Entrevista nº 722 VER Y LEER Literatura
Valerie Miles edita para lectores peligrosos

Entrevista nº 722 VER Y LEER Literatura
Fundadora de la edición en español de Granta, una de las literary journals más prestigiosas del mundo, Valerie Miles (EE. UU., 1963) cree que la misión del arte es hacernos sufrir. Editora, traductora, crítica y curadora, su trabajo en el archivo de Roberto Bolaño y sus antologías de narradores emergentes han transformado el mapa contemporáneo de las letras. Conversamos con ella sobre el oficio de editar, la búsqueda de nuevas voces y el valor de la literatura en nuestro tiempo.
Valerie Miles entró en contacto con las letras de niña. En su casa, a las afueras de Erie, Pensilvania, la familia leía la Biblia del rey Jacobo y se reunía para comentarla. Recuerda los incomprensibles pasajes del Antiguo Testamento. Con ellos aprendió a disfrutar la experiencia estética. En los estantes de la biblioteca familiar encontró atlas y enciclopedias que la acercaron a biografías como la de la escritora Gertrude Stein. Sus padres, celosos de la educación que recibían sus tres hijas (ella es la mayor), les prohibían ir al cine y escuchar música que no fuese clásica, pero nunca censuraron sus lecturas.
Su infancia y juventud fueron atípicas, salvajes, alejadas del consumismo que caracteriza el american way of life. Con su madre visitaba bibliotecas y exposiciones de arte; con su padre, las profundidades del bosque. Le gustaba llevar a sus hijas a sobrevivir en la naturaleza al estilo de Emerson y Thoreau, incluso en invierno. Cuenta que, con diez años, edad a la que muchos de sus amigos lloraban la muerte de la madre de Bambi, su padre la obligó a ayudarle a despellejar un ciervo como rito de paso.
Con el tiempo, Miles acabó convirtiéndose en la figura casi mítica que es hoy. Cofundó y dirige la revista Granta en español —una de las literary journals más prestigiosas del mundo— y ha dedicado su carrera a tender puentes entre la orilla hispanohablante y la anglosajona. Profundamente hermanada con la trayectoria nómada del narrador chileno Roberto Bolaño, ha vivido en Nueva York, Florida, Pensilvania, Valladolid, Madrid, Washington, Arizona y Bilbao antes de instalarse en Barcelona.
Cuando se matriculó en Relaciones Internacionales en la Universidad de Indiana de Pensilvania, en 1981, veía la literatura como un sustento espiritual. Había leído a la generación perdida —Scott Fitzgerald, Cummings, Faulkner— y le pareció que la forma de emular sus vidas bohemias pasaba por cursar esos estudios. En cuarto conoció España gracias a un intercambio de un semestre en la Universidad de Valladolid. Volvió un año después, en 1985, a Madrid, para documentarse para su TFG sobre la entrada española en la Comunidad Económica Europea.
Al regresar se trasladó a Washington y se incorporó como becaria en la extinta Agencia de Información de los Estados Unidos. Empezaba el segundo mandato de Reagan. Su trabajo consistía en gestionar intercambios de escritores, músicos, bailarines y otros artistas. En febrero de 1986, asistió a la retransmisión del despegue del transbordador Challenger en el Smithsonian, que quedaba cerca de su despacho. Cuando vio la explosión sintió que estaba frente a una señal: no quería pertenecer a la organización que becase a la siguiente Gertrude Stein, quería una vida llena de aventuras, de arte, y no de burócrata o de American Beauty.
Stein encarnaba el espíritu bohemio de París en los años veinte, tanto por su estilo literario vanguardista como por sus exposiciones de arte, que reunían a personalidades como Hemingway o Picasso. Desde muy joven, Miles soñaba con seguir sus pasos. Pensó en asentarse en Europa y dedicarse a los libros, pero, acompañada de Íñigo, un novio bilbaíno al que había conocido meses antes en un vuelo de Estados Unidos a España, se marchó ese mismo año al desierto de Sonora. Allí nació su hijo, Lucas. Durante este periodo, escribió poesía y participó en grupos literarios. Pronto todo aquello se manifestó insuficiente. En 1989, la familia puso rumbo a España.
Vivió entre Bilbao y Madrid dos años. Tenía dudas sobre cómo cristalizar sus aspiraciones y las escribió en una carta a Paul Bowles, quien entonces estaba en Marruecos. Él le insistió en que se quedase en España, una cultura menos explorada para los norteamericanos que Francia. Miles sintió que el fantasma de Gertrude Stein le hablaba: había sido ella quien recomendó a Bowles mudarse a Marruecos. En 1991, recaló definitivamente en Barcelona, donde empezó a asistir a presentaciones de libros, a relacionarse con la industria editorial y, desde 1994, a escribir para The New Yorker, The Paris Review, The New York Times y su Book Review.
