La sombra sobre nosotros

15 de abril de 2025 7 minutos

Andre Quispe Biografía

Andre Quispe Ferro [Fia Com 26] formó parte de la primera edición del Programa de Edición de Revistas Culturales de Nuestro Tiempo. Estudia Periodismo y Filosofía en la Universidad de Navarra. Nació en Perú y vive en España.

Mario Vargas Llosa murió la noche del Domingo de Ramos. «Ser inmortal me parece aburridísimo», confesó en una entrevista con El País Semanal. ¿Qué le sobrevive al Nobel, autor de más de dos decenas de obras?

La entrega del Nobel de Literatura a un peruano en 2010 pasó desapercibida para mí, un niño de apenas siete años. Recuerdo alguna imagen en televisión, las fotos en prensa al día siguiente, una doble página en El Comercio ese fin de semana. En mi casa no se hizo mucho eco de la noticia. Mi mamá había visto las películas de Francisco Lombardi basadas en sus novelas, y participaba de la admiración colectiva por su carrera. Era el famoso escritor, el contrincante de Alberto Fujimori, el irritante comentarista político, el Nobel de Literatura. Mi papá lo conocía de oídas, sobre todo en época de elecciones presidenciales. Ninguno de los dos sentía afición por la lectura, pero se esforzaban por inculcarme ese hábito. Mamá escogía clásicos universales y papá los pagaba. Durante esos años leí Corazón, La vuelta al mundo en ochenta días y Los tres mosqueteros en unas ediciones cartoné negras, con una pequeña biografía al inicio y cuatro ilustraciones en papel plastificado repartidas a lo largo de la novela. Solía comentar sobre esas páginas con mi mamá mientras ella cocinaba —aún veo el vapor a la luz del sol y el olor a cebolla sofrita—, y una tarde se dio cuenta de que había despertado un monstruo cuyo presupuesto no podía aplacar y me prometió que me llevaría a la biblioteca.

Fuimos en bus hasta el cruce de las avenidas San Luis y Javier Prado, en Lima —la ciudad en la que falleció el autor de Conversación en La Catedral (1969) a los 89 años—. Luego bajamos a Aviación en combi [una furgoneta utilizada como transporte público en tramos cortos]. En cada esquina había estructuras colosales: el Ministerio de Cultura coronado con un Sol de Echenique, y un panel publicitario enorme en el edificio de enfrente; cruzando se erigían el centro comercial La Rambla y la Biblioteca Nacional —la segunda, la moderna—. En la entrada un guardia le dijo a mi mamá que en el sótano acababan de inaugurar una muestra por el cincuentenario de La ciudad y los perros (1963). Así que, después de ver maquetas de la biblioteca y fotocopias de periódicos centenarios, bajamos.

La sala exhibía copias de varias ediciones de la novela, en múltiples idiomas, impresas a lo largo de medio siglo. Conocí los ahora clásicos caninos de la primera portada de Seix Barral. Vi un extracto de la película de Lombardi. Leí nombres que no conocía: Alberto Fernández, el Jaguar, el Esclavo, el Flaco Higueras. Vi, también, una foto del inicio manuscrito que ha quedado grabada a fuego en mi memoria.

«—Seis —dijo el Jaguar».

Y sobre el «Seis» una tachadura, y encima un «Cuatro».

No sé qué vio mamá aquel día. Meses después, en mi noveno cumpleaños, desdoblé el papel que escondía la edición con la que la RAE conmemoró el cincuenta aniversario de la novela. Ella me dijo que cuando creciera un poco más podríamos ver juntos la película. Era 2012. Le contesté que por supuesto, siempre y cuando sobreviviéramos al fin del mundo.

Conservo en mis recuerdos una colección de encuentros que tuve con el escritor durante mi adolescencia. Como aquel extracto de El pez en el agua (1993) en un libro de Comunicación con el que aprendí que no era el único niño que leía por placer. O nuestra mutua admiración por Los tres mosqueteros. O aquella mañana en la que me acerqué a un compañero de clase que se apellidaba Gamboa y le pregunté qué se sentía al compartir nombre con el teniente de La ciudad y los perros. O cuando le presté mi libro a un estudiante que dejó impreso su pulgar mugroso en una hoja. O un retiro espiritual en el que conversé con unos amigos sobre la escena de la gallina. Cuando tenía catorce y empezaron los romances colegiales, vendía poemas a un sol. Yo, que nunca he tenido un apodo, pedí que me llamaran poeta, como a Alberto. Mis referencias eran vargallosianas, y no han cambiado, aunque ahora conozca una más adecuada: Cyrano de Bergerac. El sobrenombre no tuvo éxito; dejé la poesía, pero me quedó la anécdota.

