Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Un genio humilde


El aspecto de Antonio López se va identificando progresivamente con el de las personas que aparecen en sus obras, por lo general sobrias y concentradas. A sus ochenta y dos años, es como si la vida fuera esculpiendo al escultor, volviéndolo más enjuto, más pálido, más encorvado y algo más lento de movimientos aunque con la sonrisa y la viveza en los ojos de siempre: un hombre de una sensibilidad y una inteligencia portentosas con un disfraz de persona normal.

Parece importarle poco ser el segundo autor español vivo más cotizado (un cuadro de la serie Torres Blancas se vendió por cerca de dos millones de euros en 2008) y da una importancia relativa a las críticas especializadas positivas que suelen acompañarle. Tampoco se la concede a los premios recibidos, entre los que despuntan el Nacional de Arquitectura (1965), el Príncipe de Asturias de las Artes (1985), la Medalla de Oro de la Ciudad de Madrid (2010) y varios doctorados honoris causa, como el de la Universidad de Navarra (2011).

Antonio López ha conseguido algo quizá más difícil: la conexión de un artista contemporáneo con el público general. Su personalidad, ajena a toda estridencia y sofisticación, y su presencia en la calle, en los medios de comunicación y en los museos han facilitado seguramente esa sintonía. Desde su llegada a Madrid en 1949 convirtió las calles de la ciudad en objeto de su arte y, muchas veces, en su propio taller. Con el tiempo, sus pinturas de la Gran Vía o de barrios de las afueras se han erigido en verdaderos iconos del arte madrileño y español. Su presencia en la película El sol del membrillo, dirigida en 1990 por Víctor Erice, y las numerosas entrevistas en periódicos y televisiones han permitido conocer plenamente de cerca al artista. Por otra parte, sus retrospectivas (en el Museo Reina Sofía en 1993, en Boston en 2008 y en Madrid y Bilbao en 2011) y la más reciente exposición colectiva «Realistas de Madrid» (2016) se convirtieron en acontecimientos de repercusión muy amplia.

En sus sesenta y cinco años de carrera Antonio López ha pasado por varias etapas artísticas, que los expertos han analizado con detalle en la amplia bibliografía disponible sobre él; se le ha encuadrado en diversos movimientos —realismo, surrealismo o hiperrealismo—, siempre dentro de la figuración y al margen del informalismo y la abstracción más frecuentes en las últimas décadas. Él, sin embargo, procura escapar de las etiquetas generales y suele situarse sencillamente en el grupo de artistas amigos suyos con los que ha compartido una visión del arte y de la vida: Francisco López Hernández y su mujer, Maribel Quintanilla, el matrimonio formado por Julio López Hernández y Amalia Avia, Enrique Gran, María Moreno, esposa del propio Antonio López, y su tío, Antonio López Torres (Tomelloso, 1902-1987).

De Mari (Madrid, 1933) es de quien Antonio López se siente más deudor: «Es la luz que me ha guiado en el arte y en la vida». Se casaron en 1961 y han tenido dos hijas: María y Carmen. Durante décadas Mari desarrolló una carrera como pintora con buena aceptación en ámbitos artísticos, aunque menor entre el gran público. La mala situación de su salud preocupa profundamente a su marido.

A pesar de la edad y del normal desgaste, Antonio López trabaja en varios proyectos, algunas decenas según él mismo. Su posición de pintor reconocido le permite flexibilizar los plazos de ejecución y entrega, como sucedió con La familia de Juan Carlos I, obra a la que dedicó de manera intermitente más de veinte años. Sin embargo, lo que no cambia es su actitud ante cada escultura, ante cada cuadro: la interrogación inconformista por «la mucha realidad y el mucho misterio» presentes en las escenas de la vida cotidiana, en las que «no hay nada anodino» y en las que «conviven lo efímero y lo eterno». Asombro permanente, sinceridad como actitud artística y ética, trabajo minucioso, paciencia de quien es capaz de esperar a que la realidad se revele lenta y paulatinamente: estos rasgos, entre otros muchos, hacen pensar que el genio de Antonio López es inagotable, pues cada día renace en su búsqueda de la luz oportuna, del momento preciso.