Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Sesenta años en un caserío de montaña

Javier Marrodán [Com 89]


Algunos caseríos de Etxalar tienen nombres de resonancias antiguas, quizá porque su arquitectura sencilla ha sobrevivido a los siglos y a las generaciones en laderas inclementes donde los caminos surcan a la vez la geografía y el tiempo. Aldalurko Borda es uno de ellos. Pertenece al barrio de Lakain Apezborro, seis o siete edificios de piedra dispersos por una de las laderas que ascienden hacia la frontera con Francia. Juan Mari Maya Sanzberro nació allí el 1 de julio de 1921. Creció junto a sus dos hermanos en un ambiente reducido y bucólico que discurría casi siempre con el ritmo y el calendario impuestos por el ganado. Bajaba al pueblo para asistir a las clases que don Pablo Legaz –un maestro que “no sabía vascuence” y al que aún recuerda con gratitud– impartía a los treinta o cuarenta niños que en aquel entonces vivían en Etxalar. El trayecto a la escuela suponía entre media hora y tres cuartos de hora por caminos que se alfombraban de hojas en otoño, se cubrían de nieve en invierno y se llenaban de barro con las lluvias de todas las estaciones. En más de una ocasión, Juan Mari coincidió por aquellas veredas de montaña con Juanita Ariztegi Sanzberro, un año menor que él, del caserío Basatea, también en el barrio de Lakain Apezborro. Juanita era la penúltima de siete hermanos en una familia que sobrevivía gracias a algunos animales –vacas, cerdos, ovejas... – y a una pequeña huerta, como casi todas las demás.

Ambos eran unos niños, pero aquella amistad infantil se fue estrechando con los años y con algunos bailes estivales en la plaza de Etxalar, donde la única música la ponía un acordeonista asomado a la ventana de un primer piso. Eran tiempos de dificultades y carencias que se acentuaron con la guerra: los tres hermanos mayores de Juanita fueron movilizados y a Juan Mari le tocó vigilar la frontera en los compases finales de la contienda a pesar de que aún no había cumplido 18 años. Fue justamente entonces, mientras España se desangraba en Somosierra, en Teruel o en el frente del Norte, cuando el interior de Aldalurko Borda se iluminó por primera vez con una bombilla. La conducción fue posible gracias a una minicentral eléctrica que construyó de forma artesanal Teodoro Berrueta, que vivía con su familia en la Venta de las Palomeras, no muy lejos de Lakain Apezborro.

Juan Mari hizo su mili de 41 meses entre Vitoria y San Sebastián, y el 15 de octubre de 1950 contrajo matrimonio con Juanita en la iglesia parroquial de Etxalar, en presencia de treinta invitados que compartieron un sencillo almuerzo en el bar de la localidad. El viaje de novios consistió en una semana en San Sebastián, y el joven matrimonio se instaló a la vuelta en Aldalurko Borda. Allí continuaron, ya juntos, una vida muy parecida a la que habían llevado hasta entonces. “Ha habido momentos buenos y otros menos buenos”, resume Juanita los sesenta años que ha compartido con su marido. Nunca tuvieron demasiado tiempo para otras actividades que no fueran las propias del caserío. “El ganado te lleva mucho tiempo, te acuestas tarde y te levantas pronto”, explican sin ninguna resignación. “Como no hemos conocido otra cosa, lo hemos sabido llevar”, casi se excusan. En el caserío nacieron los tres hijos de la pareja, que al día siguiente, como era costumbre entonces, fueron bautizados en la parroquia. Juanita aún recuerda la pena que le dio no poder asistir a la ceremonia, pero la media hora de descenso hasta Etxalar resultaba excesiva para una mujer que acababa de dar a luz. Hoy son abuelos de siete nietos, el mayor de 29 años.

Nunca se han alejado demasiado de Aldalurko Borda en los últimos sesenta años. Gracias a Arkupeak, la asociación de jubilados de la zona, han conocido algunas localidades próximas, pero Juanita ni siquiera ha estado en el cine. Eso sí, en los inviernos de antaño se entretenía con un transistor que un pariente le trajo de contrabando desde Francia. Juan Mari sí que hizo una excepción en esa geografía reducida de su existencia: en 1994 viajó a Estados Unidos con el fin de visitar a su hermano, que tiempo atrás había cruzado el Atlántico para trabajar de pastor en Reno (Nevada), y que se quedó a vivir allí. Aún le brillan los ojos al evocar aquellos paisajes donde se enfrentaron a una soledad opresiva varios de sus paisanos, o el tráfico interminable del puente de San Francisco, que cruzó hasta en cuatro ocasiones, o el espectáculo de neón de Las Vegas, toda una exhibición de opulencia frente a aquella bombilla pionera de su infancia.

Hay otros matrimonios veteranos en el Etxalar del siglo XXI. Juan Mari Maya y Juanita Ariztegi recuerdan la historia de Josetxo Yanci y María Esther Berrueta. Ella es hija de aquel Teodoro que hizo posible la primera instalación eléctrica de Lakain Apezborro en 1937, y aún viven en la antigua Venta de las Palomeras. Se hicieron novios cuando apenas habían cumplido 17 años. La necesidad apremiaba a ambas familias, y Josetxo se fue a América a trabajar de pastor. Estuvo once años en el monte, a cargo de un rebaño de dos mil ovejas, y muy de tarde en tarde bajaba al rancho donde le guardaban las cartas que María Esther le iba escribiendo todos los días desde Etxalar. Regresó en 1959 y ese mismo año se casaron. Juan Mari y Juanita sonríen al relatar su historia, y sonríen también, sin palabras, cuando alguien les pregunta por los sesenta años que llevan juntos. Desde hace unos meses viven con uno de sus hijos en Etxalar, que hoy suma cerca de 900 vecinos. Las ventanas de la vivienda dan a la plaza. A una de ellas se asomaba hace setenta años el acordeonista que amenizaba los bailes festivos de la localidad. Juan Mari lo recuerda con gracia, como si aquella música sencilla que envolvió su noviazgo no hubiera dejado nunca de sonar.