Cada verano viajaba a Estados Unidos, donde entrevistaba a editores, y volvía con primicias para La Vanguardia, Qué Leer, y más adelante también ABC, El País, La Nación o Reforma. Una de aquellas conversaciones marcó un hito. En 1996 habló largo y tendido con Richard Ford sobre la traducción de El día de la Independencia, la novela que le valió el Pulitzer, para la revista barcelonesa Metropolitan. Ford, sorprendido de que una compatriota trabajase para un medio en español, le comentó que desde que el icónico escritor Bill Buford había dejado Granta para marcharse al New Yorker, la cabecera le había perdido el pulso al mundo literario hispano.
Aquella charla caló en las inquietudes de Miles, aunque tardaría cinco años en tomar forma. Mientras tanto, siguió creciendo en su ámbito profesional. En 1999 se incorporó a la editorial DeBolsillo, del grupo Random House, y en 2001 saltó a Emecé, del sello Planeta. Allí publicó a autores como Cheever, Yates, Kawabata, Ocampo o Borges. Se hizo un nombre. En 2006 fichó por Alfaguara, entre 2009 y 2012 fue directora editorial de Duomo Ediciones, y en 2013 la Feria del Libro de Buenos Aires la reconoció como una de las editoras más influyentes del mundo. Durante esa época desarrolló una filosofía propia. Suele citar como referente a Diana Vreeland, que dirigió Harper’s Bazaar y Vogue y asesoró a Jackie Kennedy. De ella aprendió que una editora no debe seguir las modas, sino «dar a la gente lo que todavía no sabe que quiere».
Durante su etapa en DeBolsillo conoció al poeta y traductor mexicanocanadiense Aurelio Major, con quien se casaría en 2010. Miles encontró en él un aliado para devolverle el guante a Ford. La pareja coincidió en la Feria del Libro de Fráncfort, el «Acapulco del mundo editorial». En 2003, cofundaron la edición en castellano de Granta. Esa revista literaria tenía una larguísima tradición. Nacida en 1889 en la Universidad de Cambridge —Granta es el nombre del río que atraviesa esa localidad británica—, vivió su momento de esplendor entre 1979 y 1995, cuando Bill Buford la refundó. Sus años de oro se caracterizaron por cuidadas ediciones monotemáticas con una atención decidida por la calidad, lo que se tradujo muchas veces en desoír las principales corrientes del mercado editorial. Sin embargo, lo más célebre de Granta son, con toda seguridad, sus listas de los mejores escritores jóvenes. El olfato de Buford consiguió descubrir antes que nadie voces como las de Salman Rushdie, Kazuo Ishiguro o Zadie Smith. Bajo esta línea, Granta influyó en la literatura de los ochenta y noventa.
El reto que asumieron Major y Miles en 2003 era mayúsculo: combinar literatura, periodismo y fotografía con un enfoque en los talentos emergentes del mundo hispanohablante, además de traducir contenidos de la edición inglesa. Fue posible gracias a una colaboración entre Granta y Emecé, aunque desde 2022 es la editorial Vegueta la que publica la revista en castellano. Hasta la fecha, cuenta con veinticinco números. En el ensayo introductorio del vigésimo, Miles citó a Albert Camus: «Crear hoy es crear peligrosamente», y la relectura de la novelista estadounidense Toni Morrison: «Crear peligrosamente para gente que lee peligrosamente». La frase condensa su forma de entender la edición.
El mismo año en el que Miles fundó Granta, murió en un hospital barcelonés Roberto Bolaño, uno de los escritores más importantes de la segunda mitad del siglo xx en lengua española. También uno de los más admirados por ella. Bolaño pasó su adolescencia y primera juventud en México —el desierto de Sonora es una constante en su literatura—, y se instaló en España en 1977. En Barcelona escribió sus obras más célebres, Los detectives salvajes y 2666, libros monumentales que desafían el concepto mismo de novela, con centenares de personajes que se mueven sin tener muy clara la dirección.
