Hace unos años, durante las prácticas en un despacho de abogados, otro de los pasantes me contaba, con orgullo, que su universidad respetaba las creencias personales de cada uno de sus alumnos y no hacían ningún intento por cambiarlas. Que lo único que les enseñaban eran conocimientos técnicos, especializados en una materia, para poder realizar el trabajo que el mercado necesitara de ellos. Cualquier tipo de convicción, opinión o credo iba a quedar a salvo en el fuero interno de cada uno y ningún profesor podía cuestionarlos ni debía imponer a sus alumnos su forma de ver el mundo.
Cuando me dijo eso, me quedé perplejo. Pensé que aquello es justo lo que la universidad no debe hacer: separar praxis y poiesis. Es la diferencia entre conocimiento práctico y técnico, entre hacer lo bueno y hacer algo bien, entre ser una buena persona y, por ejemplo, un buen abogado. Una brecha entre dos elementos que, a la hora de la verdad, deben ir siempre unidos. Diseñar de ese modo un plan de estudios implica desconocimiento acerca de nuestras virtudes, que no son solo morales sino también intelectuales. Por tanto, esa dicotomía entre ser bueno e inteligente es, en realidad, un poco engañosa.
Se asomó a mi memoria este momento mientras estudiaba una lectura para mi Trabajo Fin de Grado. En el cuarto capítulo de Tres versiones rivales de la ética, a mi parecer su libro más logrado, MacIntyre reflexiona sobre las diferencias que había entre las dos universidades más importantes de la Edad Media: «La enseñanza de Bolonia tenía como fin servir a los propósitos de los estudiantes, propósitos determinados antes y con independencia de cualquier cosa aprendida en dicha enseñanza. La enseñanza en París tenía como fin reeducar a los estudiantes en un conocimiento más adecuado de los fines y propósitos, de tal manera que podían corregir los deseos con que llegaban al estudio».
A pesar de la aplicación del plan Bolonia y de todas las limitaciones de la institución universitaria contemporánea, en nuestra Universidad de Navarra tratan, dentro de lo posible, de seguir el modelo de París. Se intenta formar integralmente a la persona, que se cuestione algo de su vida y que nazca en él, aunque sea mínimamente, el deseo de verdad. Y esto es también una razón por la cual los maestros siguen siendo esenciales y no pueden ser reemplazados sin que suframos una pérdida. El alumno no tiene los hábitos para hacer las cosas bien hechas. Todavía no es consciente de los fines propios de la actividad en la que participa. No entiende ni el qué ni el porqué. Debe, en primer lugar, confiar en quien sabe más que él. Debe seguir a aquel que le ayudará a descubrir la verdad. Debe someterse a esa autoridad que se encuentra en el umbral de la caverna y que lo ayudará a interiorizar las prácticas que realice; a actuar de forma más perfecta, placentera y libre. Porque ese sigue siendo el rol de un maestro: enseñar al alumno a ser libre.
Hace apenas unos días que he presentado mi TFG en esta Universidad, así que puedo decir que, además de haberlo leído, he vivido este esfuerzo en Pamplona. Me atrevo a afirmar, junto con Alejandro Llano cuando le impusieron la Medalla de Oro, que «aquí he rozado muchas veces con la punta de los dedos eso tan difícil de alcanzar en este mundo, y a lo que me atrevo a llamar felicidad».