Tenemos una faceta trascendente: aspiramos a sobrepasar el aquí y ahora de lo sensible. Este anhelo nuestro, del que no existen ni vestigios en otras especies, comporta vaciarse o llenarse en la realidad de un modo que no tiene que ver con nuestras otras experiencias y necesidades. Sea mediante un afecto religioso de disolución en lo absoluto, en un arrobamiento estético o en cualquiera de sus otras manifestaciones, buscamos alguna forma de ultimidad, porque este mundo se nos queda pequeño y algo tira de nosotros hacia lo sublime.
En la Encyclopédie, Louis de Jaucourt define lo sublime como «todo lo que nos eleva por encima de lo que éramos, y al mismo tiempo nos hace sentir esa elevación». Estamos sobredimensionados, optamos al infinito. El «cielo estrellado sobre mí» de Kant, las estatuas de la Isla de Pascua, el último movimiento —Resurrección— de la Segunda Sinfonía de Mahler, el desierto de Kalahari al caer la noche o la claraboya de una iglesia: puede uno inclinarse a una posibilidad u otra, lo que no puede uno es denigrarlas todas sin ponerse en evidencia. «Pusilla res est hominis anima, sed ingens res est contemptus animae»; como escribió Séneca en sus Cuestiones naturales: el alma es una cosa pequeña, pero es cosa tremenda el desprecio del alma.
Al trascender cedemos gozosamente ante un poder que se nos impone. Atisbamos una grandeza indecible y nos entregamos en un plano que no es biológico ni social ni afectivo, en un nivel que tiene sus propias hechuras y reglas. De algún modo, no es algo que hacemos, sino que nos ocurre, aunque por supuesto pueda uno predisponerse. Por eso decía Jiddu Krishnamurti que no es posible dirigir el viento, pero hay que dejar las ventanas abiertas.
Trascender es afrontar lo indescifrable. Se instaura una economía imposible: sacar de casi nada un rédito extraordinario, la multiplicación de los panes y los peces. Un austero retiro en un convento, un gong cadencioso, la danza de los derviches… La mística tiene una base prosaica desde la que obtiene resultados insólitos. No hay experiencia más universal y democrática: cualquiera puede pensar lo incognoscible y querer por encima de todos sus deseos. El contemplativo se empequeñece y así se agranda, esa es la esencia de su particular milagro.
Lo insondable hace sentir una seguridad categórica que no admite racionalización. Es la máxima independencia a través de la máxima dependencia escogida, sucumbir por decisión propia a una fuerza irresistible. Pero no es un pasatiempo, ni es fácil; se vislumbra un acantilado, se camina entre riscos. Schiller anota en Lo sublime que, «para que la razón busque refugio en la idea de libertad, debe estar en juego algo grave».
Intelecto y emoción empujan al hombre a esta terra ignota. Una vez allí, lo dejan solo en un no-espacio y un no-tiempo en el que solo puede adentrarse de puntillas. Entre fogones, en medio de un olivar, de rodillas ante un altar se entabla una conversación con la realidad misma, se busca una conjunción con Dios, la humanidad entera o el cosmos (valga la redundancia). Hay dialectos, pero es universal el lenguaje porque lo es la experiencia. Tal vez lo de menos sea la vía. Hace unos años, después de una conferencia en Francia, al dalái lama se le acercó un señor que le dijo que tras escucharle pensaba renunciar al cristianismo para hacerse budista. La respuesta del dalái fue antológica: «¿Por qué va a hacer eso? ¡Si el cristianismo está muy bien!».
Los seres humanos nos procuramos realidades ultraterrenas en un visaje de expansión irrazonable. Shelley denominó a este gesto «el deseo de la polilla por la estrella»; una pretensión desorbitada. Si la trascendencia emparenta naturalmente con la moral, el amor y la belleza es porque las cuatro constituyen lujos orgánicos, extraños idiomas preciosos que, hasta donde nos consta, solo nosotros hablamos en el universo.
Esta quemazón por lo Otro es un fuego común que, no obstante, puede ser pabilo titubeante o bosque en llamas. La realicemos o no, la capacidad de trascender nos caracteriza. Cuando esta posibilidad se eclipsa, permanece latente, y el hueco que resulta puede incluso medirse, pues tarde o temprano aflora, ya sea en forma de mera insatisfacción o con trazas patológicas. Como explicaba José Ortega y Gasset, «el hombre a veces no tiene manos; pero entonces no es tampoco un hombre, sino un hombre manco».