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Siria, octubre de 2012

Vista de los barrios de Saif al-Dawla e Izaa en Alepo durante duros combates entre milicianos del Ejército Libre Sirio y soldados de las Fuerzas Armadas sirias leales a Bashar al-Ásad

Irak, diciembre de 2016

Civiles iraquíes huyen de los combates entre el Ejército iraquí y las milicias del Estado Islámico durante una ofensiva sobre el barrio de Gogjali, en las afueras de Mosul.

Siria, octubre de 2012

Un hombre llora sobre el cadáver de su hijo, asesinado por un francotirador del régimen de Bashar al-Ásad a las puertas del Hospital Dar Al Shifa, uno de los pocos centros médicos que resistía en el lado rebelde. Pocos meses más tarde fue destruido.

Libia, octubre de 2011

Un rebelde libio avanza a cubierto tras un portón metálico durante la toma del complejo de comunicaciones Ouaga Dougou al sur de Sirte, la última ciudad en manos de los leales al dictador Gadafi, caído a finales de ese mismo mes.

Siria, marzo de 2013

Un miliciano del Ejército Libre Sirio celebra junto a un grupo de civiles el segundo aniversario de la revolución en Alepo.

Libia, septiembre de 2016

Un tanque de las fuerzas libias apoyadas por Naciones Unidas dispara contra posiciones controladas por milicianos del Estado Islámico en Sirte.

Irak, diciembre de 2016

Un grupo de cristianos, desplazados por el avance del Estado Islámico, celebran Santa Bárbara en una Iglesia en Irbil, en el Kurdistán iraquí.

Irak, noviembre de 2019

Un blindado estadounidense pasa junto a unas estudiantes iraquíes en su camino a Erbil. Después de la ofensiva turca sobre las Fuerzas Democráticas Sirias en Rojava, se retiran de sus posiciones en el Kurdistán sirio.

Siria, octubre de 2012

Un voluntario del Hospital Dar Al Shifa alumbra con una linterna el cadáver de un miliciano del Ejército Libre Sirio en un cementerio a las afueras de Alepo. Tras meses de bombardeos, también durante funerales, los entierros se realizaban de noche para evitar ser detectados por la fuerza aérea leal al régimen.

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Se cumplen diez años de la Primavera Árabe. El balance de aquellas revueltas ilusionantes en una docena de países que el mundo siguió en tiempo real a través de los medios y las redes sociales es muy desigual. Solo una democracia surgida entonces, Túnez, continúa como tal hoy. En Egipto y Libia, a pesar de la caída de sus viejos hombres fuertes (Hosni Mubarak y Muamar el Gadafi), no cabe hablar de mejoras de entidad. Entre los frutos más amargos, medio millón de muertos, unos doce millones de desplazados, toneladas de escombros, economías destrozadas, endurecimiento de algunos regímenes, varios conflictos activos y una guerra civil particularmente desgarradora en Siria.

Mohamed Bouazizi yace tendido en el suelo, rodeado de decenas de personas en la localidad turística tunecina de Sidi Bouzid. Son las 11:40 h del 17 de diciembre de 2010. El 90% de su cuerpo sufre quemaduras graves. Desesperado y fuera de sí, se ha inmolado después de que la policía destruyera sus escasas pertenencias de vendedor ambulante diciendo que carecía de permiso. Casi irreconocible por las heridas, le trasladan consecutivamente a tres hospitales en Sidi Bouzid, Ben Arous y Sfax. Demasiado tarde. Tras diecinueve días de tratamientos muy deficientes, fallece en su cama mientras miles de tunecinos toman las calles exigiendo democracia. Sin buscarlo, Bouazizi ha pasado a la historia y no solo ha incendiado su propio cuerpo sino una de las zonas ya de por sí más inflamables del planeta. Es el comienzo de la Primavera Árabe. Su muerte actuó como catalizador de un descontento social acumulado durante décadas —motivado casi siempre por la corrupción, la represión policial, la falta de derechos fundamentales, el hambre y el desempleo— y precipitó la oleada revolucionaria de más envergadura desde la caída del bloque soviético entre 1989 y 1991.

