Cuenta John Fleming, profesor emérito de la Universidad de Princeton, que, cuando era un joven docente en el departamento de Inglés, tenía que frecuentar cócteles en Nueva York donde en ocasiones conocía a pequeñas celebridades y distinguidas damas que se movían con soltura en el mundillo literario. Una vez, entabló conversación con una de aquellas sobre algunos novelistas del momento. Estaba orgulloso de que sus lecturas contemporáneas —que, como medievalista, no eran su principal foco de interés e investigación— le permitieran mantener la charla a flote… hasta que llegaron a John Updike. Ella le pidió su opinión por la última de sus novelas, Golpe de estado. Fleming tuvo que admitir que no la había leído, a lo que la mujer respondió decepcionada: «¡Qué lástima! Salió hace ya seis semanas». Y, cuando empezaba a alejarse a la caza de otro interlocutor, a Fleming se le ocurrió preguntarle si había leído La consolación de la filosofía de Boecio. La dama se paró para mirarle: «¿La qué?». No le sonaba de nada. «¡Qué lástima! —dijo él—. Salió hace ya 1452 años».
En el mismo espíritu jovial de la anécdota, diría que, aunque solo fuera para poder recrear el puntazo, habría que leer cuanto antes La consolación de la filosofía. Sobre todo ahora que se cumplen 1500 años desde que Boecio, «el último de los romanos y el primero de los escolásticos», escribiera la Consolación en la soledad de una prisión, mientras esperaba la muerte y luchaba por encontrar respuestas frente a las torturas y angustias que padecía injustamente. En esas condiciones extremas, Boecio se enfrentó a las grandes preguntas que inquietan a toda vida humana cuando llegan las zozobras de una crisis: la pérdida del sentido ante la inminencia del final, las dudas sobre la existencia de un Dios bueno y providente, la cuestión sobre la felicidad y el alcance de la libertad humana frente al poder innegable del azar y la fortuna.
La Consolación es un diálogo entre este Boecio sufriente y la Filosofía, que se le aparece en su celda en figura femenina de porte majestuoso, a la que es incapaz de distinguir al comienzo. Solo cuando le limpia las lágrimas con su manto, él logra reconocer a su antigua nodriza, la que lo había recibido en casa desde su juventud. La Filosofía anuncia que viene a curarlo de su enfermedad: la letargia que lo ha llevado a olvidarse de quién era y de lo que había aprendido en su regazo. Lo primero que le recuerda es que es él el único culpable de sus penas y que el exilio que experimenta no es más que un exilio de sí mismo. Así, en una bellísima alternancia de pasajes en prosa y en verso, la Filosofía mezcla duras reprensiones con remedios más dulces para lograr que Boecio acepte que los bienes de la fortuna no son más que aparentes, inconstantes y engañosos, comparados con el único bien supremo inalterable. En uno de los poemas más bellos dedicados al amor, Boecio hace cantar a la Filosofía: «¡Qué dichosa serías, raza humana, / si el Amor que gobierna las estrellas / gobernase también en vuestras almas!».
Hay pocos clásicos bestsellers que puedan compararse con La consolación de la filosofía, el libro más copiado, después de la Biblia, durante cientos de años. C. S. Lewis, quien contaba la Consolación entre las obras que más cabalmente habían formado su pensamiento, afirmaba que hasta dos siglos antes hubiera sido difícil encontrar en toda Europa a una persona educada que no la tuviera entre sus favoritos. No es exagerado decir que ha sido uno de los libros de cabecera de casi todas las cumbres intelectuales de la cultura occidental durante más de un milenio. Adentrarse en sus páginas es entrar en esta larga conversación que la humanidad sigue manteniendo a través de las grandes obras que constituyen nuestra memoria común y reconocer en ellas el lote que compartimos. Sobre todo, es continuar con la tarea, que recae sobre nosotros y las nuevas generaciones, de custodiar el fuego de la tradición para que la sabiduría de los antiguos siga iluminando y dando calor a nuestros días.