Valerie Miles conoció a Carolina López, viuda del escritor, cuando hizo de intérprete en sus negociaciones con Andrew Wylie, representante de la editora, uno de los agentes literarios más poderosos y el responsable de catapultar a la fama al narrador chileno. López, confiando en la discreción de la fundadora de Granta en español, le pidió que trabajase como lectora en el archivo de Bolaño, tarea que empezó en 2008. Durante seis años, la editora dio vida y sentido al material dejado por el autor después de su repentina muerte. Editó los originales de tres novelas póstumas —El Tercer Reich, Los sinsabores del verdadero policía y El espíritu de la ciencia-ficción— y presentó, en una exposición en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, una reveladora cronología de sus libros, cuentos y manuscritos según la fecha en la que fueron escritos. En ese tiempo, Miles se sintió apelada por el lema «Todo o nada» de Bolaño, y apostó con mayor ahínco su vida a la literatura.
El 11 de enero de 2025, Valerie Miles defendió su tesis doctoral en la Universidad Pompeu Fabra, donde es profesora en los másteres de Traducción y Escritura Creativa. La tituló La imaginación visual de Roberto Bolaño: una poética del ojo. Mientras realizaba su estancia en el archivo, descubrió la atención que el escritor ponía en la mirada. Cautivada por las anotaciones al margen de sus libros en los que escribía «Ojo», sus dibujos en cuadernos y el uso de los ojos como cámaras al describir escenas —Bolaño era un gran admirador de Alain Robbe-Grillet, escritor y guionista de El año pasado en Marienbad—, Miles se embarcó en la aventura de hacer una relectura estructural de su obra.
Unos meses antes de convertirse en doctora, en octubre, visitó Navarra para participar del coloquio «El incierto lugar de la literatura» en los Encuentros de Pamplona de 2024, la segunda edición de una bienal de arte contemporáneo que emula el histórico evento de 1972. En ese marco, moderó el diálogo entre la escritora mexicana Cristina Rivera y el autor argentino Patricio Pron. Durante su intervención, Miles evocó a Nabokov, quien estimulaba a sus estudiantes a trabajar «con la precisión del poeta y la imaginación del científico». Por la tarde, se sentó a conversar con Nuestro Tiempo en un banco del Paseo Sarasate.
¿Cómo se edita una revista como Granta?
Nos acercamos a los acontecimientos desde la reflexión, no desde la rapidez. Atestiguamos la vida a través de la literatura. Me gusta usar la analogía de que con cada número sucede algo similar a cuando se levanta un imán: atrae algunos objetos y repele otros. Intentamos captar el movimiento que se produce alrededor de una idea.
¿Cuáles son sus marcas diferenciales?
Trabajamos con autores que experimentan mucho. Una de nuestras misiones es descubrir. Buscamos originalidad en la mirada y en el modo de plasmarla. La revista se plantea como una fuerza contraria al poder de la industria editorial: husmeamos en la periferia y publicamos voces que no han tenido la oportunidad de darse a conocer. Además, promovemos la mezcla de géneros y nuevas maneras de usar el lenguaje. Me encantó que en la última selección de «Los mejores narradores jóvenes en español», a algunos autores, como Mónica Ojeda o José Ardila, les importaba más la sonoridad de las palabras que su sentido, creando nuevas acepciones.
El proyecto nació del deseo de compartir con el mundo angloparlante lo que usted descubría en España. ¿Cuál era el panorama de las letras en español al inicio del siglo XXI?
La revista madre, con alrededor de ciento cuarenta años, publicaba muchas traducciones, autores de Europa del Este —Kundera, Kapuscinski— y de Latinoamérica —escritores del boom, pero también Reinaldo Arenas, Jorge Ibargüengoitia—. Sin embargo, la cabecera dejó de traducir del español bajo la dirección de Ian Jack [editor de Granta entre 1995 y 2007]. En 1991 se dedicó un número a Vargas Llosa, y en 1992 García Márquez firmó una pieza. Desde entonces hasta 2005 solo dos colaboraciones interrumpieron la sequía: una de Javier Marías en 1999 y otra de Rodrigo Fresán en 2004. Estamos hablando de una de las publicaciones literarias más importantes del mundo —junto con The Paris Review y The New Yorker—, que lanza cuatro números al año. Cuando empezamos con Granta en español, quisimos reconstruir ese puente. La pieza de Fresán fue nuestra primera piedra.
¿Lo consiguieron?
Tuvimos que demostrar que estábamos trabajando bien durante siete años hasta que por fin nos permitieron publicar una de las famosas selecciones de «Los mejores narradores jóvenes» en 2010. Fue la primera vez que la edición inglesa tradujo un número entero de otro idioma. Poco después del anuncio, The New York Times y The Guardian se hicieron eco de la noticia en sus portales web. ¡Todo un acontecimiento! Tuvo una gran acogida en la anglosfera, porque era la iniciativa de una literary journal, no de un agente a quien le interesa que su autor venda. Una recomendación movida por el apasionamiento y la convicción no tiene precio.