Ciertamente, el norte de África y Oriente Medio constituyen una zona caliente del planeta. Allí, cualquier acontecimiento —más en los países asiáticos— tiene una repercusión global. Las causas son múltiples: de un lado, su relevancia histórica y cultural como cuna de civilizaciones milenarias y sede de los lugares santos para las tres religiones monoteístas —islam, cristianismo y judaísmo—. Por otra parte, la geopolítica desde mediados del siglo XX, en especial tras la descolonización africana y el nacimiento del Estado de Israel en 1948, la ha convertido en escenario de tres conflictos que vertebran una larga espiral destructiva: el árabe-israelí, la división del islam en sus facciones suní y chií —que proviene del año 632 cuando, a la muerte de Mahoma, los primeros siguieron al suegro del profeta, Abu-Bakr, y los segundos a su yerno Alí—, y la tendencia de algunos actores externos (la OTAN y Rusia) a proyectar allí sus ambiciones económicas y políticas a través de injerencias agresivas o miradas hacia otro lado. A todo ello hay que añadir la proliferación de grupos terroristas de diversa entidad, sobre todo el ISIS (Islamic State of Iraq and Syria), nacido en 2014 a la sombra de Al Qaeda. Y tampoco conviene olvidar factores como la abundancia de petróleo y gas en la zona y el demencial volumen de venta de armas, con un flujo de material hacia Oriente Medio que —según un informe de Amnistía Internacional— creció un 87% entre 2009 y 2018, algo «lógico» teniendo en cuenta que Estados Unidos es el primer exportador mundial y Arabia Saudí el principal importador.

ESPERANZA INICIAL

Tras la muerte de Bouazizi, en pocos meses, las protestas tunecinas se trasladaron, con distintas intensidades, a Argelia, Egipto, Libia, Siria, Yemen, Jordania, Baréin, Irak, Sudán, Omán, Mauritania, Yibuti, Somalia, Arabia Saudí, Líbano, Kuwait, Marruecos y Sáhara Occidental. El entusiasmo de aquellas revueltas se vio alentado por los éxitos iniciales en las calles y en las sedes políticas y por un rasgo muy característico de las movilizaciones: el protagonismo de las redes sociales. Internet se había generalizado en los hogares y negocios gracias a programas de la Unión Europea a comienzos de la década, y precisamente en 2010 se produjo la consagración de las redes: Facebook pasó de 350 a 600 millones de usuarios y Twitter de 75 a 175. En este contexto, se convirtieron en cadenas de transmisión de la chispa revolucionaria. Esta difusión mediática facilitó la convocatoria clandestina de eventos y la viralización del espíritu que había animado las protestas en Túnez: el deseo de más democracia y mayor bienestar. Toda la región sufría las consecuencias de la crisis económica mundial del momento, agravada por la carencia de derechos y las desigualdades sociales.

En algo más de un año se sucedieron derrocamientos impensables pocos meses antes: el 14 de enero de 2011 en Túnez cayó la dictadura de corte nacionalista presidida desde 1988 por Zine El Abidine Ben Ali. El dictador huyó a Arabia Saudí y falleció allí en 2019, tras ser juzgado y condenado por corrupción a treinta y cinco años de cárcel, más bien simbólicamente porque Ben Ali contemplaba todo desde el exilio.

Egipto tomó el relevo de Túnez. El país del Nilo vivía bajo la presidencia firme de Hosni Mubarak desde 1981. El 25 de enero comenzaron las primeras protestas. A pesar de la restricción general de acceso a internet decretada por el Gobierno, grupos disidentes convocaron manifestaciones a través de Facebook en un lugar que se convirtió en un icono de la revolución: la plaza Tahrir de El CairoMubarak, sin el apoyo de las Fuerzas Armadas —cuyos mandos se negaron a disparar sobre la población—, dimitió el 11 de febrero. Fue juzgado y encarcelado en Egipto hasta 2017. Después vivió en su casa de El Cairo, donde falleció en 2020.