He escuchado más de una vez que su mejor versión fue la de los primeros libros, esa que maduró entre Los jefes (1959) y La guerra del fin del mundo (1981). Desde que se le premió con el Nobel, hemos sido testigos de su deterioro creativo y de su constancia como escritor y columnista. Se le ha condenado por sus opiniones políticas, contradictorias a lo largo de los años, aunque motivadas siempre por su compromiso con la libertad personal. Y creo que mi generación, los de este siglo, hemos vivido con la sombra del novelista que fue, del candidato a la presidencia derrotado y del intelectual que perduró. Se respetaban sus valoraciones artísticas y se volvía objeto de burla al entrar en materia electoral. Sin embargo, no dejó de ser admirado cuando llegaban noticias de nuevas condecoraciones.

En Amazonas, la biblioteca de Alejandría del centro de Lima, encontré el número que la revista peruana Etiqueta Negra le dedicó tras el anuncio de la Academia Sueca. Ensayos, crónicas, ilustraciones y fotografías. Le pregunté a un amigo: «¿Qué crees que le espera a uno después de recibir el Nobel?». Me contestó: «La muerte».

Laureado con los máximos reconocimientos de la literatura hispanoamericana —el Rómulo Gallegos y el Cervantes—, perteneció a la Academia Peruana de la Lengua, la Real Academia Española, y en Francia la Academia lo proclamó inmortal. «Serlo me parece aburridísimo», confesó en una entrevista con El País Semanal. A los aspirantes a escritores y peruanos patriotas, la noticia de su ingreso en la institución gala nos henchía de un orgullo que, al menos yo, no comprendía. Hoy, que somos testigos de que los inmortales también mueren, y que los medios y las redes sociales nos recuerdan a uno de nuestros vecinos contemporáneos más ilustres, sentimos la fortuna de haber coincidido este tiempo con un personaje tan contradictorio, polémico, creativo, humanista y humano.

En 2024 participé en un taller de escritura en la RAE, y nos hicieron un recorrido por la sede. Nuestra guía nos preguntó de dónde éramos. En un salón con percheros, giró hacia la izquierda y me señaló una placa con su nombre. Pocas veces lo sentí tan lejos, tan cerca. Cerca lo siento en Miraflores, en La Victoria, en el Callao; en el extinto bar La Catedral, en mi Perú jodido; en nuestras lecturas compartidas, en nuestros desencuentros políticos, en diálogos con pensadores que, antes que preguntarme de qué parte de Perú soy, me preguntan si le he leído. La periodista cultural Berta Ares me reveló en una conversación que él había pensado en Santiago Roncagliolo (Lima, 1975) como su sucesor intelectual —algo que rechazó porque veía la literatura como un juego—, y Valerie Miles se reía al admitir en una entrevista que discrepaba casi siempre con sus opiniones, aunque su peso en las letras peruanas era innegable. La directora de Granta en español, que dedicó el último monográfico al Perú, me contó que la pieza del Nobel se acompaña de una fotografía del escritor mirando hacia atrás porque era como volver la vista hacia su legado. ¿Quién en todo el número podía librarse de la sombra que se cernía sobre ellos, de no aspirar a lo que él había logrado? Además, ¿cómo no ampararse bajo él, su fama y la atracción conversacional que ejerce?

Lejos lo siento cuando veo que es el único peruano que ha sido portada de la edición inglesa de Granta, una de las literary journals más importantes del mundo; cuando recuerdo lo afortunados que se sintieron muchos de compartir un momento con él; cuando pienso en sus condecoraciones, en lo joven que era cuando empezó a escribir, en sus amistades, en su columna Piedra de toque, y en las necrológicas con las que se le rendirá homenaje a lo largo de esta semana.

«Fue muy agudo cuando se preguntó en qué momento se jodió el Perú», le dije a un compatriota en la Biblioteca de la Universidad de Navarra. «Andre —me corrigió—, ¿sabías que en realidad dice “¿En qué momento se había jodido el Perú?”». Como si el país llegara imperfecto de fábrica y naciéramos con las consecuencias. «La literatura es fuego», proclamó en la recepción del premio Rómulo Gallegos, en 1967: «Significa inconformismo y rebelión, que la razón del ser del escritor es la protesta, la contradicción y la crítica». Y cuando aceptó el Nobel, declaró en su discurso que para él las gentes de letras «fueron los amigos más serviciales, los animadores de mi vocación, en cuyos libros descubrí que, aun en las peores circunstancias, hay esperanzas y que vale la pena vivir, aunque fuera sólo porque sin la vida no podríamos leer ni fantasear historias». Para los que quedamos, Mario Vargas Llosa se suma a estas figuras inspiradoras. Adiós, Varguitas.

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