Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Tomás Llorens: “Los museos están secuestrados por los supermercados”

Texto María Eugenia Tamblay   Fotografía Manuel Castells [Com 87]  

Tomás Llorens, historiador, crítico de arte y uno de los mayores especialistas en pintura moderna de España, analiza la transformación de los museos en objetos de consumo y la necesidad de que los privados con vocación de servicio público sustituyan al Estado en la financiación de estas instituciones culturales. También valora el proyecto Museo Universidad de Navarra, especialmente en el terreno de la investigación artística.


Los intereses comerciales están muy presentes en el mundo del arte. ¿Cree que estos intereses están distorsionando las valoraciones de los artistas? 

Sí. Sin embargo me gustaría acotar: hay una influencia muy clara de los intereses y las estrategias comerciales en el mundo artístico, pero eso afecta a una capa relativamente delgada de la vida artística, aunque la más visible, pues encuentra un gran eco en los medios de comunicación. Si el mundo del arte fuera solo lo que leemos en los periódicos acerca de las subastas, llegaríamos a unas conclusiones muy tristes. Pero si uno tiene interés en contactar con los propios artistas, se encuentra con una gran vitalidad en el campo de la creación, aunque sin expresión pública. Afortunadamente el arte no se reduce a los nombres asociados a los récords en las subastas.

Junto con los artistas y sus obras, ¿se han transformado también los museos en objetos de consumo?

Son dos fenómenos distintos pero paralelos. Que los museos se acerquen más al mundo del consumo es consecuencia de otra tendencia muy preocupante en la sociedad contemporánea, presente desde hace dos o tres décadas, que es la reducción del ámbito de lo público y su sustitución por lo privado en sus manifestaciones más comerciales. Los museos están movidos por una necesidad de buscar recursos para seguir subsistiendo, lo que determina que quienes trabajan en los museos estén casi patológicamente dedicados a la búsqueda de recursos. Los museos están de algún modo secuestrados por los supermercados. Creo que los museos son instituciones inseparables del Estado y de la política en el sentido más amplio de la palabra, en el sentido filosófico. A este fenómeno se añade que una parte del arte contemporáneo, la más visible, ha derivado también hacia esas influencias comerciales, publicitarias, simplistas, extraordinariamente empobrecedoras. Entonces se produce una confluencia entre las restricciones que pesan sobre los museos de arte como instituciones públicas y las limitaciones que pesan sobre el arte contemporáneo mismo.

¿Cómo ve el futuro de los museos? ¿Existe un espacio que deben entrar a ocupar los privados?

Necesariamente. Pero los privados con vocación de servicio público. En ese sentido, si hay instituciones esencialmente vinculadas al Estado, a la política, al servicio público, esas son las instituciones de enseñanza, las universidades, y entre ellas yo no hago distinciones entre públicas y privadas. 

El museo de la Universidad de Navarra será uno de los pocos museos universitarios de Europa. ¿Qué supone esto?

Hay algún otro museo universitario. Por ejemplo, la Universidad de Alicante tiene uno. Pero son instituciones que no han nacido con un proyecto tan definido como este, de desarrollar un museo en torno a dos colecciones –la de pintura contemporánea de María Josefa Huarte y el legado fotográfico de José Ortiz-Echagüe–. Estas colecciones son la base para la creación del Museo, con un edificio tan singular y con un proyecto tan meditado y reflexivo como el de la Universidad de Navarra.

¿Qué potencialidades le reconoce a este proyecto?

Los museos universitarios se forman en un contexto que naturalmente favorece la investigación. Y a partir de la investigación, la difusión y, dentro de ella, la docencia, que es un caso específico de difusión. Pero creo que la gran ventaja es la relación con la investigación en el campo de las humanidades, que para mí está estructurada sobre todo por la historia, por la conciencia histórica en un sentido muy amplio, pero que naturalmente también permite la interacción, la multidisciplinariedad, una palabra un poco de jerga pero referida a las influencias mutuas, de enriquecimiento, que se pueden dar entre la historia de la literatura, la historia de la música, la historia del arte, la historia de la arquitectura, la filosofía, las disciplinas creativas, la propia arquitectura, en fin... la interacción de todos estos aspectos disciplinares. Dentro de los mismos museos, el mundo de la fotografía y de la pintura española constituían mundos bastante separados pero ahora estarán integrados y tendrán que interactuar.

¿Cree que la investigación será más potente en este museo, por su carácter universitario, que en otros museos como el Thyssen, el Reina Sofía, o el IVAM?

Sí. La unión entre universidad y museo lleva de un modo natural a que se subraye, se refuerce, ese aspecto relacionado con la investigación.

¿Cuáles son los rasgos fundamentales de la colección de María Josefa Huarte que albergará el Museo?