Parece ambicioso seleccionar a los mejores narradores de una década.
Con otro jurado [en 2010 lo conformaron, además de Miles y Major, Francisco Goldman, Isabel Hilton, Edgardo Cozarinsky y Mercedes Monmany], la lista hubiese sido diferente; siempre hay un elemento de azar en una selección. Toda criba es una conciliación. Formar parte de un jurado es como jugar a la ouija. Se crea una especie de campo de fuerza mientras se debaten las lecturas y se enfrentan las diferentes idiosincrasias del gusto razonado. Al compartir algo que creemos que es bueno se genera movimiento. Los editores se ponen en marcha, a veces por los autores publicados, otras por los que se han quedado fuera. Se crea una antilista, la conversación se intensifica y beneficia a todos.
Lo que ustedes aprecian no siempre coincide con su valor comercial.
Nos equivocamos al pensar que hay que seguir los dictados del mercado para entender lo que es bueno. Tuve la fortuna de ser la editora de Jorge Luis Borges en España, y propuse una colección para captar la atención de los más jóvenes. Mis jefes no querían invertir en este proyecto porque «Borges no vendía». A lo largo del tiempo ha vendido más ejemplares que muchos de los libros que encuentras hoy en las estanterías. Herman Melville, autor de Moby Dick —una novela que releo cada primavera—, murió pensándose un fracasado, y ahora consideramos su novela como una obra cumbre de la literatura norteamericana. El arte debe superar el paradigma de las modas porque con frecuencia está adelantado a su época.
Entonces, ¿dónde buscar su trascendencia?
En el pensamiento y el modo de plasmarlo. En los buenos libros uno es capaz de encontrar una consciencia a través de la sintaxis, que funciona como nervadura de un sistema que expresa el if, la posibilidad, la contraseña del futuro. Cuando leo y descubro valor, lo hago en un yo plasmado desde la honestidad existencial.
Usted tiende a las antologías. En 2012 publicó Mil bosques en una bellota, una reunión de fragmentos de «veintiocho escritores ineludibles» en castellano y los monográficos de Granta también pueden entenderse como tal. ¿Qué lente le guía al seleccionar y ordenar?
Cuando estoy componiendo, me gusta pensar en El pájaro hermoso descifra lo desconocido a una pareja de amantes de Joan Miró. Es como descubrir al ave entre las estrellas de un cielo nocturno. Trabajar en un número no es solo pedir a varias personas que escriban sobre un tema, sino escuchar todas esas voces juntas y encontrar la composición musical. En esos momentos, convivo con los textos entre susurros y serendipias. Los imprimo y los coloco sobre la alfombra, los cambio de posición para ver si se leen de manera distinta, quito partes para evitar disonancias, pienso en lo que falta... El objetivo es crear una constelación.
Los editores se encuentran con cantidades ingentes de manuscritos, además de libros que quieran leer por placer. ¿Cuánto tiempo dedica a esos borradores?
Cuando trabajaba con novelas, días. Normalmente, con dos páginas puedes darte cuenta de si el autor sabe componer una frase. Además, las casas editoriales disponen de filtros de lectores. Recuerdo que solía entregar un manuscrito a alguien que consideraba el menos adecuado para ver si lograba seducir a un público infrecuente. Lo más importante para un texto es trascender el entorno de lo cotidiano y tocar lo universal.
¿Qué se requiere para hacer su trabajo?
Hay un arte detrás de editar. El olfato se puede refinar y cultivar, pero tiene que estar ahí. Se asemeja al oído de un músico. A pesar del ruido o las horas de práctica, si no existe esa sensibilidad, no llegará a germinar como artista. Todo arte necesita un talento, y el del editor nace de la empatía. Le importan los otros, el sufrimiento ajeno le desgarra. Si uno no sintiese, leería desde los tecnicismos, pero si eso no te dice nada de la condición humana, no importa.
No ha mencionado una formación específica.
Creo que estudiar es bueno. Enseña la importancia del orden, la disciplina, el rigor y la dialéctica. Aunque, como aseguraba Bolaño, no es imprescindible. Un buen maestro te puede ayudar a alcanzar la meta antes, pero el camino es largo y primero hay que preguntarse qué nos importa como lectores.
Además de la empatía como pilar de su tarea, ¿añadiría la humildad?
