El juego del calamar

La fábula del calamar que quería ser marca

8 de julio de 2025 3 minutos


Título original: 오징어 게임 (Ojing-eo Geim)
Año de emisión: 2021-25
Cadena original: Netflix (La tercera temporada consta de 6 episodios de aproximadamente 60 minutos. La serie tiene 22 episodios en total)
Emisión en España: Netflix
Creador: Hwang Dong-hyuk

Si la infancia es ese paraíso del que no podemos ser expulsados, El juego del calamar subvierte la máxima para convertir el «Un, dos, tres, palito inglés» en una escabechina salvaje. En ese choque —inaudito, perverso, demente— radicaba el éxito planetario de la serie coreana. Lo que en 2021 fue un fenómeno global —una distopía colorida, despiadada y astutamente coreografiada— regresa en su tercera temporada con un aire de déjà vu recalentado. La serie que convirtió lo grotesco en juego de patio y lo lúdico en carnicería no ha perdido del todo su filo estético ni su capacidad para incomodar, pero sí parece haber perdido parte de su necesidad.

La violencia, a pesar de la subtrama externa de investigación que permite respirar al relato, sigue siendo durísima, ojo. No hay que confundirse: esta no es una serie divertida en el sentido convencional. Cada nueva prueba —inspirada en juegos infantiles que, con acentos locales, todos conocemos— pone en marcha una maquinaria de destrucción física y emocional. Y, sin embargo, ahí rebosa su hallazgo: lo siniestro no brota solo del exceso gore, sino de esa pugna casi surrealista entre lo inocente (el ritmo del corro de la patata, un columpio de colores pastel) y lo salvaje (el tiro en la nuca, la ejecución ritual). Como si Los juegos del hambre o Battle Royale se fusionaran con un episodio de Miliki y Los payasos de la tele orquestados al alimón por Tarantino y Haneke. Ouch. 

Desde su estreno, buena parte del comentario cultural se ha entregado con fervor a la lectura metafórica: que si crítica al capitalismo depredador, que si alegoría de la alienación contemporánea, que si versión asiática e hipervitaminada de la competitividad extrema de Supervivientes disfrazada de thriller popular. Algo de eso hay, claro, pero en esta tercera entrega —que es, básicamente, la segunda parte de la segunda temporada— se nota que esa capa simbólica ha dejado de sostener el armazón. Ya no indaga en el sistema, sino en sus propias reglas narrativas. Y lo hace con una solemnidad que, en ocasiones, se asoma a la autoparodia.

Quizá lo que mejor retrata esta última temporada es una ironía que la propia serie no se atreve a mirar de frente: que su supuesta crítica al sistema ha sido fagocitada por ese mismo sistema. Que El juego del calamar, nacida como un pretendido grito desesperado contra la lógica de competencia sin salida, se ha convertido en marca global, en mercancía prémium y ordeñable para la todopoderosa Netflix. La tercera temporada estira, sin demasiado pudor, una buena idea hasta el agotamiento, con capítulos más largos, con más fuegos artificiales, pero menos sorprendentes; hay valles de aburrimiento que la primera entrega, tan perfecta en su propuesta y estructura narrativa, no se permitía. Incluso el guiño poscréditos —un cliffhanger XXL— anuncia lo que ya intuíamos: que el juego no ha terminado. Ni terminará pronto. Porque cuando una serie se convierte en franquicia, el juego deja de ser del calamar. Y empieza a ser del caldero; una olla hirviendo de ideas recalentadas.


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