«El problema de transformar una ciudad en un destino turístico es que, cuando todo se hace para los de fuera, los de dentro dejan de importarle a nadie»
Cuando vives en provincias y visitas Madrid, lo primero que te sorprende es la velocidad. El ritmo de la gente, la forma de andar, de hablar, de pedir un café. Todo parece urgente, como si la ciudad entera estuviera corriendo detrás de un tren que ya ha salido.
La segunda sorpresa llega cuando necesitas ir al baño. En Pamplona, cuando la naturaleza te urge, entras en el bar más cercano, pides un café, preguntas por el aseo y listo. Todo ocurre en un gesto natural, sin mayor trámite que el de dejar una moneda en la barra.
En Madrid, sin embargo, parece que vaciarse es un privilegio. Me pasó hace unas semanas, en plena Gran Vía. Busqué un bar y entré con naturalidad. «El baño es solo para clientes», dijo el camarero. Nada extraño. Pedí algo para beber. «El baño está fuera de servicio». Ah.
Salí a la calle con un problema nuevo. Miré a mi alrededor y vi lo inevitable: franquicias. Un Starbucks, un McDonald’s. Pero había también otra cosa. Un cartel. «Baños prémium». Un local dedicado en exclusiva a lo que antes era un derecho básico: entrar, pagar, hacer lo tuyo y salir. Un retrete con tarifa. Si en ese momento me hubieran dicho que en la ciudad también estaban cobrando por el aire, lo habría creído.
Madrid, como tantas capitales europeas, ha hecho del turismo su razón de ser. No uno cualquiera, no: esa industria de masas que devora todo lo que toca y deja tras de sí un decorado vacío.
Pasear por la ciudad es ver escaparates llenos de imanes, de camisetas con frases ingeniosas, de bares donde los locales ya no entran porque el menú está pensado para quienes vienen de fuera.
Madrid es una ciudad sin apenas baños públicos, pero con tiendas de souvenirs en cada esquina. Una ciudad donde los bares de siempre cierran para dar paso a cafeterías con precios para escandinavos y estética Instagram. Una ciudad que alguna vez tuvo vida propia, pero que ahora existe solo para recibir a quienes la visitan.
Lo curioso es que el turismo masivo no busca descubrir, sino repetir. No quiere desvelar la esencia de un lugar, sino volver a lo que ya conoce. El viajero que pasea por Madrid se topa casi con la misma experiencia que en Roma, en Lisboa, en Berlín o en París. Las mismas franquicias. Los mismos pisos de Airbnb. Los mismos menús con opciones veganas y sin gluten. Las mismas tiendas de moda con ropa fabricada en los mismos países. La ciudad, poco a poco, deja de ser única para convertirse en un decorado intercambiable. Un parque temático con monumentos históricos como atrezzo.
El problema de transformar una ciudad en un destino turístico es que, cuando todo se hace para los de fuera, los de dentro dejan de importarle a nadie. Los alquileres se disparan, los vecinos de toda la vida se van, los comercios que daban personalidad al barrio cierran porque sus clientes ya no pueden permitirse vivir allí. Madrid, como tantas otras capitales europeas, se está convirtiendo en un souvenir de sí misma. Un sitio donde los turistas vienen a fotografiar lo que algún día fue una ciudad con alma y que ahora es solo un fondo para selfies.
Salí del local sin haber entrado al aseo. Caminé un poco más y encontré una taberna con aspecto de no haber cambiado en treinta años.
Entré. Pedí un café. Pregunté por el baño.
—Al fondo, a la derecha.
Fui, volví a mi mesa, me tomé el café y pagué.
Por un momento, sentí que todavía quedaba algo de ciudad en la ciudad, un último estertor de muerte: de Madrid, al cielo.