Crítica cultural nº 722 Series
¿Es buena idea que cada vez más ficciones resuciten relatos ya clausurados?
Desde que el mundo es mundo —es decir, desde que Sherezade dejaba sus cuentos a medias para que no le cortaran la cabeza—, el hombre se ha debatido entre querer llegar al final de una historia y, a la vez, negarse a que concluya. Es esa extraña sensación de leer un libro apasionante o devorar una serie: nos morimos de ganas por saber cómo termina, pero sufrimos con cada minuto que pasa porque tenemos la certeza de que se aproxima el último episodio. Ya los folletines decimonónicos de Dickens —o los seriales radiofónicos que escuchaban nuestras abuelas— jugaban con esa contradictoria pulsión tan humana: «Necesito más, pero no quiero que se acabe».
En la edad dorada de la teleficción que se generalizó con Los Soprano, El ala oeste o The Shield la forma serial se erigió en espacio idóneo para estirar esa tensión y manejarla con un virtuosismo inaudito. Un día estás enganchado a la fórmula autoconclusiva de Poker Face —donde en 43 minutos te abren y cierran un caso— y, al siguiente, te ves atrapado por la telaraña de tramas de The Bear o La casa del dragón, que te piden inversiones a largo plazo, como si fuera un plan de pensiones narrativo. Estas últimas son ejemplos señeros de causalidad serial: cada capítulo deja preguntas para el siguiente, y el público se aferra a esa incertidumbre para disfrutar del clavo ardiendo.
A estas alturas del partido digital esto de diferir las respuestas narrativas a un enigma episódico o aplazar la clausura del arco dramático global no implica ningún descubrimiento. Quizá lo reseñable de nuestro momento televisivo —cautivo de la hiperactividad streamer— es lo que podríamos denominar serialidad retroactiva: una suerte de resurrección catódica en la que series o películas que parecían cerradas, con su «Fin» bien abrochadito, emergen de nuevo, y abonan todo un léxico de derivaciones diegéticas: secuelas, precuelas, reboots, reimaginaciones o spin-offs. Los textos se reactivan, cada vez más, en nuevos contextos históricos, de modo que lo que estaba bien enterrado vuelve a la vida… como un zombi narrativo, pero con un maquillaje renovado y la promesa de más capítulos.
Tomemos Dexter. Comenzó en 2006 como una serie estéticamente fresca, tonalmente rompedora y moralmente arriesgada… para languidecer en sus últimas temporadas. Cuando todo quisqui la daba por olvidada, ¡zas!, en 2021 aparece Dexter: New Blood, con el adorable asesino en serie pululando por Nueva York; la secuela fue un bluf. Y, sin embargo, sigue cabalgando. En enero de 2025 se estrenaba Dexter: pecado original, centrada en cuando el protagonista deja de ser estudiante para abrazar a su «oscuro pasajero».
Abundan ejemplos similares que reabren relatos ya cerrados, ampliándolos con historias previas, posteriores o paralelas. Elijan franquicia o ecosistema narrativo: Dune: la profecía sigue a las Harkonnen diez mil años antes de la novela de Herbert. El príncipe de Bel-Air ha sufrido (ese es el verbo exacto) un remake dramático que produciría cringe en los ahora cuarentones que se tronchaban con los trajes horteras, las gorras ladeadas y los bailoteos de Will Smith. Suma y sigue: Los anillos de poder y la reinvención de la Tierra Media, aquel Kenobi que se cargaba la majestuosidad del personaje galáctico, la a ratos estimable Cobra Kai convirtiendo a Larusso y Lorenz en amiguetes, la audacia histórica y transmedia de la sabrosa Watchmen, o los regresos, décadas después, de clásicos como Roseanne, Frasier o Twin Peaks: The Return.
En esta última, el ya añorado David Lynch decidió volver a ese pueblecito lleno de cortinas rojas y café humeante para levantar un crisol de postales y delirios que revivía —al mismo tiempo que actualizaba— el imaginario del original de los noventa. Fue un atrevimiento que demostró que la serialidad retroactiva puede funcionar, por igual, como reencuentro nostálgico y como revulsivo creativo. Una de esas excepciones que confirman la regla, vamos.
En esta condición perpetua de la narrativa, las fronteras del relato se vuelven suaves como un mullido cojín donde todo «The End» no es más que un potencial «To Be Continued». Parece que los productores nos consideran espectadores que odiamos despedirnos de nuestros personajes predilectos y nos encanta verlos rejuvenecidos en un bucle infinito. Pero, ojo, porque también hay cada vez más fans que recelan de que tanto manoseo acabe marchitando la flor.
Mientras las plataformas necesiten combustible para su caldera de estrenos y la audiencia ande hambrienta de reencuentros, la serialidad retroactiva tiene cuerda para rato. ¿Queremos más episodios o ansiamos de veras un punto final? Esa parece ser la nueva gran cuestión serial.