Paralelamente, Libia sufría su propia revolución. El estrafalario líder Muamar el Gadafi llevaba al frente del país 41 años. El 13 de enero de 2011 miles de manifestantes se echaron a la calle exigiendo el fin de la corrupción pero Gadafi se aferró al poder y comenzó uno de los enfrentamientos más crudos de la Primavera Árabe. Entre treinta mil y cincuenta mil personas fallecieron hasta que el 20 de octubre un grupo de detractores asesinó a Gadafi cuando trataba de huir. Aunque la euforia era el sentimiento predominante, el sabor agridulce dejado por la cantidad de muertos y la crueldad de la guerra en ciudades como Bengasi contribuyó a moderar las expectativas de transición hacia la democracia no solo en Libia sino en toda la zona.

SIN BUSCARLO, BOUAZIZI HA PASADO A LA HISTORIA Y NO SOLO HA INCENDIADO SU PROPIO CUERPO SINO UNA DE LAS ZONAS YA DE POR SÍ MÁS INFLAMABLES DEL PLANETA

Otros gobernantes tomaron buena nota de lo sucedido en Túnez, Egipto y Libia y procuraron sofocar las revueltas. En Marruecos el rey Mohamed VI anunció una nueva constitución, que sustituyó a la de 1996, y que incluyó la disminución de las atribuciones del monarca, el aumento de derechos y libertades fundamentales y mayores cotas de representatividad democrática. Jordania, Omán y Kuwait remodelaron sus Gobiernos y, tras el escudo de una tímida renovación ministerial y prometiendo las reformas solicitadas, vieron pasar el fantasma de la revolución por delante de sus puertas. Otros países, como Arabia Saudí, Líbano, Mauritania, Sudán o Yibuti solo conocieron revueltas de baja intensidad, con manifestaciones aisladas.

Ese estancamiento revolucionario tras la euforia inicial se percibió con particular claridad en Argelia. Este país, rico en petróleo y gas, estaba gobernado por el rocoso militar Abdelaziz Bouteflika desde 1999. En un alarde de generosidad según sus estándares, anunció mayor participación democrática y derogó el estado de emergencia en vigor desde hacía diecinueve años. La oposición clamó por la democratización total del país y la mejora de las condiciones de vida. Las manifestaciones dejaron una decena de muertes y un Bouteflika tocado pero no hundido. Solo tras las elecciones de 2019 cedió el paso a un nuevo presidente, Abdelkader Bensalah.

Los peor parados fueron, sin duda, Yemen y Siria. Para ellos, la Primavera Árabe marcó el comienzo de conflictos que se han prolongado hasta hoy. En el primer caso, la corrupción política unida a la pésima gestión económica de Ali Abdullah Saleh, al frente de Yemen desde 1979, provocó su salida y el nombramieto del actual presidente, Abd Rabbuh Mansur al-HadiSaleh se marchó a Estados Unidos, volvió en 2012 a su país y terminó asesinado por sus opositores en 2017. La revolución dejó una nación dividida entre suníes —partidarios de Al-Hadi apoyados por Arabia Saudí— y el Comité Revolucionario Yemení, secundado por la principal potencia chií: Irán.

En Siria, las manifestaciones contra el presidente Bashar al-Ásad —en el poder desde el año 2000 y uno de los personajes clave de la zona— desencadenaron una represión extremadamente dura; ante la formación de grupos organizados, como el Ejército Libre de SiriaAl-Ásad ordenó bombardeos contra enclaves con presencia rebelde, en los que la población civil se llevó la peor parte. Según la ONU, en los dos años posteriores al levantamiento murieron en Siria cerca de cien mil personas.

BALANCE MUY DISPAR

En pocos meses, tras las ilusionantes imágenes de la plaza Tahrir de El Cairo o los derrocamientos de Mubarak y Gadafi, la Primavera Árabe se estancó o, más bien, fue sofocada por los gobernantes. Algunos analistas llegaron a hablar de «Invierno Árabe», probablemente a raíz del artículo «Arab Spring or Arab Winter?» publicado en The New Yorker en 2014. Querían expresar que, en ese periodo, la democracia en el Magreb y Oriente Medio, lejos de abrirse camino, había retrocedido. Pero, realmente, ¿qué valoración cabe hacer de la ola revolucionaria de aquellos meses de 2011? The Economist dejó clara su postura en un texto de diciembre de 2020: «La región es menos libre y más pobre que en 2010».

