En el número anterior os confesaba mi conflictiva relación con las pantallas, cómo —al final del día— me percato de la bochornosa cantidad de tiempo perdido miserablemente con ellas. Los teléfonos móviles ofrecen todas las semanas al usuario el tiempo de uso e, incluso, la posibilidad de restringir las horas que dedica a cada aplicación. Esta información suele sorprendernos, en nuestra cabeza solo hemos usado WhatsApp para transmitir recados y ojear redes en tiempos muertos.
Resulta irónico, ahora que están de moda la meditación y el mindfulness —dejar la mente en blanco, ceñida estrictamente al aquí y al ahora—, que sea más complicado que nunca detener nuestros sobreestimulados cerebros. Imagino que el mindfulness se ideó para luchar contra esa tendencia tan natural nuestra de vivir proyectados en un futuro que aún no ha llegado o anclados en un pasado que ya no volverá. El éxito de las redes consiste en que nos distrae sin esfuerzo de este ir y venir del pasado al futuro, basta con abrir la pantalla y trastear un poco. Dopamina rápida y barata. Ocurre lo mismo con el hecho de elegir como entretenimiento el formato audiovisual, en lugar de la lectura u otros hobbies. La pasividad resulta siempre una tentación demasiado grande.
Consciente de todo esto, probé a hacer apagón digital durante el verano. El primer sabotaje vino de la propia tecnología: me compré un Nokia de solo llamadas al que fui incapaz de volcar todos los contactos de mi agenda. A las dos semanas dejó de funcionar. Llegué a plantearme comprar uno de mayor calidad, pero para entonces había comprobado ya que, en términos sociales y laborales, no tener WhatsApp es casi el equivalente a no disponer de una cuenta corriente en el banco. Conseguí, en todo caso y por ser verano, reducir bastante el uso de tecnología y agradecí estar menos acelerada, poder leer más y disfrutar de mi familia sin distracciones.
Con el inicio del curso escolar el problema volvió a aparecer, y no estoy pensando únicamente en los insistentes «pues a Fulano sí le dejan ver la tele» de mis hijos, sino en el tipo de formación que están recibiendo. Resulta frustrante sentir que se educa contra marea en este tema y que, encima, los colegios estén también llenos de pantallas. En especial cuando se utilizan de forma táctil o para proyectar vídeos.
Estamos muy equivocados al creer que lo que se teclea en un ordenador en nada difiere de lo anotado con un bolígrafo. Los procesos cerebrales son distintos, mecanografiar llega a resultar automático, por lo que el contenido no lo digerimos igual que cuando escribimos a mano. Quien alguna vez tuvo la tentación de usar una chuleta en un examen lo sabe. En un papelillo que esperas que pase desapercibido el espacio escasea, por lo que hay que sintetizar lo que se quiere dejar escrito en él, es decir, se procesa la información en el cerebro de un modo que en nada se parece al mero taquigrafiado. Por este motivo las chuletas suelen ser personales e intransferibles: solo las entiende quien las diseñó. Sonará escandaloso lo que digo, pero el decimonónico ministro José Canalejas empleaba esta misma táctica al enfrentar un discurso: se anotaba en el puño de la camisa los conceptos clave que quería desarrollar.
En las escuelas de Suecia han desterrado todo lo digital: vuelven al libro, papel, lápiz y pizarra. A los alumnos de este curso les recomiendo lo mismo y, además, preparar resúmenes, esquemas y esquemas de los esquemas. Por último, que se hagan chuletas minúsculas que no llegarán a usar: gracias a la tinta, se habrá quedado todo grabado a fuego en sus cabezas.