En 2013, la revista Science publicó los resultados de un experimento sorprendente. A un grupo de ratones de laboratorio les cambiaron todas sus bacterias intestinales por otras de personas obesas. Al cabo de un tiempo, los ratones acabaron con sobrepeso. Tres años más tarde, en un experimento similar en la Journal of Psychiatric Research, los ratones se deprimieron al recibir las bacterias de humanos con depresión. Parece que tanto la obesidad como la depresión se pueden trasplantar… en ratones.
Ambos experimentos demuestran la importancia para la salud de las bacterias que están en el intestino, la boca, la piel o la vagina, que se denominan microbiota o flora bacteriana. El segundo término es más popular, pero a los microbiólogos no nos gusta porque las bacterias no son flores. La mayoría de esos microorganismos —bacterias y también virus, protozoos y hongos— son unos buenos tipos, no son patógenos.
La microbiota de cada uno es diferente a la de los demás, y cambia muchísimo por factores externos: sexo, genética, edad, tipo de alimentación, medicamentos, origen geográfico, estado de salud… Coincidimos en menos del 30 por ciento de la microbiota, pero compartimos microbios entre nosotros: la microbiota de una familia o un piso de estudiantes es más parecida que la de gente que no tiene nada que ver entre sí. De momento, no hay un consenso sobre qué es una microbiota saludable. Dos sujetos pueden tener una composición microbiana diferente y estar sanos. Pero sí sabemos que es mejor para la salud una microbiota abundante y diversa.
En este siglo hemos averiguado que esos microorganismos no están ahí por casualidad. Por una parte, evitan la colonización por otros microorganismos patógenos —lo que reduce la posibilidad de infecciones—, estimulan y entrenan el sistema inmunitario, favorecen la estabilidad intestinal y regulan los procesos inflamatorios. Por otra, intervienen en la digestión y en la producción de vitaminas, neurotransmisores y otras moléculas reguladoras. Somos un complejo ecosistema con millones de interacciones entre nuestros microbios y nuestras células en un equilibrio muy frágil. Cuando ese equilibrio se altera y disminuye el número y diversidad de microorganismos, se produce una disbiosis. Se conocen más de trescientas afecciones relacionadas con ella: obesidad, diabetes tipo 2, alergias, enfermedades autoinmunes o intestinales inflamatorias, e incluso otras como depresión, párkinson, alzhéimer, autismo, varios tipos de cáncer… Lo que no sabemos es si estas dolencias son causa o efecto de la disbiosis.
Por eso, los estudios sobre la microbiota atraen tanto interés. Cada vez hay más investigaciones (también en la Universidad de Navarra) sobre cómo influye en la metástasis de un tumor o sobre cómo emplearla de bioindicador para predecir o diagnosticar una enfermedad o para explicar por qué unas personas responden mejor o peor al mismo tratamiento.
Por desgracia, cambiar la microbiota de forma controlada no es tan fácil como pensábamos. Los antibióticos y la alimentación son lo que más afecta, pero producir un cambio dirigido de un grupo de microorganismos específico es todavía muy complicado. Se diría que todo tiene relación con este asunto y que vivimos la edad de oro de la microbiota, pero en realidad estamos en la edad de piedra. Desconocemos casi todo. Pero el porvenir es apasionante.
En los ochenta nos parecía ciencia ficción la posibilidad de secuenciar nuestro genoma y, dependiendo de determinados marcadores genéticos, personalizar el tratamiento contra el cáncer de mama o de pulmón. Pero ya es realidad. En el futuro, nos analizarán el genoma, el metabolismo y el microbioma. Con todos esos datos, se podrá diseñar una mezcla sintética de microorganismos concretos que, junto con un cóctel de prebióticos, serán parte de una terapia individualizada. Vivimos un momento apasionante. La investigación actual sobre la microbiota humana abrirá mañana la puerta de la medicina de precisión.