Pon el belén. Incluso si no crees

25 de diciembre de 2023 4 minutos

Lucía Martínez Alcalde Biografía

Lucía Martínez Alcalde (Burgos, 1989) es redactora de Nuestro Tiempo desde 2015, especializada en cuestiones relacionadas con el amor, la familia y los vínculos, temas sobre los que escribe también en su blog, Make Love Happen. Estudió Filosofía y Periodismo en la Universidad de Navarra y, además de escribir y editar, coordina la sección de Libros y Cine, las redes sociales, la newsletter y los artículos exclusivos para la web. Ha publicado las novelas Me debes un beso (Palabra, 2012) y Por donde entra la luz (Homo legens, 2022), y es coautora del ensayo Más que juntos. Cómo disfrutar del matrimonio desde el «sí, quiero» (Palabra, 2021).


«Cualquier niño que haya puesto un belén, aunque se vaya muy lejos, se convertirá en un hombre que sepa el camino de vuelta al hogar». Ya me gustaría que fuera mía, pero esta frase se la dijo un hombre sabio a Teo Peñarroja, editor de Nuestro Tiempo. Me lo contó hace unos días, cuando estaba dándole vueltas a la idea de la que nacieron estas líneas, y se la robé.

Justo quería hablar de esto: de poner el belén. Incluso si no crees que ese Niño es Dios. Incluso si estás enfadado o molesto con ese Niño. Ponlo. 

Recuerdo la primera vez que vi en una tienda, como parte de la decoración navideña disponible, una especie de intento de «belén laico»: escenarios con casitas nevadas con una fuente helada, unos niños patinando sobre hielo, luces en las ventanas, un par de tiendas, gente paseando abrigada. Ahora cada vez hay más decoración de ese estilo, hasta el punto de que lo difícil es encontrar algo con motivos navideños y no simplemente invernal. 

¿Qué tiene un verdadero belén que no tiene un paisaje de Frozen? El belén cuenta una historia. Es más: cuenta la historia, la más grande jamás contada. Aunque no sean esos belenes monumentales de varias escenas y se trate de un nacimiento pequeño y sencillo. Hay una madre joven y guapa, no parece preocupada de que en vez de cuna su hijo tenga un pesebre, ni de que un buey y una mula acerquen sus hocicos hacia la paja que antes era su alimento y ahora le sirve de colchón al pequeño. El niño sonríe o duerme. Un hombre sereno, de pie al lado de la madre, contempla en silencio. A veces luce una estrella fugaz que, sorprendentemente, se ha quedado quieta encima de la gruta. Unos pastores se aproximan, con algunas ovejas. Una lavandera se inclina sobre un río. A lo lejos se ven unas posadas con las puertas cerradas. Y más allá, tres personajes exóticos montados en camello. 

Ahí están pasando muchas cosas: uno intuye lo que ha sucedido antes y lo que vendrá después. Bueno, más que adivinarlo, lo sabe, y, si no lo sabe… al menos le interpela.

Hace unos pocos años, leyéndoles a los niños diferentes libros que hablaban de la primera Navidad, se me ocurrió acercarme a la historia con ojos nuevos, y, realmente, es fascinante: ¿Cómo nadie pudo acoger a esa familia en su posada? ¿Cómo viviría ese joven matrimonio un momento así? ¿Por qué los pastores son los primeros en llegar? ¿Qué pintan los Magos de Oriente en todo esto? 

Cuenta Benedicto XVI en su libro La infancia de Jesús que, aunque algunos han intentado argumentar que el relato del nacimiento de Jesús es un mito (comparable, por ejemplo, a las narraciones sobre el nacimiento de los faraones egipcios o los mitos grecorromanos), en el caso de Jesucristo se trata de una verdad histórica con unas diferencias profundas con los otros. Y afirma que, en el relato de la Biblia, «no existe confusión, no hay semidioses. La Palabra creadora de Dios, por sí sola, crea algo nuevo. Jesús, nacido de María, es totalmente hombre y totalmente Dios, sin confusión y sin división». 

Y si contemplamos el belén unos minutos más, vamos de las preguntas pegadas al terreno a las más trascendentes: ¿Por qué Dios se ha hecho Niño? ¿Por qué solo unos pocos le reconocen? ¿Qué habría hecho yo en esa primera Nochebuena?

Una plaza de pueblo nevada, por muy bonita que sea, no nos suscita preguntas. No nos lleva a ninguna parte. No hay un camino, ni una llamada. Tampoco tiene un sentido: ¿Por qué celebrar el invierno? ¿Por qué no celebramos también la primavera entonces, con casitas con balcones llenos de flores?

Josef Pieper, hablando de la fiesta y del celebrar en general, dice que «una persona no desea sin más ponerse en ese especial estado físico de la alegría, sino que siempre desea tener una razón para alegrarse». Y que la razón de esa fiesta no se puede fabricar sin más. Tiene que hundir sus raíces en algo real.

Creas en Jesús como Dios o no, él fue un personaje histórico que cambió el rumbo de la humanidad con un mensaje que sigue vigente veintiún siglos después. Más aún: que puede que sea más necesario que nunca.

«Dios es amor. Pero también se puede odiar el amor cuando este exige salir de uno mismo para ir más allá. El amor no es una romántica sensación de bienestar. Redención no es wellness, un baño en la autocomplacencia, sino una liberación del estar oprimidos en el propio yo», escribe Benedicto XVI en el libro que mencionaba antes. 

Por eso la Navidad no son sentimientos vacíos en torno a una mesa llena. La Navidad tiene sus raíces en una alegría que no es superficial, que a veces ni siquiera se ve de entrada, que a veces incluso va mano a mano con la cruz. Cuesta entender la lógica del belén en un mundo en el que nos inclinamos más por brillar que por arder. Pero, al mismo tiempo, qué consuelo entender que la alegría no es que todo salga bien, que podemos hallarla en nuestra vulnerabilidad, en unas manos, una cabeza y un corazón frágiles. Que podemos, al fin, abrazar nuestros límites porque el sufrimiento no tiene la última palabra.

De esto nos habla el belén con su pequeña gran revolución en un pesebre.

Pon el belén.

Celebra la fiesta a fondo.


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