Santiago Arellano Hernández (1944-2023) sabía a qué —y quién— lleva la belleza y hacia dónde. Catedrático —de los de antes— de Lengua Castellana y Literatura, gestor educativo, docente y, por encima de todo, hombre de bien, nos dejó escritas sus memorias de profesor vocacional. Nos dejó una fortuna.
Quien haya tenido la suerte de conocer en persona a Santiago Arellano recordará de su conversación, de sus intervenciones o de sus sutiles conferencias, o de cómo explicaba en las aulas, el metal precioso de su contenido y el timbre reconocible de su voz.
Había recibido el talento de ser magistral y conseguía traspasar ese don grande a las regiones de lo magisterial. Por eso encontraba continuamente materia para aplicarla a la educación. Para emplearla en esa «vocación universal que es vivir». Santiago Arellano era brillante para interpretar. Para leer. Para mirar. Para contemplar, disciplina no siempre presente en las aulas. Leía con frescura, con el alborozo característico de la fe. Como si fuera la primera oportunidad que tenía aquel texto o aquella película o aquel lienzo ante los ojos y la mente. Lograba desentrañarlos y añadir una novedad, una lucidez. Encima, compartía sus hallazgos y los comunicaba empleando el vosotros.
Me viene al recuerdo cómo encuentra Santiago el quicio de la educación verdaderamente humana en el personaje de Dumbo: lo que parecen defectos, aquellas aparatosas y torpes orejas del elefante niño, se convierten en las posibilidades mayores de mejora. Aprende a hacerlas volar y, sobre todo, a confiar.
En la solapa de uno de sus libros se lee que el navarro Santiago Arellano Hernández descubrió su amor por la lengua y la literatura en el colegio de los Paúles de Pamplona. Que continuó su formación, durante los años del Mayo del 68, en la Universidad Central de Barcelona, donde la capacitación «lingüístico-literaria era excelente» gracias a un claustro excepcional: Badía Margarit, Martín de Riquer, los Blecua, Francisco Rico…
Joven, enseñó en la Escuela Normal de Pamplona a futuros maestros y maestras. Pronto, ganó una cátedra de Lengua y Literatura y ejerció y asumió responsabilidades de dirección en institutos. Fue inspector extraordinario, fue doce años director general de Educación del Gobierno de Navarra. Estuvo al frente del INCE (Instituto Nacional de Evaluación Educativa) en Madrid. Irreprochable hoja de servicios. Admirables son también los demás capítulos de su sustancia vital. Hondamente casado, felizmente casado, con Maite, padre de tres hijos, siempre le impulsó la pasión de enseñar y aprender.
Tenemos la fortuna de que nos ha dejado sus memorias en un libro, Aprender a mirar para aprender a vivir, del que se podrían extraer cinco tomos. Santiago Arellano recopila «una selección de sus experiencias en el aula» y sus reflexiones «sobre las posibilidades educativas» que palpitan en toda obra literaria, «por insignificante que pueda parecer». Quien se dedique a la docencia y las letras encontrará en esas páginas sabias lecciones y sugerencias útiles. Desde visiones e interpretaciones de poemas de Juan Ramón Jiménez como esa belleza de «Álamo blanco» o de «Mirlo fiel», los Machado, la Odisea, las tragedias griegas hasta cuadros de Dalí o de Sorolla o un romancillo de Blas de Otero.
Santiago Arellano estaba convencido de que la mejor manera de aprender literatura es leer. Refiere, con cierto pesar, una ocasión en que, siendo miembro de un tribunal de oposiciones a instituto, una de las candidatas «expuso con brillantez lo mejor que sobre Don Juan Tenorio en ese momento había publicado la investigación. Se me ocurrió, en mala hora —reconoce—, hacerle preguntas concretas —sentido de una acción de transición o sobre el papel que un personaje secundario aportaba a la obra— teniendo en cuenta la totalidad del texto». Tras varias preguntas y sus correspondientes desconciertos y silencios, Arellano llegó al convencimiento de que aquella muchacha no había leído el original.
Pero también, con gozo, más estilo Arellano, cuenta un episodio de una alumna de bachillerato. Desmenuzando unos versos de Razón de amor de Pedro Salinas, notó desde el estrado que una estudiante sollozaba silenciosa. Santiago no dijo nada. En el pasillo le preguntó por la causa de las lágrimas. La adolescente le confió que por primera vez unas palabras definían qué le estaba pasando exactamente a ella. La reflexión del profesor —experto en la bondad— continúa en las páginas donde ahonda sobre la finalidad de la literatura. La Literatura, como escribía siempre Santiago.