A nivel político la revolución afectó de manera heterogénea a tres tipos de países: en los regímenes menos totalitarios y más cercanos a Occidente —Túnez, Marruecos o Argelia— fue donde las revueltas cosecharon un éxito mayor. Por su parte, las dictaduras más autoritarias —Siria, Libia, Egipto y Yemen— sufrieron primero un fuerte estallido social durante meses y, con excepción de Egipto, largas guerras civiles después. Por último, las monarquías del golfo Pérsico —Arabia Saudí, Catar y Emiratos Árabes Unidos— reaccionaron con rapidez y moderación, combinando los ceses de altos cargos con el impulso de tímidas reformas sociales y un aumento de la inversión en servicios públicos. 

Para la economía, las consecuencias resultaron demoledoras. Por ejemplo, según un informe de 2013 del banco británico HSBC, Egipto, Túnez, Libia, Siria, Jordania, Líbano y Baréin sufrieron una caída de un 35% en su producto interior bruto. La desestabilización social generó una fuerte huida de capitales y la caída del turismo dejó sin una fuente de ingresos vital a Túnez, Egipto y Siria, los principales destinos turísticos del mundo islámico. El informe de HSBC cifra en 800.000 millones de dólares el total de pérdidas en la región. 

LOS PROBLEMAS GLOBALES REQUIEREN RESPUESTAS GLOBALES Y, EN ESTE CASO, MUCHOS PAÍSES, TAMBIÉN OCCIDENTALES, HAN TENIDO MIRAS MUY CORTAS

Por otra parte, la fragmentación social y política favoreció el surgimiento de organizaciones terroristas. Poco después de la Primavera Árabe, en 2014, nació en la ciudad iraquí de Mosul el ISIS. Este  grupo wahabita —desviación extremista suní que aspira a la instauración de la sharía como ley fundamental— se ha convertido en una voz de referencia en la zona, especialmente por sus ataques en Irak, Siria y Líbano y la proliferación de atentados en ciudades occidentales como París (2015), Bruselas (2016), Niza (2016) o Barcelona (2017).

No obstante, y pese a la mayoritaria derrota política, la Primavera Árabe cosechó el éxito, a priori silencioso, de demostrar que los cambios eran posibles en una zona acostumbrada a una especie de anestesia general permanente. Esta es la opinión, entre otros, de José Levy, corresponsal en Jerusalén de CNN en Español: «La Primavera Árabe sembró una semilla de cambio y, sin duda, la democracia llegará. La incógnita es cuándo». Y también la impresión del historiador británico Eric Hobsbawn, que, en unas declaraciones para la BBC, comparó las revueltas árabes con las revoluciones europeas de 1848, que solo adquirieron relevancia a largo plazo y que compartieron, según él, dos elementos fundamentales: el descontento general de todo el mundo cultural y político que las precedía y el protagonismo de las clases medias.

SIRIA: UNA GUERRA MUNDIAL EN MINIATURA

Los conflictos de Yemen y Siria constituyen las secuelas más dolorosas de la Primavera Árabe. Aunque estos países llevaban décadas de inestabilidad, desde 2015 y 2011 respectivamente están viviendo un proceso de autodestrucción que se ha llevado cientos de miles de vidas y, en muchos casos, la esperanza de alcanzar un final si no feliz al menos aceptable.

En Yemen, en 2014, Al-Hadi, líder del país tras los sucesos de 2011, sufrió un golpe de Estado por parte de las hutíes —facción islámica mayoritariamente chií—, a raíz del cual estalló en 2015 una guerra civil con frecuencia olvidada en Occidente. A pesar del apoyo de Arabia Saudí y de Emiratos Árabes al presidente, los rebeldes, con el respaldo activo de Irán, tomaron y mantienen algunas de las ciudades más importantes, como Saná, la capital. En medio del caos, el ISIS inició su actividad terrorista en Yemen, sin alinearse con ninguno de los dos bloques principales. Según la ONU, la cifra de víctimas mortales supera hoy las 230.000, la mayoría de ellas «por causas indirectas» como la falta de alimentos, servicios sanitarios o infraestructuras. Naciones Unidas ya alertaba en 2015 de que podría ser la peor hambruna vivida en el mundo en los últimos cien años, pues el 80% de la población —24 de los 29 millones totales— necesitaba ayuda humanitaria para sobrevivir. La situación no ha mejorado y la inanición adquiere rango de pandemia; más de 7,4 millones de personas requieren asistencia nutricional, incluidos 2 millones de niños y 1,2 millones de mujeres embarazadas o lactantes que sufren desnutrición moderada o severa. En opinión de Joung-ah Ghedini-Williams, coordinadora de Emergencias de ACNUR, «Yemen es una de las mayores tragedias de nuestra generación».