Es una colección que tiene un ámbito historiográfico fácil de inscribir, que es el arte abstracto español de los años cincuenta, sesenta y setenta fundamentalmente. Sin embargo, no creo que esta identidad estuviese definida de manera tan precisa desde sus comienzos. Eso fue algo que surgió más bien tardíamente, cuando ya se habían adquirido las piezas. Sería tonto tratar de describir la colección en conceptos abstractos sin pensar en nombres. Es muy significativo el número de obras de Palazuelo: es el artista principal de la colección. Es también muy significativo que las obras de Oteiza que forman parte de la colección sean muy singulares, especiales, distintas al resto de la producción de este artista. Hay unos bajorrelieves, fundamentalmente el de las variaciones sobre la música de Bach, que es como leves arañazos en la piedra, con un espíritu muy vinculado, muy próximo, a la música contemporánea. Y en el otro extremo de la sensibilidad de María Josefa Huarte se encuentra la pintura de Tàpies, sobre todo esas obras monumentales como L’esperit catalá, que no es una obra de formato extraordinario pero sí que es monumental en su intención, por su concreción, así como también por la memoria del pueblo y de la cultura que representa. Y la que sí es estrictamente monumental en sus dimensiones físicas es Incendi, una obra que refleja naturalmente una decisión muy peculiar por parte de la coleccionista, pues era plenamente consciente, y así me lo comentó muchas veces, de que no disponía de un espacio donde  disfrutar de esta pintura. Sin embargo, esa obra representaba para María Josefa un aspecto fundamental de lo que aspiraba a mostrar. Y entre lo que aspiraba a mostrar estaba la sensibilidad precisa, minuciosa e intimista, como una partitura de violonchelo, de Palazuelo, y en el otro extremo Tàpies, con esta propuesta wagneriana que parece interpretar una sinfonía de Mahler. Creo que esos extremos representan muy bien una colección que está muy próxima a la sensibilidad musical.

Cuando María Josefa Huarte compró Incendi, ¿ya estaba pensando que el destino de su colección sería un museo?

Ella compró Incendi porque se enamoró de la obra. Eso siempre lo decía. Pero la compra de esa obra, que sólo se podía exponer en un espacio público, fue decisiva para pensar que su colección tenía que tener una dimensión pública.

El proceso de formar una colección y luego donarla a un museo encierra algo de heroicidad y generosidad. ¿Estas son características comunes entre los coleccionistas?

No todos los coleccionistas son iguales. Es más, yo diría que María Josefa representa un tipo de coleccionista que es propio de lo que creo fue la Edad de Oro del arte moderno. Son coleccionistas que realmente atribuyen a las obras una importancia histórica, una trascendencia asociada a los momentos iniciales y de plenitud del movimiento moderno en cuanto tal. Ese espíritu de asociar la colección con una función educativa en el sentido de Schiller, de la educación del hombre, de la educación estética como un aspecto ineludible de la educación completa humanista del hombre. Esa vocación, que María Josefa tenía muy clara, está muy raramente presente en el coleccionismo que aparece a fines del siglo xx.

¿Qué caracteriza a este nuevo coleccionismo?

Hoy el coleccionismo está muy vinculado a decisiones más puntuales. Como ocurre en la cultura actual, hay una menor presencia de la historia como proyecto. La modernidad es la historia como proyecto y esa conciencia en el mundo posmoderno no está presente. 

Habla de decisiones más puntuales,  ¿más comerciales también?

Me desagrada decirlo... pero me temo que sí.

Los coleccionistas poseen obras pero pocos las tienen bien catalogadas y estudiadas. ¿Cree que para ellos resulte interesante establecer algún tipo de colaboración con este Museo para el estudio de sus colecciones?

Sin duda. La investigación en el campo de la historia del arte tiene aspectos básicos fundamentales, que son la descripción física de las obras, la descripción de los hechos históricos relacionados con la creación de la obra y su difusión. Pero la investigación en el campo de las humanidades va más allá de los hechos para vincularse con el ámbito del deber ser del hombre, lo que en la historia de la filosofía se define como el ámbito de la razón práctica, la moral. Esta es una investigación que tiene que ver sobre todo con la reflexión, con el diálogo, con el intercambio de interpretaciones. Cuando se estudia una novela, obra poética, composición musical o conjunto de obras de arte, el estudio supone una parte que consiste en averiguar hechos, pero luego la parte fundamental es darles sentido. El discurso filosófico trata de encontrar un sentido verosímil para la experiencia y en este caso la investigación trata de dar sentido a ese conjunto de obras. Eso no lo puede hacer una persona, un coleccionista solo. Eso supone un lugar de encuentro, un ágora, donde haya personas que confluyan e interactúen. El ejemplo clásico de eso es la universidad.

En alguna entrevista ha asociado la degradación de los museos a su masificación. ¿Debe entonces circunscribirse la experiencia museística a grupos reducidos, a las élites?

