Leo que las familias andan más preocupadas por el futuro de los hijos varones que por el de las chicas. Pero, en el mismo ensayo, el joven y reconocido psicólogo Rob Henderson dice que, desde hace cuarenta o cincuenta años, los niveles de felicidad percibida en las encuestas han bajado muchísimo más entre las mujeres que entre los hombres.
Es verdad que los chicos siguen cayendo como moscas en el frente educativo. Antes incluso de dar la batalla, los pantanos de la inmediatez se los tragan: videojuegos y pornografía les afectan menos a ellas, más capaces de disciplina, más ordenadas y previsoras, mejor equipadas para el sacrificio y la paciencia por lejano que parezca el objetivo. Ellos, sin embargo, prefieren pasárselo bien ahora, andan escasos de madurez y de recursos para resistir la tentación, incluso sabiendo que arriesgan el porvenir.
Lideran el fracaso escolar. Rara vez el mejor expediente de bachillerato corresponde a un chico. Representan un porcentaje menguante de los estudiantes universitarios. Empiezan a escasear entre las profesiones que requieren concurso: médicos y jueces, por ejemplo, o en los niveles más altos de la Administración pública. Y a los profesores de las enseñanzas primaria y secundaria se les ha puesto cara de especie en extinción.
Parece que esta geografía humana ha generado mapas nuevos y sorprendentes: la brecha salarial ha ido suturándose y crece aceleradamente el número de matrimonios en los que ganan más ellas que ellos. Un repaso mental rápido a mi entorno confirma lo que dice el ensayo, ilustrado con estadísticas yanquis. Y corrobora también la dificultad de las chicas para encontrar compañeros de un nivel intelectual similar, es decir, iguales con los que se pueda hablar, entablar amistad verdadera y, acaso, emparejarse. La palabra pareja implica una cierta igualdad: aunque ahora a las parejas de calcetines o de guantes se les permita exhibir colores diferentes y hasta las de la Guardia Civil sean mixtas a menudo.
El ensayo al que me refiero omite cierta paradoja: donde la cartografía señala hoy territorios con una presencia femenina desproporcionada —las universidades, por ejemplo— el comportamiento de ellas y ellos resulta menos prudente y delicado del que observan cuando la proporción es más equitativa o incluso inversa. Por lo visto, ese modo de relacionarse genera mucho feminismo radical, repleto de agravios y rechazos.
Cuenta Henderson que cuando su abuelo le propuso matrimonio a su abuela —padres de su padre adoptivo— ella le exigió para comprometerse que dejara de fumar, que dejara de beber y que dejara de apostar. Él aceptó las condiciones y las cumplió durante los siguientes sesenta años. Ahora resulta más improbable que alguien proponga matrimonio —las mujeres por las razones de siempre y los hombres por razones nuevas— y ya no es tan fácil disponer de autoridad suficiente para exigir ese tipo de condiciones. O cualquier condición. El número anual de matrimonios ni llega a la mitad de los de entonces. Y en esos tratos inestables y descomprometidos cifra Henderson la causa principal de infelicidad.
Lucia Berlin narra muy bien el final de la vida sin amor ni compromiso, con su protagonista sentada en un porche, acompañada por una bombona de oxígeno de la que no puede separarse, mientras contempla una bandada de cuervos que se había ido posando en un árbol sin hojas, detrás de su casa, sin que ella hubiera advertido que habían ido llegando allí uno a uno. Hasta que desplegaron las alas negras y volaron sobre su soledad, hacia las montañas.
La soledad es el penúltimo precio.