Durante la primera ola de Covid-19, vivimos el impacto brutal del aislamiento, el miedo y la muerte. Pasados los confinamientos y las restricciones, en un intento por recobrar lo que se había perdido, buscamos nuevas formas de ocio, experiencias y conexiones sociales y empezamos a interiorizar, a modo de proclama victoriosa, que nos habíamos recuperado… y su derivada hedónica: vivamos a tope, sin mirar mucho hacia atrás.
Pero mientras los tardeos y el repunte del turismo animaban nuestras calles, los psicólogos clínicos no hemos dejado de ver en nuestras consultas casos de agotamiento emocional y profunda insatisfacción en adolescentes y adultos jóvenes. El epítome macabro son los suicidios, que han escalado hasta representar la primera causa de muerte no natural en adolescentes en España en 2022, una tendencia que se ha mantenido en 2023 y 2024.
Poco después de la pandemia, el doctor George J. Makari comenzó a escribir un libro importante, Alma máquina. La invención de la mente moderna (Sexto Piso, 2021). Makari, médico oriundo de Nueva Jersey, a sus 65 años enseña Psiquiatría en el Weill Cornell Medical College de Nueva York y ejerce de consultor en esta materia. En Alma máquina pone de relieve la tensión entre tres conceptos elementales en la historia del pensamiento: el cerebro, la mente y el alma.
Si bien estos términos han coexistido durante siglos, la psicología tiende a privilegiar los dos primeros y relega el tercero al ámbito de la religión o de la fe personal, cuando no del esoterismo y la superstición. Makari se pregunta si esta exclusión está justificada o si es un vacío en nuestra comprensión del bienestar y del sufrimiento humano. Durante la pandemia, este psiquiatra estadounidense constató que el miedo y el sufrimiento no son solo fenómenos psicológicos, sino que tienen también una dimensión espiritual. El miedo a la muerte, el vacío insondable, la falta de sentido y las dudas sobre la trascendencia —o su resentida negación— nos han acompañado siempre y resulta ingenuo pensar que algunos modelos de psicoterapia puedan prescindir de ellos sin perder profundidad… pero lo hacen.
Desde hace más de un cuarto de siglo van ganando terreno las terapias contextuales y de tercera generación, que tratan de cambiar nuestra relación con el malestar psicológico mediante la aceptación y la atención plena, en lugar de eliminar los síntomas. Pero estos enfoques, lejos de facilitar un acercamiento al mundo espiritual de las personas, no han hecho otra cosa que mandarlos al baúl de los «factores culturales», sin dotarlos de entidad propia.
Quien ignora el componente espiritual desconoce siglos de tradición filosófica y antropológica, así como las evidencias que vinculan la salud espiritual con la resiliencia, la recuperación y la integración del sufrimiento. Lo que está en juego no es solo un recurso para los profesionales de la psicología: es la atención a la cada vez más precaria salud mental de la gente, que puede verse empobrecida por la resistencia al cambio de un paradigma médico dominante que trata la palabra alma como una reliquia premoderna.
¿Por qué? ¿Por un recelo académico a integrar dimensiones que no pueden medirse con facilidad? ¿O se trata de volver tabú un tema que se asocia con la religión? Enfoques como la logoterapia de Viktor Frankl, que propone encontrar sentido en el sufrimiento como vía de realización, o la terapia de Morita, que enseña a aceptar las emociones tal como son y orientar la vida hacia la acción y la responsabilidad individual, han enfatizado la importancia del propósito de la vida, una noción muy relacionada con la dimensión espiritual. No parece razonable que el reto actual para la psicoterapia se sitúe en la elección definitiva de la ciencia sobre la espiritualidad. Conviene encontrar formas de integración que permitan a los pacientes explorar sus dimensiones trascendentes, sin caer en dogmatismos.
Autores como Lisa Miller, David Rosmarin o Harold Koenig han reclamado la espiritualidad no como un anexo más, sino como el eje central de la intervención psicoterapéutica. Incluso en el contexto hospitalario, con protocolos estrictos y tiempo escaso, un pequeño gesto de apertura puede marcar la diferencia entre la aplicación aislada de la técnica y el acompañamiento verdadero. Preguntar al paciente cómo encuentra fortaleza en medio de la enfermedad, o abrir espacios para hablar de aquello que aporta sentido a su vida —su fe, su familia o su causa personal—, pueden transformar una entrevista clínica rutinaria en un encuentro reparador, donde la esperanza y la conexión son las verdaderas variables de cambio. Formar a los nuevos psicólogos y psiquiatras en competencias básicas como la exploración del sentido, la comprensión del lenguaje religioso o la expresión libre de inquietudes trascendentes no es una excentricidad; es una urgencia.
La pandemia puso de manifiesto las debilidades colectivas de nuestras sociedades, pero también ha descubierto las costuras del marco biomédico. Cuando un psicólogo se encuentra con un paciente angustiado por ideas suicidas, ¿será capaz de preguntarle por sus creencias más profundas? ¿Podrá bajar con él hasta la fuente última del malestar? ¿Le ayudará con el sufrimiento de una vida sin sentido? Ojalá los profesionales no se escuden más en ese acuerdo no escrito, en ese divorcio innecesario entre ciencia y espiritualidad.