Nosotros, los obtusos

16 de julio de 2025 3 minutos

Paco Sánchez Biografía

Paco Sánchez es columnista — además de en Nuestro Tiempo, publica sus textos en La Voz de Galicia— y profesor titular en la Universidade da Coruña. Estudió Periodismo en la Universidad de Navarra, y en 1987 defendió una tesis sobre Miguel Delibes, de quien acabó siendo amigo. Entre 1989 y 1991 fue director de NT, donde entró «como un paracaidista que salta sobre una tierra que conoce solo por los mapas». Desde 1993 escribe la última página de la revista, el «Vagón-bar», motivo por el que muchos lectores empiezan la revista por el final.


«La generosidad desarma a los bobos bienintencionados. A veces, incluso a otros que carecen de motivos para molestar a nadie, pero lo intentan»

En Galicia practicábamos mucho el ventaneo, por necesidad más que por curiosidad: antes de salir de casa, queríamos saber si llovía o si había dejado de llover. Aunque también lo hacíamos para soñar con las posibilidades de que aquel claro que se acercaba desde el mar pudiera abrirse al cielo entero. Ahora hemos perdido esa costumbre, porque ya no llueve tanto y porque podemos mirarlo en el teléfono. Como no suelo hacer ni lo uno ni lo otro, un día me llevé un susto grande al salir de casa de mi madre. Llovía como no había visto llover, de manera repentina y desconsiderada. La palabra jarrear se quedaba corta para describir la tromba de agua que dejaban caer los cielos. Imposible cruzar la calle hasta el coche, aparcado justo enfrente. Sería como atravesar por un tren de lavado furioso. Así que me quedé en los soportales que cubren parte de la acera sopesando la idea de volver con mi madre hasta que escampara.  

Apareció, entonces, una niña en patinete y se me fue todo el disgusto. Tendría tres años, cuatro a lo sumo, y no recuerdo muy bien su cara ahora, quizá porque llevaba un casco. Dijo algo que me hizo gracia más por el tono que por el sentido. Parecía una chavalita muy consciente de su importancia. No una repipi, sino una mujer de carácter, segura de sí misma, acaso porque se sabía muy querida en casa. Le pregunté si podía dejarme el patinete para cruzar la calle. Me miró como si fuera tonto y lo desaconsejó porque me mojaría mucho. A los niños con patinete suelo pedirles que me los presten. Me encanta ver sus caras de desconcierto. Lo he hecho muchas veces y los pocos que se dignan a contestarme lo hacen con un simple «No» muy gordo y enfadado. Esta, sin embargo, pareció considerarlo o quizá le di pena: un tipo tan mayor… Así que me atreví un poco más. 

—Bueno —le dije—, quizá me puedes llevar a dar una vuelta por los soportales.  

Empezó a explicarme que no podría empujar el patinete cargando a un tipo tan grande y pesado. A esta niña, volví a pensar, la quieren mucho. Otros niños intuyen lo que pasa pero no saben explicarlo o se asustan y se encapsulan. Además de las razones de peso, en aquel vehículo diminuto no cabía ni medio zapato mío. Sin embargo, decidió ayudarme. Detuvo su razonamiento, giró un poco el patín y dijo con imperio:  

—¡Venga, sube!

Se arrimó todo lo que pudo, muy estirada, al manillar del patín rosa para cederme espacio. No supe qué decirle. Quedé estático y extático, sumido en un silencio gozoso y desesperado. Me entraron unas ganas tremendas de abrazarla. Menos mal que su madre, muerta de risa, ya avanzaba hacia la escena para llevarse a la cría. Se reía sin mirarme. No me dijo nada. Me parece que también ellas iban a visitar a la abuela.

La generosidad desarma a los bobos bienintencionados. A veces, incluso a otros que carecen de motivos para molestar a nadie, pero lo intentan. Caminaba en una ocasión con un par de amigos por una pista de asfalto muy estrecha y sentimos que se aproximaba un coche. Nos apartamos antes de verlo. Eran tres tipos de veintimuchos que, probablemente, venían de una fiesta. Nos sobrepasaron y se detuvieron, bajaron del coche y nos preguntaron de malos modos si nos creíamos los reyes del mambo. Dijeron que la carretera no era nuestra y que no nos necesitaban para nada por allí. Quizá estaban algo perjudicados. Desechamos la conversación normal: justificar nuestro comportamiento amable puesto que les habíamos cedido todo el espacio antes de que llegaran. En cambio, les dijimos sonriendo que lo sentíamos mucho, que nos disculparan y que no lo repetiríamos. Tres mentiras. Pusieron cara de estupefacción. Ya no sabían cómo seguir provocando y, al igual que yo ante la niña, cayeron en un silencio obtuso. Así que nos fuimos.


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