Opinión Filosofía Vínculos Luz ajena
El corazón de la filosofía guarda la muerte de Sócrates como una de sus historias más representativas. Quizá lo más entrañable de la condena a la cicuta sea la compañía de sus amigos y el ánimo con el que logró disipar la tristeza del momento para acometer una discusión sobre la inmortalidad del alma. Ese espíritu dialógico, no en la soledad de un estudio o en la paz de los desiertos, sino en compañía de otros interlocutores, constituye la gran herencia que Sócrates nos dejó. Por eso, a pesar de que la Apología —su defensa ante el tribunal que lo sentenciará a la pena mayor— suela usarse con más frecuencia para introducir su figura, me parece preferible llegar a él después de haber experimentado el Sócrates más dialogante e indagador. Me atrevería a sugerir el Menón como una puerta de entrada al alma de Sócrates y a los requisitos de su método. A quienes ya han iniciado su propio camino filosófico les recordará algunas de las condiciones de una conversación en la que ambos interlocutores persiguen la verdad.
¿Qué aprendemos del Menón? Lo primero, que Sócrates distingue entre los intercambios que solo pretenden discutir y ganar argumentos, y los que se tienen entre amigos. Aquí ya se asume que el tono de una conversación es el de una búsqueda en común. Por eso, entre amigos (unidos, ante todo, por un mismo anhelo de encontrar la verdad), no basta con replicar e invitar la refutación, sino que hay que usar términos que ambos interlocutores comprendan. Esto supone una dificultad porque no siempre advertimos la carga semántica de una palabra, y solo cuando nos vemos empujados a reflexionar sobre su significado nos damos cuenta del sentido impreciso con que la usamos. Los debates puramente terminológicos pueden ser un obstáculo para que la discusión filosófica tome vuelo —«de nominibus non est disputandum»—, pero sin una comprensión básica de los términos y los presupuestos de los que parte el otro, es difícil que haya un genuino encuentro de pensamientos.
Para que eso suceda también es necesaria la apertura de ambas partes, que es una manifestación de humildad. Menón aparece a veces como un conversador poco ideal porque quiere respuestas rápidas y se impacienta ante el camino más largo que le ofrece Sócrates, el de la indagación. Sócrates le reprocha que cuando habla no hace otra cosa que mandar, como los niños malcriados, que proceden cual tiranos. Dicho de otro modo, así como es preciso hacer preguntas, también conviene dejarse cuestionar y reconocer las dificultades allí donde las haya.
En este intercambio se asume otro de los requisitos de la conversación filosófica: la confianza en que, aunque ninguno tenga la solución de antemano, cada uno puede aportar algo para avanzar juntos. La famosa paradoja del Menón —¿cómo es posible buscar aquello que se ignora, y si se ignora, cómo asegurarse de haber hallado la respuesta?— aparece como un peligro para toda investigación. Si la sabiduría fuera solo una transferencia del que sabe al que no sabe, no habría problema ni paradoja. Pero si dos ignorantes se lanzan juntos en pos de la verdad, ¿cómo la encontrarán? Sin necesidad de adoptar la doctrina de la reminiscencia, se puede compartir el núcleo de la solución socrática a la paradoja: las preguntas construyen un camino que conduce a hallar el conocimiento en uno mismo cuando se advierte, a través de un examen detallado, que algo es cierto. La seguridad de Sócrates de que «la verdad de las cosas está siempre en nuestras almas» puede interpretarse como una confianza contra el escepticismo. Creer en la posibilidad de éxito de un diálogo nos hace «mejores, más esforzados, menos inoperantes que si creyésemos que no conocemos ni somos capaces de encontrar lo que no sabemos, ni que es necesario buscarlo». Aunque el error sea un riesgo real y las conversaciones filosóficas muchas veces terminen muy lejos de una conclusión definitiva, de Sócrates aprendemos que vale la pena correr el riesgo. No vaya a ser que las conversaciones con nuestros amigos no transciendan nunca lo anecdótico.