El jardinero y la muerte

Un libro, un luto

25 de junio de 2025 3 minutos


Gueorgi Gospodínov
Impedimenta, 2025
224 páginas
22,95 euros 

Primer precipicio. Nace su hija. Cáncer de su padre. Se salva. 

Segundo precipicio. Gana el Booker Prize con Las tempestálidas. Otro cáncer de su padre. Meses contados. 

Ese doble sino arrastra a Gueorgi Gospodínov a los hospitales de Sofía, le obliga a regresar a sus miedos más terribles y —como si la literatura pudiera hacer algo— a empuñar un cuaderno para registrar las últimas palabras paternas. Esos apuntes, «anotaciones al margen del mutismo», amoldan el fondo y la forma de El jardinero y la muerte. 

A veces el lenguaje es clínico. Otras, doliente. O poético. O llano. «Me gustaría que hubiera algo de luz en estas páginas», implora al inicio. «Narrar una muerte no es más fácil que padecerla», sentencia en el intermedio. La escritura del libro cambia conforme el padre cambia. El padre de la infancia —melena de tigre, invencible jugador de ajedrez, navaja suiza siempre en el bolsillo, espíritu duro, rocoso, contador de historias insaciable, jardinero— demuestra, en el lecho mortal, conversaciones pospuestas, pasados callados. Vulnerabilidad. «Alimento a mi padre como un pajarito. Tres uvas para comer, ya está. Sus huesos también son de pájaro, delgados, afilados, frágiles», acota Gospodínov

Incluso el autor se transforma. Vuelve a la pesadilla que le impulsó a escribir: su familia en el fondo de un pozo y él gritando desde arriba. Como no podía hablarle a nadie («Los sueños contados se llenan de sangre», advierte la abuela), el niño Gospodínov la transcribió a puño y letra. No volvió a soñar con esa escena; tampoco consiguió olvidarla: «Ese fue el precio». Casi cinco décadas y una carrera literaria después, en la agonía paterna, le asalta el mismo pánico, el mismo temblor, acaso fortalecido: «Yo, que creo en las palabras, no tenía palabra alguna». 

«Si uno quiere aprender de sus padres cómo será su futuro, cómo va a envejecer, también uno quiere aprender de ellos la última lección: cómo hay que morir», escribió Brodsky en Una habitación y media. Un deseo similar gobierna El jardinero y la muerte. Además, al igual que el poeta ruso («Mentiría si recurriese a la cronología»), Gospodínov enhebra su libro con prosas independientes e interdependientes a la vez. ¿Clasificación fácil? Él, escéptico, propone dos términos: «novela-memoria» y/o «novela-jardín». Lo cierto es que la muerte no tiene etiquetas: las tritura. Lo cierto es que, como el artista Ersan Mondtag (de quien ha escrito), él aspira a forjar un «pequeño museo de lo cotidiano, del hombre no heroico». Lo cierto es que el dolor del final abisma todas las páginas. 

Plegarias y reproches. Aeropuertos desolados y casas pretéritas. Membrillos y parches de fentanilo. Epitafios de Borges y cuadros de Munch. Visceralidad y ternura. Quirófanos vacíos y tumbas repletas de arbustos. Hemorragias y chistes deliciosos. Anécdotas ingeniosas y elegías de Auden. Álbumes familiares y nombres olvidados. Nostalgia y desesperación. Las tardes infinitas de la niñez y los minutos finales del moribundo. La literatura de Gospodínov serpentea en los opuestos, cuestiona las fronteras: ahí la potencia de su voz. Por eso sus confesiones eluden el sentimentalismo y la pedantería. Desde el arranque («Mi padre era jardinero. Ahora es jardín»), la fuerza libro nunca cesa, tan llena de iluminaciones sombrías y sombras iluminadas. 


Otras reseñas

¿Quieres escribir en nt?

Siempre estamos buscando buenos colaboradores para la revista. Si tienes una buena historia, queremos escucharte.

Newsletter