La guerra siria se ha convertido en el conflicto armado de más entidad desde la de Irak en 2003. Siria, tradicionalmente un país abierto, culto y emprendedor, es ahora mismo un puzle con demasiadas piezas. En primer lugar, está el régimen autoritario de Bashar al-Ásad, sucesor de su padre, Háfez al-Ásad, presidente durante veintinueve años. Militar y oftalmólogo formado en Londres, perteneciente a la facción alauí del chiísmo, algo más moderada y respetuosa con otros credos como el cristianismo, Bashar al-Ásad divide tanto a la opinión interna como a la comunidad mundial. Estados Unidos, la ONU y la UE pidieron su dimisión en 2011 y siguen con él una política de sanciones económicas desde entonces. Ese mismo año la Liga Árabe expulsó a Siria por lo que consideró un ataque salvaje contra su propia población civil. En cambio, ha encontrado como aliados a la Rusia de Vladimir Putin —en particular a partir de 2015—, Irán y China.

A nivel interno, la diversidad de los grupos rebeldes —el principal, el ISIS, aunque hay cerca de cuarenta organizaciones distintas—, así como la presencia de minorías cristianas y kurdas, ha llevado a una inestabilidad cada vez mayor y a una atroz crisis humanitaria. La guerra, que sigue asolando Siria, ha dejado aproximadamente 400.000 muertos y doce millones de desplazados. Además, el final no parece cercano pues, como informaba la revista 5W en marzo, «tras diez años de conflicto, al régimen sirio aún le queda por recuperar alrededor del 25% del territorio nacional», distribuido entre las milicias kurdas que controlan el noreste del país, y las facciones opositoras, que dominan parte de la provincia de Idlib, en el noroeste.

LOS ESTADOS INVOLUCRADOS HAN PUESTO SUS INTERESES POR ENCIMA DE LAS VIDAS DE MILLONES DE NIÑOS, MUJERES Y HOMBRES AL PERMITIR QUE LA HISTORIA DE TERROR DE SIRIA SEA INTERMINABLE

La opinión generalizada es que todos son víctimas y verdugos al mismo tiempo, aunque probablemente en grados distintos. Así expresaba esa idea El País el 12 de marzo, aludiendo a un informe de Amnistía Internacional (AI): «Nadie se libra en la guerra siria del dedo acusador de AI. Ni las fuerzas del régimen de Damasco, que han arrojado barriles bomba durante una década contra sus ciudadanos [la ONU acreditó en 2017 que el Gobierno y el ISIS usaron armas químicas], ni las milicias de la oposición, que también han torturado y maltratado a civiles. Ni el despiadado Estado Islámico, ni los yihadistas de Hayat Tahrir al Sham, ni los soldados turcos ocupantes en el noroeste junto a milicianos locales, ni las Unidades de Protección del Pueblo kurdas que dominan el noreste con apoyo de Estados Unidos». «Tampoco —enfatizaba el mismo diario apuntando a las potencias occidentales— la aviación norteamericana, que arrasó Raqa, capital del ISIS; ni la rusa, que sembró de explosiones y metralla medio país». Como consecuencia de todo esto, según un trabajo de Médicos Sin Fronteras, «la mitad de la población siria —unos 12 millones de personas— está desplazada a la fuerza: 5,6 millones de refugiados se encuentran dispersos por el mundo, la gran mayoría en Turquía, Líbano, Jordania, Irak y Egipto, y 6,2 millones son desplazados internos, una gran parte en condiciones críticas».

