Todos los estudiantes odian que les manden deberes. Da igual si tienes siete años y te piden unas sumas con llevadas o si ya has cumplido catorce y es un trabajo sobre el Imperio romano en la península ibérica. Aun así, el «trabajo para casa» forma parte del sistema educativo desde su origen, si bien en la Universidad no empezó a ser tenido en cuenta de modo sistemático hasta 1999. Ese año se inició el llamado Proceso de Bolonia, que entre sus pilares recogió el concepto del ECTS (European Credit Transfer System). El ECTS se concibió para facilitar la convalidación entre materias cursadas en universidades de diferentes países europeos, y para esto incluyó clases presenciales, prácticas y aprendizaje autónomo del estudiante Sí, en efecto, el «trabajo para casa».
Los planes de estudio de los grados en España suelen exigir 60 créditos ECTS por curso, a razón de 25 horas de trabajo del estudiante por crédito. Usualmente, un tercio de cada crédito se cubre en el aula y dos tercios de manera autónoma, bien como preparación para el examen o bien como trabajo fuera de las clases. La IA generativa pone en cuestión este sistema.
Es de sobra conocida la capacidad de las IA generativas para realizar tareas que antes requerían sí o sí de una inteligencia humana. No es la primera vez que vivimos algo semejante, como muestran los procesadores de texto o las calculadoras. Pero hemos seguido enseñando a escribir y multiplicar en primaria. En la Universidad todavía necesitamos que los estudiantes lean, redacten, resuman o analicen, aunque la IA ya sepa hacerlo. Y lo necesitamos porque creemos que son capacidades intelectuales imprescindibles en un universitario. ¿Cómo podremos ahora certificar que están aprendiendo más allá del aula?
La solución no puede limitarse a utilizar programas para detectar el uso de IA y convertir la enseñanza en un conflicto infinito de máquinas contra máquinas que hace de los profesores gendarmes. ¿Cómo hemos de ocupar los dos tercios de trabajo autónomo de cada ECTS? La mayor parte de los adultos no sabe calcular una raíz cuadrada, pero ¿podemos delegar la capacidad de comprender y redactar un texto porque ya hay una tecnología que ejecuta esas funciones? ¿Cómo evitar la deriva hacia una sociedad de «ignorantes infelices» como la descrita por Walter Tevis en Sinsonte?
Al mismo tiempo, ha cambiado la manera en la que los jóvenes buscan información en la red para abordar sus tareas. Preguntan directamente a la IA sin pasar por los buscadores, y la mayoría asume las respuestas de la IA como si fueran del mismo tipo. Luego las incorporan a sus trabajos sin apreciar la radical diferencia entre recibir fuentes con las que elaborar una respuesta y recibir una respuesta elaborada con fuentes muchas veces desconocidas. Así que consideran caprichosa cualquier normativa universitaria que impida o limite el empleo de la IA, ya que no acaban de entender por qué antes podían usar lo que encontraban en el buscador y ahora no.
Frente a estas constataciones, la única opción que me parece viable es olvidar el trabajo fuera del aula. Tenemos que enseñar dentro todo lo que juzguemos clave y garantizar que los alumnos lo aprendan y lo practiquen en un espacio académico lo más offline posible. La clase debe ser el lugar para desarrollar las competencias y destrezas que los docentes consideremos necesarias a través de la lectura, la escritura, el dibujo, la observación directa de la naturaleza y del arte, el uso de documentación impresa… priorizando la relación con la realidad. El crédito ECTS, en su concepción actual, saltaría así por los aires, y las aulas, y lo que en ellas sucede, serían las únicas que asegurarían la formación y mostrarían lo que realmente conocen y saben hacer los estudiantes. Sin el crédito ECTS el Espacio Europeo de Educación Superior se tambalea, pero la alternativa es que la Universidad y el propio aprendizaje de los estudiantes se conviertan en un trampantojo.