El día de san Francisco estábamos convocados para celebrar el setenta aniversario de Nuestro Tiempo. Fue una fiesta sencilla y dulce, de reencuentros y recuerdos, pero más orientada hacia el futuro que nostálgica. Hablamos de periodismo lento, característico de la revista y que tan importante me parece para entrenar a los periodistas que practicarán el periodismo que más influye y que, por naturaleza, es rápido, cada día más rápido.
Los estudiantes sueñan con firmar páginas lustrosas de periodismo lento. Columnas, entrevistas y reportajes más cercanos a la literatura que a la actualidad. Quizá porque en ese territorio se mueven las grandes figuras de la novela, de la poesía y del ensayo o los veteranos más prestigiosos de las redacciones. Esos géneros de autor me parecen muy necesarios hoy. El mundo necesita traductores porque se ha vuelto inmanejable para tantas personas: esa jerigonza irreconocible que ya no refleja una cultura compartida, unos ideales comunes, una comunidad. El periodismo lento intenta explicarse por qué ocurre lo que ocurre y es capaz de bucear en los entresijos de la ciencia o la técnica y, sobre todo, en las hondonadas del alma humana, tan misteriosas. Pero lo difícil de verdad, lo que requiere de un periodista de cuerpo entero, es hacer eso mismo en tiempo real: en la hora en la que las noticias suceden. Y no hay entrenamiento mejor para eso, partiendo de una personalidad equilibrada y una cultura suficiente, que el periodismo lento que los alumnos aprenden en el Programa de Edición de Revistas Culturales de Nuestro Tiempo.
Y en las aulas. Ander Izagirre, a quien acompañaba en el coloquio, llegó a la Universidad queriendo ser periodista. Esa pasión inicial, acaso todavía informe, se agigantó y concretó en la Facultad de Comunicación, según dice. Al día siguiente del aniversario de NT, el sábado 5 de octubre, estaba programada una reunión de antiguos alumnos. La abrió la decana, Charo Sádaba, que nos dio tres titulares sobre el plan estratégico del centro para los próximos años. Y el primero de todos ellos, no sé si con estas palabras, consistía en seguir apostando por el periodismo. Hace menos de quince años, tal declaración se habría considerado una obviedad.
Observo desde hace tiempo un progresivo maltrato al periodismo. Por supuesto, hay un maltrato político, aunque en eso poca novedad puede encontrarse: siempre ha existido de un modo explícito en los autoritarismos, de un modo oblicuo en las democracias, a menudo trufado de lisonjeras declaraciones de respeto, cada vez más escasas y falsas. Sin embargo, los ataques verdaderamente dañinos, los capaces de matarlo, provienen de la mismísima profesión, de personas e instituciones que deberían promocionarla, pero actúan como sus enemigos letales. El periodismo sabe qué hacer para defenderse de los poderes políticos y económicos. ¿Y de los propios profesionales? He llegado a leer un titular que decía: «Periodistas contra el periodismo».
Por eso es tan importante que las facultades no abandonen la formación de periodistas capaces de contar y dar sentido a este mundo nuestro en lugar de formar, todo a la vez, community managers, técnicos en relaciones públicas y en protocolo, expertos en comunicación corporativa, gestores de improbables productos de nicho, merodeadores de despachos y lobbies, influencers de fortuna, trapecistas de la inteligencia artificial y realquilados tardíos del metaverso: no importa que sepan hablar o escribir, basta con que no hayan leído, con que sean dúctiles y sirvan para un roto y para un descosido, que sean recambiables. En las facultades de comunicación estamos a un tris de perder el norte del periodismo. Me gustan las prioridades de la decana.