Ante cualquier conflicto de Oriente Medio una mirada excesivamente occidental puede conducir al peligro de la simplificación. «Buenos contra malos» o «David contra Goliat» son esquemas que allí resultan insuficientes. Un ejemplo es cómo en Siria las prioridades para una buena parte de la población se centran en la supervivencia y el final de la guerra, y no tanto una solución política concreta. Así lo ve Hanneh, farmacéutica de ese país residente en España desde 1970, cuando viajó con varios miembros de su familia «para estudiar, mejorar y volver», algo que no sucedió porque conoció a Javier, su marido, y ha permanecido aquí hasta hoy: «La mayoría no tiene problemas de inseguridad de vida o muerte, pero sí mucha hambre. Por ejemplo, la gente no lleva mascarilla; la pandemia allí no importa porque hay otras dificultades antes». En la actualidad reside y trabaja en Pamplona y está en contacto diario con sus cinco hermanas que viven en Siria. Sufre por las dificultades que le cuentan y por la impotencia casi total para apoyarlas. De hecho, tras varios intentos de enviar medios y dinero a su país y comprobar que no llegaban, está contenta con la eficacia de Ayuda a la Iglesia Necesitada: «Mis parientes me dicen que una persona puede sobrevivir con treinta euros al mes. Por eso, desde aquí hago lo que puedo. Ahora mismo, o tienes alguien fuera que te eche una mano o mueres de hambre».

LA ECONOMÍA ESTÁ QUEBARADA

La libra siria ha perdido el 99% de su valor frente al dólar y el salario mínimo de un funcionario es de quince euros mensuales. Según la ONU, el 80% de la población siria vive bajo el umbral de la pobreza. «Yo me escribo con mis familiares a primera hora de la mañana porque sabemos que luego habrá restricciones de electricidad, aunque en momentos distintos cada día. La guerra —concluye— ha convertido un país que tenía recursos en tercermundista».

Hanneh prefiere no hablar de política con sus parientes porque la vida en Siria es muy distinta. Los medios son oficiales y las manifestaciones obligatorias. Sin embargo, cree que, puestos a elegir entre seguridad y derechos democráticos, muchos compatriotas suyos optan por lo primero: «Votan a quienes piensan que les dan esa seguridad, o se la han dado, y mejoran algo su vida». Un ejemplo cercano para ella es el de un sobrino que durante una temporada está fuera del país por motivos de estudio pero que ha pasado en Siria todos estos años. Durante su bachillerato en un internado, a partir de 2011, tuvo que cambiar cuatro veces de ciudad y en dos ocasiones sufrió bombardeos de grupos opositores a Al-Ásad a escasos metros de donde se encontraba. Aún recuerda las explosiones y los cristales rotos. Después ha podido estudiar una carrera científica y se siente afortunado por ello, a la vez que muestra su escaso optimismo por el futuro. Por correo electrónico ha comentado: «Me encantaría decir que Siria va a superar esto y que volverá a ser lo que era, pero de lo que estoy seguro es de que no va a suceder a corto plazo».

TODOS DEBEN SUMAR

En esa línea de esperanza contenida terminaba The Economist un artículo de finales de diciembre: «Es pronto para poder decir cómo será el futuro. La semilla de la democracia moderna se ha sembrado adecuadamente en el mundo árabe y la sed de elegir a sus propios gobernantes es la misma en todos los lugares. Lo que más necesitan son instituciones independientes: universidades, medios de comunicación, grupos cívicos, tribunales y mezquitas. Así se llega a una sociedad formada y comprometida».

La solución al laberinto sirio y a los demás conflictos de Oriente Medio no vendrá solo desde Damasco, Beirut, Jerusalén, Riad o Teherán. Los problemas globales requieren respuestas globales y, en este caso, muchos países, también occidentales, han tenido miras muy cortas. Lo denunció con claridad Lynn Maalouf, directora adjunta de Amnistía Internacional, en marzo: «Los Estados involucrados han puesto sus intereses por encima de las vidas de millones de niños, mujeres y hombres al permitir que la historia de terror de Siria sea interminable. Sin justicia, ese sangriento ciclo proseguirá». Por su parte, el papa Francisco no deja de insistir en el «escándalo» que representan los numerosos enfrentamientos abiertos y en la necesidad de erradicar «la mentalidad de la guerra». Lo hace con discursos y con decisiones tan valientes como su viaje a Irak en marzo, en el que quiso confirmar en la fe a los cada vez más escasos católicos de esa tierra bíblica y encontrarse con el gran ayatolá del país, el chií Ali al-Sistani.

