Un día, en una cena, vi a una chica que miraba todo el rato en el móvil un vídeo suyo en TikTok. Cada poco paraba la reproducción para observar cómo posaba, cómo se veía, y para contar cuántos likes le habían dado. La miraba a ella y la veía sonreír, pero en realidad estaba sola; aislada, encerrada en la imagen que ese vídeo proyectaba de sí misma a los viewers. No disfrutaba de la fiesta.
La constante necesidad de aparentar ser feliz es una tiranía que nos esclaviza y nos saca de la realidad. La solución no pasa por caras avinagradas y la queja constante; pero peor es la carga impuesta de mostrarse continuamente feliz y ese casi precepto moral de evitar el dolor a toda costa. Esta reflexión la han desarrollado Edgar Cabanas y Eva Illouz en su ensayo Happycracia. Cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas: «La felicidad se ha convertido en una obsesión y un regalo envenenado». Los autores no atacan la felicidad en sí, sino las consecuencias de esta imposición y la concepción tan pobre de felicidad que se tiene hoy en día.
La chica de la fiesta muestra este doble objeto de crítica. En primer lugar: el dolor es inevitable, y querer escapar de él es mera evasión que revela nuestra disconformidad con la realidad. Pero necesitamos aprender a convivir con lo desagradable, con la corrección y el dolor, pues son clave para el crecimiento personal. Viktor Frankl afirmaba: «Cuando la situación es buena, disfrútala. Cuando es mala, transfórmala. Cuando no puede ser transformada, transfórmate». Según este psiquiatra, el sufrimiento deja de serlo cuando se le encuentra sentido.
El segundo pilar de la crítica de Happycracia es la visión de felicidad que vende la psicología positiva, que hunde sus raíces en la meritocracia: la idea de que todo éxito, fracaso, dolor o estatus es mérito propio. Si alguien sufre, es porque no pone los medios para estar bien. Esta concepción fomenta un fuerte individualismo donde la felicidad se busca como autorrealización.
Tanto la meritocracia como el individualismo se equivocan al entender a la persona de un modo reduccionista. Las relaciones, los vínculos, no son un simple barniz, un añadido que establecemos por interés propio, sino que forman parte constitutiva de la persona. Vivimos en sociedad, de manera natural; somos ese zoon politikón de Aristóteles. No podemos explicar al ser humano de manera aislada. El error radica en querer comprender la felicidad sin un otro. Muchos autores han afirmado que el hombre es ser-para-el-otro. Como dice Kierkegaard: «La puerta de la felicidad se abre hacia fuera».
Ante la propuesta de la psicología positiva, cabe una visión más integradora basada en el amor como fuente de plenitud de la propia vida. El amor significa entrega desinteresada, incondicional, incluso sacrificada, algo incompatible con el individualismo. Frente al imperativo de la búsqueda —casi desesperada— de la felicidad, el amor, en cambio, se encuentra con ella como fruto, sin buscarla. Porque, como dice Tomás Melendo en un libro sobre las paradojas de la felicidad, esta no puede buscarse eficazmente por sí misma, sino que ha de sobrevenir siempre como algo añadido, como consecuencia no perseguida. Un estudiante acaba de terminar los exámenes y solo piensa en ver el partido de esa noche. A la hora en que empieza, le llama un amigo que necesita hablar. Duda. ¿Y si queda con él al día siguiente? Cuando renuncia al juego por escuchar a su amigo, el chaval no busca felicidad; de hecho, no es una acción que disfrute. Zupančič, en The Odd One In, señala que la mentalidad de «Es bueno si a uno le sienta bien» constituye uno de los elementos clave «de la retórica ideológica contemporánea de la felicidad». Pero querer bien implica saber que la felicidad, más allá de un simple sentimiento efímero, se manifestará a posteriori, como recompensa.
Si nos remitimos a nuestra naturaleza, a cómo somos, buscamos vivir según lo que ella nos marca: como dicen los clásicos, a un modo de ser le sigue un modo de obrar. En verdad, estamos hechos para amar. Solo si se vive amando podremos gozar de la verdadera paz y felicidad, mucho más profundas y plenas que la satisfacción inmediata de la adquisición de bienes materiales, o logros humanos como el dinero, el éxito o la fama. Porque «lo que se necesita para conseguir la felicidad no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado», como decía, con acierto, san Josemaría. El bello secreto: querer amar con sus riesgos y sacrificios.