo. 

Es realmente emocionante pensar en todas las maravillas que están esperando ahí fuera, y todos los desafíos que aparecerán en el futuro para poder darles cabida en nuestra explicación de la naturaleza. 

Hay modelos con aproximaciones muy diversas. Por ejemplo, la concepción del universo en la mitología hindú se basaba en una Tierra plana que soportaba una bóveda de estrellas. Actualmente nos parece una visión muy simplista, poco resistente a objeciones elementales: si así fuera, ¿qué habría debajo de la superficie terrestre? La solución que proponen es una huida hacia delante, eso sí, llena de belleza: el mundo se apoya sobre cuatro elefantes. Y entonces, ¿qué hay debajo? Una tortuga gigante que nada en el océano.

Hoy nuestra percepción del cosmos ha evolucionado. Pero este conocimiento no nos debe volver arrogantes: hemos descubierto muchas capas, pero, como los hindúes, seguimos sin saber qué hay debajo. Los próximos años nos mostrarán qué ideas sobreviven y qué nuevas teorías se incorporan a nuestra forma de concebir el universo.