La inmolación de aquel vendedor tunecino tuvo consecuencias totalmente inesperadas. Diez años después, el balance de lo sucedido no es muy halagüeño, pero la sensibilidad de todos parece más despierta. Cabe esperar que esa sensibilidad lleve a pasos concretos que libren de su tendencia autodestructiva a Oriente Medio, «una Tierra Santa en la que —como afirma en su último libro el corresponsal en Jerusalén Mikel Ayestaran— inevitablemente el pasado se come al futuro».

José Levy: «Hay que ser optimista, porque la alternativa es demasiado dolorosa»

Sus más de treinta años como corresponsal de CNN en Español en Jerusalén convierten a José Levy en un curtido experto en Oriente Medio. En esta conversación con Nuestro Tiempo recuerda cómo vivió la Primavera Árabe, señala las raíces más profundas de la inestabilidad de la zona y muestra un optimismo moderado cara al futuro.

Fotografía: CNNCambiar por descripción de la imagen
José Levy es uno de los periodistas más veteranos en Jerusalén, donde lleva más de cuarenta años.

José Levy (Melilla, 1958) se trasladó a Israel en 1978 para completar su doctorado en Biología en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Desde entonces vive en la única ciudad santa para las tres grandes religiones monoteístas, uno de los principales focos informativos del mundo. Tras orientar su actividad profesional hacia el periodismo en 1983, ha tenido la ocasión de cubrir eventos de primera magnitud, como la caída del Muro de Berlín, el final de la Unión Soviética, los ataques terroristas en Londres y Madrid, la muerte y beatificación de Juan Pablo II, la elección del papa Francisco, y diversas guerras y crisis humanitarias relacionadas con el conflicto árabe-israelí. Ha entrevistado a personajes históricos como Fidel CastroAlberto FujimoriYasser ArafatIsaac RabinShimón PeresBenjamin Netanyahu o el fundador del grupo palestino Hamás, Ahmed Yasin. Su experiencia ha quedado reflejada en los libros Testigo directo: viviendo la noticia con CNN (2010) y Terror: alerta ISIS (2017). Un estilo expansivo y apasionado, a la vez que equilibrado en sus valoraciones, caracteriza sus frecuentes crónicas y su pódcast semanal Desafíos globales en CNN.

¿Cómo vivió la Primavera Árabe? ¿Pudo estar en la primera línea de los hechos? 

Nos pareció ver el despertar de la democracia. Fueron días apasionantes, con muchos sentimientos a flor de piel: deseos, esperanzas… También hubo peligros y situaciones extremas. Yo viajé a El Cairo. Estuve en la plaza Tahrir, entre los pro-Mubarak y los opositores. ¡Es increíble estar en el lugar donde transcurre la historia! Durante horas se limitaron a conversar y debatir. Todo cambió cuando alguien lanzó la primera piedra. Se pudo ver en todo el mundo. Recuerdo que esos días nos evacuaron del hotel donde nos alojábamos porque los partidarios del Gobierno quisieron quemarlo. Algo que tampoco he olvidado ocurrió cuando estaba solo en medio de la calle, quebrantando el toque de queda: pude ver un tanque apuntándome directamente. Más allá de lo personal, la Primavera Árabe fue algo tan imprevisto, en su estallido y propagación, que es un proceso histórico único.

¿Cuál es su balance? ¿Mereció la pena?

No me atrevo ni a hacer una valoración general, porque existe una gran fragmentación en la zona, ni a decir que «valió la pena» cuando en Siria ha habido medio millón de muertos. Incluso antes de las revueltas parecía atisbarse la cercanía de la democracia, pero ahora se aleja esa posibilidad. Eso sí: la esperanza es la misma, si cabe mayor, porque el deseo de libertad y el anhelo por los derechos humanos son sentimientos intrínsecos al hombre. No se pierden.

Decía que el gran problema es la fragmentación. ¿Está ahí la clave para entender Oriente Medio?

