El estreno de Bitelchús Bitelchús —secuela de una de las primeras películas de Tim Burton— invita a repasar algunas de las claves de la filmografía del inclasificable cineasta californiano.

En 1998, Tim Burton estrenó una alocada comedia sobre fantasmas: Bitelchús. Había debutado en el largometraje un par de años antes con La gran aventura de Pee Wee después de escribir y dirigir un par de cortos (entre otros, el brillante Frankenweenie). Era entonces un primerizo, que todavía no había rodado las entrañables —y sobresalientes— Big Fish o La novia cadáver, las extravagantes Sleepy Hollow o Mars Attack, las más que aceptables adaptaciones de Dahl o Carroll, ni las decepcionantes Big Eyes y Sombras tenebrosas.

En aquellas fechas, no conocíamos el universo que el cineasta californiano llegaría a desplegar en las siguientes tres décadas. Pero Bitelchús apuntaba maneras. O, mejor dicho, apuntaba personajes, estilo, modo de narrar y entender el cine.

Bitelchús Bitelchús retoma la historia original muy por los pelos. Si en la primera cinta un matrimonio de fantasmas contrataba a Bitelchús para espantar a la familia Deetz de su antigua vivienda, ahora, treinta años después, la familia regresa a la casa, y se encuentra de nuevo con Bitelchús. Esta es una sinopsis apresurada: en la película pasan muchas cosas… y no pasa, en el fondo, nada realmente decisivo. El ritmo es vertiginoso, los personajes hacen y deshacen, se pasean por el más acá y el más allá, las subtramas se multiplican y todo estalla en un final imposible y abierto. Y, en medio de este festín, las señas de identidad de Burton.

ENTRE LO GROTESCO Y LA TERNURA

Gran parte de su cine se mueve en el territorio de lo grotesco. En escenarios bizarros o macabros pululan personajes de ojos enormes o cabezas minúsculas… o sin cabeza. Payasos y marcianos de facciones desencajadas y comportamientos histriónicos. Y, a pesar de todo, dignos de ternura. En sus historias apenas incluye villanos, pero, si aparecen, más que rechazo inspiran compasión. La mayoría de los personajes, hasta un ser tan aparentemente malicioso como Bitelchús, son frágiles. Les caracteriza su vulnerabilidad, que a veces es causa —o consecuencia— de un amor arrebatado y romántico, que traspasa las barreras del espacio… y del tiempo.

Aunque, desde el punto de vista cinematográfico, estén a años luz, Bitelchús Bitelchús me recordó a La novia cadáver. La primera es una fantochada —nunca mejor dicho— y, la segunda, una obra maestra —la mejor película de Burton—, pero en las dos queda patente que, si algo mueve a sus personajes, es el amor. Apasionado a ratos, otras tosco o imposible, pero siempre vital. Burton es un romántico y sus criaturas aman —o al menos lo intentan—. A ratos incluso podría parecer que más que un drama gótico de terror uno ve una comedia negra de enredos. No estoy tratando de aportar hondura antropológica a una película que solo es un divertimento. Bitelchús Bitelchús no es Big Fish, pero, como en Big Fish, los personajes estarían dispuestos, no solo a sembrar un campo de narcisos, sino, directamente, a descender hasta el Averno.

EN LA FAMILIA ESTÁ LA CLAVE

Burton también es un especialista en retratar la importancia de los lazos de parentesco, a través de familias profundamente imperfectas, pero también profundamente necesarias. Su última película se construye —como Charlie y la fábrica de chocolate o Big Fish— sobre un conflicto paternofilial (en este caso, maternofilial). Y, aunque las parejas deambulen buscando el amor, la trama principal se apoya en el cariño incondicional, en ocasiones doloroso o hiriente, de padres e hijos. En la obra de Burton, como en la vida, el lugar de donde se viene marca a fuego el lugar a donde uno va.

Burton cuenta también con su propia familia profesional. Lógico en un cineasta que valora la fuerza de los vínculos y con una visión tan concreta del cine. El californiano tiene sus nombres de cabecera: ahí están John August en el guion o Chris Lebenzon en la edición. También la diseñadora de vestuario Colleen Atwood, con sus creaciones extravagantes y disruptivas. Y, por supuesto Danny Elfman, creador de la mayoría de las bandas sonoras de sus películas, que, en este caso, aporta la genialidad y la oscuridad de unas melodías dispuestas a mezclar lo inmezclable.

En definitiva, Burton llevaba cinco años —desde Dumbo (2019)— sin estrenar películas. Eso sí, había escrito y dirigido la sobresaliente serie Miércoles. Su regreso es una cinta menor, pero con todos los ingredientes de su filmografía.

Recuerdo ahora, lo escribí en su momento, que la última película que vio Jorge Collar —«el» crítico de Nuestro Tiempo— fue precisamente Dumbo. Quizás debería haber empezado esta crítica por ahí. Preguntándonos qué hubiera pensado Jorge de Bitelchús Bitelchús.

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