Una retórica para silenciarlos a todos

3 de marzo de 2025 3 minutos

Pablo Pérez Biografía

Pablo Pérez es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Navarra y miembro del consejo editorial de Nuestro Tiempo. Es autor de De mayo del 68 a la cultura woke (Palabra, 2024).

Es uno de los neologismos de moda: «cultura woke». Suena estridente y se caracteriza por su pretensión de acallar para siempre a los malos. Aspira a implantar la justicia, a ser el siguiente paso en el progreso, y muchos la consideramos una insensatez.

A principios de 2024, el Colegio de Psicólogos de Ontario obligó al profesor Jordan B. Peterson a realizar un curso de reeducación —o perder la licencia para ejercer como psicólogo— por sus opiniones en redes sociales acerca de los pronombres neutros. A la escritora J. K. Rowling, autora de Harry Potter, la eliminaron del Museo de Cultura Pop de Seattle por criticar un glosario LGTBQ en el que se sustituía la palabra «woman» por «non-man». Hace un par de años, un grupo de activistas boicoteó la presentación del libro Nadie nace en un cuerpo equivocado, de José Errasti y Marino Pérez Álvarez, en Barcelona. El lector de periódicos encontrará noticias similares en los últimos años, que se alojan en la omnipresente «cultura de la cancelación» o «cultura woke». Esta nueva denominación tiene todo el sabor de las diatribas norteamericanas, con un cierto aire de revival religioso, aunque secularizado.

Es un fenómeno del siglo XXI, aunque sus raíces son anteriores, consecuencia de un pensamiento francés muy mecanicista. Se apoya en los postulados posmodernos, que sostienen que no hay más que discurso: un discurso que difunde las ideas dominantes, consolidando la dominación de los poderosos. Foucault, Derrida y Lyotard expandieron la idea de un relativismo absoluto en el que solo pervive una certeza: estamos sometidos por la forma que nos han impuesto de entender el mundo. 

Aceptada esta premisa, se sigue que vivimos en un mundo sin héroes. Nadie es bueno; todos buscan el poder. Si dicen que lo persiguen para hacer el bien, peor todavía: enmascaran su supremacía. 

En el universo woke, las narrativas resultan esenciales. No hay convicción válida, salvo una: nos están sometiendo. Una vez que hayamos despertado —woke, en inglés— e identificado esa celada, podremos intentar deconstruir el sistema opresor. El primer gran asunto fue la raza: la opresión ejercida por los blancos. Luego, el sexo: la tiranía de los varones sobre las mujeres, y la de los heterosexuales sobre los homosexuales. Se llegó a la teoría queer, la opresión sobre quienes no se identifican con las categorías binarias hombre/mujer, homosexual/heterosexual. También se deconstruyó el discurso colonial, con su exaltación de Occidente y su desprecio de lo demás. Así, el poscolonialismo se erigió en método, porque en el mundo woke todo es cuestión de método, de saber cómo deconstruir el lenguaje opresor. 

Por ese sumidero se hundieron en el desprestigio los ideales —familias, naciones— y creció el cultivo de la denuncia. No cabía encontrar a nadie a quien admirar; solo quedaba reconocer a las víctimas y ponerse de su lado. Había que identificar esos grupos sufridores de injusticias. Esa era la esperanza de progreso: haber despertado, desenmascarar los discursos dañinos y cancelarlos.

Esta cultura de la cancelación arraigó en los campus norteamericanos primero y luego en la política. El lenguaje políticamente correcto se convirtió en norma, en un deber que no afecta solo al hablar: busca modelar el pensar. No hay pensamiento sin discurso, sino solo discurso. Nació así una retórica con vocación de silenciar a quienes no se identificaran con ella. 

La idea tiene un punto de paternalismo extremo, de imposición de la justicia por la fuerza. Para los seguidores dew lo woke la verdad no importa; ni siquiera existe. Es la herencia paradójica del relativismo: absolutiza la voluntad de poder de los dueños del discurso «liberador». Una vez demolida toda verdad como referencia, al bien lo sustituyó una suerte de rechazo del mal. Triunfó la mentalidad acusatoria: se vive para señalar el mal en los demás. En el presente o en el pasado, hay que descubrir a los culpables y señalarlos. 

En realidad, no es tan nuevo. Hace más de quince siglos, Agustín de Hipona definió esa mentalidad: «Los hombres sin remedio son aquellos que dejan de atender a sus propios pecados para fijarse en los de los demás. No buscan lo que hay que corregir, sino en qué pueden morder. Y, al no poderse excusar a sí mismos, están siempre dispuestos a acusar a los demás».

LA PREGUNTA DEL AUTOR

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