No se entiende Oriente Medio sin la división entre musulmanes chiíes y suníes. Es la base de la conflictividad religiosa, social y política de estos países. El resto de factores son secundarios. Los suníes son el 85% de los musulmanes, guiados por Arabia Saudí y Egipto, mientras que  los chiíes suponen un 10% del total y encuentran en Irán su principal bastión, aunque también tienen una importante presencia en Irak y son minorías muy influyentes en Yemen, Siria y Líbano. En el pasado, aparcaron sus rencillas para hacer frente al enemigo común: Israel. Hoy la realidad es otra: los países suníes, junto con Israel, forman un frente contra Irán, cuya influencia en la zona aspiran a detener, sobre todo en vista de que Irán pueda hacerse con su propio arsenal nuclear. Y dentro de Irán el líder supremo es el ayatolá Ali Jamenei, un hombre enigmático que controla el Estado, da instrucciones al Consejo de Sabios y dirige a la Guardia Revolucionaria, la fuerza militar principal del país.

¿Qué papel podrían tener países como Arabia Saudí o los Estados Unidos?

Trump nunca se planteó romper relaciones con los saudíes. Con Biden, Arabia se encuentra en el filo de la navaja. Siendo candidato pidió el aislamiento internacional de la monarquía saudita, aunque aún no ha anunciado medidas. Personalmente, creo que los intereses norteamericanos en la zona pasan por la normalización de las relaciones entre suníes e israelitas, con vistas a una coalición anti-Irán. Si Biden rompiera relaciones con los saudíes, toda la ecuación estratégica estadounidense se complicaría. Por ahora, centrará su atención en resolver los problemas internos de su país: la pandemia, la crisis económica y la polarización social. 

¿Cómo ve el futuro de Siria? ¿Es Al-Ásad parte del problema o de la solución?

En 2015 hubiese dicho que Al-Ásad iba a desaparecer, bien porque lo asesinaban o bien porque huía. Pero no tuvimos en cuenta la fuerza con la que un nuevo actor iba a aparecer en escena: Vladímir Putin. Su interés es puramente geopolítico. A través de su base naval en Tartús, Siria es la auténtica salida de Rusia al Mediterráneo. El armamento y la intervención rusa permitieron a Al-Ásad retomar pueblo a pueblo y casa a casa el control del país. Mi impresión es que todavía tenemos Al-Ásad para rato. También considero que, si quiere gozar de estabilidad, necesita dialogar con la oposición.

Con frecuencia se acusa a Occidente de hipocresía en su relación con Oriente Medio: ¿cree que es acertado?

La importancia que se les da a las guerras depende en gran medida de los medios. A mayor violencia, mayor difusión, mayor audiencia. A la hora de adjudicar su atención, el mundo es muy caprichoso. ¿Quién se acuerda hoy de Siria? Por triste que parezca, los criterios de la actualidad informativa no están regidos por intereses humanitarios y democráticos. Ahora los ojos están puestos en la pandemia y se ha reducido la capacidad de ayuda internacional.

Ha cubierto eventos relacionados con los últimos papas. ¿Piensa que pueden aportar a la pacificación de la zona?

El papa Francisco es el líder religioso más importante del mundo e intenta encauzar el acercamiento interreligioso, ser fuente de consensos. Si Juan Pablo II fue el «papa viajero», Francisco hará historia siendo el «papa valiente». ¡Es increíble que durante la visita del papa a Irak se detuviese la violencia y que con su partida se reanudase! Su encuentro con el gran ayatolá de Irak fue el momento más trascendental de su viaje porque decidió dar un paso inusual: reunirse con el líder de los musulmanes chiíes. Tiene un significado enorme, porque el acercamiento religioso pasa también por el diálogo con el chiismo. He tenido la suerte de conocer a los tres últimos papas y ver cómo para ellos Oriente Medio es una cuestión fundamental. ¡Estamos hablando de las tierras bíblicas! Se palpa, además, que solo quieren dar gloria al Dios del cielo y traer paz a los hombres de buena voluntad. Para mí, Francisco personifica, con su vida y su predicación, la búsqueda del denominador común de las grandes religiones: que todos somos hijos de Dios.

Llevando tantos años en Jerusalén, ¿es optimista sobre el futuro?

Yo siempre, por mi naturaleza, intento ser optimista. [Se ríe]. Luego, la realidad muestra que, en esta zona del mundo, el pesimista es el realista. Es terrible ver cómo millones de niños solo han conocido la pobreza, la destrucción, la guerra… Por eso hay que ser optimista: porque la alternativa es demasiado dolorosa.

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