Margarita Leoz
Seix Barral, 2025
176 páginas
17, 57 euros
«La vida de cada uno de nosotros está íntimamente entrelazada con la de los demás. Cada uno de nosotros crea el universo del otro. Cuando alguien muere antes de tiempo, todos quedamos conmovidos», escribe Nathalie Goldberg en El gozo de escribir. Esa conmoción es el punto de partida de Lo que permanece, la novela luminosa de la navarra Margarita Leoz. A través del duelo de una hija por su padre, la autora nos conduce por los pliegues de la memoria, los gestos cotidianos que cobran sentido tras la pérdida y la forma en que el amor, incluso cuando ya no tiene a quién dirigirse, continúa dejando huella. Porque, cuando alguien se va, lo vivido no desaparece: se transforma en presencia intermitente, en recuerdo sutil, en llanto secreto o en tesoro inefable.
En la novela, compuesta de retazos que tejen el pasado con el presente, Leoz plasma un relato íntimo y sutil sobre su vida y la de su padre, dos existencias unidas por los profundos vínculos de la filiación y la paternidad. El tiempo no es una línea recta sino una superficie donde se intercalan memorias que irrumpen en el ahora; imágenes, gestos y objetos antiguos que reaparecen con sentidos nuevos. Desde el cenicero triangular que rebosa Ducados consumidos hasta la Pasión según San Mateo que resuena un Viernes Santo en el salón.
Inmersa en su reciente maternidad, la autora vive de modo casi simultáneo el nacimiento de sus gemelos con la muerte repentina de su padre: un hombre de carácter fuerte, fumador de tabaco negro, nadador incansable, amante de la música clásica y figura central del hogar. Así, los bordes del tiempo se difuminan: el júbilo y el hastío, el dinamismo y la monotonía, la primavera y el invierno de la vida cohabitan en una misma vivencia. Y ese cruce de ritmos da lugar a una contemplación serena del amor filial, la fragilidad de la existencia, el paso inexorable de los años y la estela que desprende el ser querido.
Con una prosa cálida, la autora toca las fibras más sensibles de lo humano —el amor, la muerte, la memoria y el duelo— y permite que el lenguaje revele con finura lo que no se dice: «Y luego ocurre algo: los dos calendarios, el de la vida con los niños y el de la vida sin mi padre, se superponen. El primer diente de leche que no ve brotar, la primera nevada y su descubrimiento en una mano minúscula, las yemas tiernas de los árboles en los ojos nuevos, la misa en su memoria a la que acudo de la mano de mi hija».
Lo que permanece es una novela catártica, escrita desde el corazón. Bellísima por la delicadeza de su forma y su fondo, deja un intersticio para la reflexión sobre la muerte. A través de una experiencia viva, Leoz invita al lector a habitar el duelo con honestidad y sin tapujos, pero lo hace sin caer en el sentimentalismo fácil, y es esa contención lo que permite que su dolor se vuelva reconocible, compartido. Universal. Porque —en palabras de la autora— muchas veces «sin rumbo buscamos la sombra en silencio y el tiempo transcurre con enorme lentitud», pero es el amor el que transforma el dolor, regando el mundo de rosas nuevas.