Cuando de pequeña me preguntaban qué quería ser de mayor, siempre respondía que mamá. Cuando era mayor, decía que médico. Sí, soy médico de familia, pero cambié el centro de salud por las aulas de la universidad. Y no, no he podido tener hijos, pero hace tiempo que descubrí que mi vida podía ser fecunda de muchas maneras.
La infertilidad es como un tsunami que se lleva por delante tus sueños. Al principio surge el desconcierto, porque lo que se pensaba que iba a ser fácil no lo es. Después suelen aparecer la tristeza, la culpa, la rabia, el miedo. Son emociones propias del proceso de duelo por la pérdida del proyecto vital de ser padres. Un duelo invisible, pero muy real. También es frecuente experimentar envidia ante los embarazos ajenos, porque te recuerdan que tú no lo estás consiguiendo, y eso duele. A nivel de pareja, pueden aflorar reproches, generalmente por una falta de comunicación. Hombres y mujeres vivimos la infertilidad de distinta manera y, si no expresamos cómo nos sentimos, podemos malinterpretar lo que hace o no hace el otro.
En ocasiones la infertilidad puede abrir una brecha o poner fin a algunas amistades. Es comprensible sentirse excluido en un entorno en el que solo se habla de embarazos y niños, lo que te conduce a evitar esos encuentros. Algunas parejas necesitan estar un tiempo alejados de esos planes familiares para poder elaborar el duelo. Muchas amistades siguen perdurando después, pero otras se pierden y también hay que aprender a aceptarlo.
Si a todo lo anterior le sumamos las decepciones ante el fracaso de los tratamientos, las incomprensiones del entorno o los comentarios inapropiados del tipo «¡Qué bien vivís sin hijos!», «Cuando te relajes, te quedarás embarazada» o «¿Por qué no adoptáis?», nos podemos hacer cargo de lo difícil que es transitar este camino. Muchos de esos comentarios, aunque se digan con buena intención, en vez de aliviar aumentan el dolor.
La presión social por ser padres y la publicidad de las clínicas de reproducción asistida pueden empujar a pensar que hay que hacerse todas las pruebas posibles y someterse a todo tipo de tratamientos. Pero no existe ninguna obligación. Cada pareja tiene sus circunstancias. Por ejemplo, hay quien no recurre a la reproducción asistida por motivos económicos o por cuestiones éticas que colisionan con sus valores. Y está bien así.
En el camino de la infertilidad llega a veces un momento en que se decide parar (o ni siquiera empezar). Algunas personas lo identifican con «tirar la toalla», con rendirse. Pero parar significa escuchar a nuestro cuerpo y a nuestra alma, reconocer nuestros límites y acogerlos, porque nos hemos dado cuenta de que ese ya no es el sendero por el que continuar. Resulta fácil perderse entre tantas pruebas, pinchazos y esperas, y olvidar que un matrimonio ya es una familia, aunque no haya hijos. Las parejas que deciden parar no dejan de querer ser padres, sino que cambian la manera de quererlo. Se abren a una nueva fecundidad. En ocasiones se tiene miedo a una vida sin hijos, porque pensamos que va a estar llena de tristeza o de soledad. Pero no es así. Se puede disfrutar de una vida plena y fecunda; se puede ser feliz sin hijos, aunque los hayas deseado con toda el alma.
¿Cómo podemos acompañar mejor a las parejas que no pueden tener hijos? En primer lugar, conociendo mejor qué implica la infertilidad. Eso evitará que hagamos comentarios inadecuados que puedan herirles más, tal como he dicho antes. Es normal que en determinados momentos no sepamos qué hacer: no se nos suele enseñar cómo acompañar en el sufrimiento. La mayoría de las veces se trata de escuchar, de validar ese dolor (sin quitarle importancia, pero sin magnificarlo) y de mostrarse disponibles para lo que necesiten, tanto material como emocionalmente. Ojalá ninguna pareja recorra a solas el camino de la infertilidad.