La masificación no es mala. Creo que hay que ser generosos: no sabemos lo que ocurre en la conciencia de una persona cuando está frente a un cuadro ni podemos predeterminarlo. Tenemos que dejar que florezca lo que sea. Cuanta más gente, mejor. El problema es la esquematización, la simplificación. Cuanta más gente se sitúe frente a un cuadro, y se lo plantee como una pregunta, mejor. Pero si la experiencia de plantearse frente a una obra de arte es una experiencia predeterminada, qué sé yo, la sonrisa misteriosa de la Gioconda, por referir un cliché particularmente odioso, lo que resulta es empobrecedor. Lo malo está en que ese esquema empobrecido, depauperado, miserable, obstruye la posibilidad de una experiencia auténtica. El problema está en la depauperación de los contenidos de la experiencia.

¿Qué parámetros considera válidos para medir el éxito de un museo? 

No desprecio el número de visitantes, me parece que es un indicador esencial, el más fácil de medir y comunicar. Y como he dicho antes, cuanta más gente vea una obra de arte, mejor. Pero es sólo uno de los aspectos a considerar. A la hora de ser prácticos y decidir si una institución pública debe financiarse públicamente, hay que distribuir según criterios equitativos unos recursos que son limitados y para eso hay que contar con unos criterios de evaluación entre los cuales el número de visitantes es sólo uno.

¿Qué otros criterios sugiere?

Hay algunos que son evidentes: el número de piezas de una colección, el esfuerzo que cuesta el mantenimiento de esas piezas, el número y calidad de las actividades, la realización de exposiciones –hoy día la investigación en el campo del arte se hace a través de las exposiciones, por lo tanto las exposiciones son una señal eficaz y adecuada  de la vitalidad de un museo–. 

Al mismo tiempo, hay que escapar de la voluntad de medir demasiado, porque hay aspectos de la vida cultural que no son cuantificables, aunque responden a consensos bastante amplios. Por ejemplo, en los años setenta y ochenta los críticos de arte estaban de acuerdo en que Tàpies era el artista español más importante. Ese era un consenso aunque no se podía medir. Hay que dejar espacio a que emerjan esos consensos críticos y dotar la vida política española de algo que permita relacionar los consensos de los críticos con las decisiones que se toman en el marco de lo político, en la elaboración de los Presupuestos Generales del Estado.

El Gobierno ha anunciado una Ley de Mecenazgo que algunos esperan con ilusión, y otros con desconfianza. ¿En qué grupo se encuentra usted?

Creo que tendrá efecto. Los mecenas, las personas que disponen de recursos económicos a nivel personal o institucional y los dedican a un servicio público, expresan un cierto consenso de la sociedad. Está plenamente justificado que participen y que puedan decidir si quieren dar dinero al Teatro Real y no al Centro de Investigación de Ciencias de la Música, o al revés. Es sano que exista ese campo de elección. Pero no será la única solución para la financiación de las instituciones culturales españolas, será un complemento y es justo que así sea, porque al fin y al cabo una parte importante de la vida cultural española debe nutrirse de los Presupuestos Generales del Estado.

Las vanguardias nos enseñan que la obra de arte ya no se asocia necesariamente con la belleza, el virtuosismo técnico ni con el trabajo artesano, esforzado, existiendo incluso casos como el de Murakami, que cuenta con doscientos empleados para ejecutar sus obras. En este nuevo  paradigma, ¿qué define una obra de arte? 

Esa es una pregunta que no puede tener una respuesta concluyente. Es una pregunta de fondo que seguramente tiene que quedar abierta siempre. Mi convicción personal es que no es posible disociar del todo el arte de la belleza. El problema es que la noción de belleza no se puede identificar con aquello que históricamente hemos entendido por belleza y que empieza con las reflexiones en torno a lo bello y hermoso que encontramos en la filosofía griega clásica. Las propuestas que plantean que este es un concepto superado, obsoleto, adoptan un hegelianismo muy dogmático, que asume que los conceptos tienen un período histórico y que pasado ese período histórico, mueren. Los que no somos hegelianos y tenemos una visión del espíritu humano menos compartimentada, menos dogmática, más rica, más orgánica, sabemos que no hay ningún concepto que muera y que el concepto de belleza que formula la filosofía griega en la época clásica no ha muerto. El hecho de que aparezca la categoría de lo pintoresco en el siglo xviii, como aparece en el campo de la poesía, la pintura, incluso de la música, no supone de ningún modo que haya desaparecido la noción de belleza asociada, por ejemplo, al canon del cuerpo humano. 

¿Qué responde si alguien le pide que le explique una obra de arte porque no la entiende?

¿Cómo se entiende a una persona? Tratándola. Pues las obras de arte no son distintas: se entienden tratándolas, acostumbrándose a ellas. No hay nada que explicar, hay que tratar, familiarizarse.