Trabajamos para la obra ajena. Hay muchos libros que reciben premios o son considerados grandes trabajos y, aunque el editor juega un papel relevante en ese logro, permanece tras las bambalinas, callado. Es una labor muy generosa.
Como usted misma explicó en Los Angeles Review of Books, los escritores hispanos beben de la tradición francesa, que se resiste mucho a la corrección, como si las primeras versiones expresaran con mayor honestidad las ideas.
No es fácil aceptar comentarios. Un texto es una parte íntima de una persona, y la edición se siente como si se entrometieran en ella. Sin embargo, no hay nada mejor que alguien que te salva de cometer un error que no habías visto. El inicio, el nudo y el desenlace de mi oficio es ayudar a publicar la mejor versión posible.
¿Cómo reacciona usted cuando un autor rechaza sus consejos?
Si alguien me dice que no va a tocar nada en el texto, lo respeto; no impongo jamás, pero puede que no lo publique… Normalmente no ocurre, la edición es una conversación, un ir y venir. Hay que tener confianza en el editor, pero eso no significa que todos sean buenos. Igual que no todos los escritores lo son.
¿Cómo definiría su trabajo?
Consiste en conversar con el autor sobre las posibilidades del texto para acercarlo a su idea original a través del punto de vista, la creación de los personajes, la intertextualidad y el género adecuado. Enrique Vila-Matas habla del naufragio del lenguaje y de su fracaso. Nunca terminaremos de plasmar nuestra verdadera intención, pero podemos acercarnos y notamos cuando alguien lo logra. ¡No soy una correctora de gramática ni de estilo! En los países de habla inglesa, los editores tampoco se dedican a eso aunque, por ejemplo, acompañan la escritura de la obra: recomiendan lecturas, temas y tramas.
Parece una profesión con un gran compromiso existencial. ¿Qué significan las letras para usted?
La forma en la que uno conduce su vida es un acto poético. Roberto Bolaño creía que la literatura no es solo lo que uno encuentra en los libros, sino que es un modo de entenderse en el mundo: no muere en la página.
¿Qué le suscitan los movimientos políticos que izan la bandera de la autocensura y corrección en la literatura?
En el arte no deberían entrar estas consideraciones políticas y sus luchas —que son necesarias— porque muchas veces las personas que las reivindican en la literatura no saben qué están diciendo. Simplemente marcan, como si fuera un Excel: «¿Habla de nosequé? ¿Hay personas diversas?», y no han leído nada. La novela tiene que existir como un espejo de la realidad. Pienso en Las aventuras de Huckleberry Finn, que es un título censurado en algunas escuelas de Estados Unidos. Suelen apuntar a la caracterización de Jim [en la edición inglesa se le llama nigger] y a su condición de esclavo. Pero ¿saben lo que trata de decir la obra? ¡Él quiere a Jim! Es como un padre para él. Y, de repente, Huck debe decidir si denunciarlo o no; se pregunta si para ser un buen ciudadano tiene que entregar a su amigo. Finalmente, no lo hace porque cree que las leyes son injustas. La literatura sigue de cerca el avance de la civilización como reflejo de la vida humana social e íntima. Esta novela nos da la oportunidad de tomar una posición ante ciertas situaciones, nos proporciona un ejemplo al que acudir cuando los Gobiernos defienden cosas que atentan contra nuestros principios y nos invita a poner en cuestión la autoridad moral del Estado. La lectura te da armas.
¿Cuál cree que es la misión principal de la literatura?
El arte nos tiene que hacer sufrir en el alma, porque en el sufrimiento aprendemos. En las historias, el antagonista incide sobre el protagonista y le hace crecer. Deja de ser él mismo, pasa por un arco de transformación. ¿Cómo me va a mover algo que no me desafía, ya sea intelectual, sentimental o emocionalmente? Una novela es conflicto porque el ser humano lo es desde el día que nacemos y nos ponemos a llorar. Sería falso pensar que no aparecerá cuando plasmamos nuestra consciencia, cuando nos contamos.
En una entrevista con Eterna Cadencia se mostró inquieta por el hecho de que la gente lea más hojas de cálculo que experiencias humanas.
Un simple trabajo remunerado no basta para vivir en paz con uno mismo. Necesitamos alimentar nuestro espíritu. El arte y la filosofía parten de la imaginación como código de esperanza, nos permiten sobrevivir en espacios carentes de un sentido más profundo; un Excel, aunque puede tener una lectura poética, no. El ser humano necesita dinero para vivir, pero también esperanza. Necesita tener una manera de proyectarse en el futuro. El arte nos recuerda que no estamos solos, y no lo hemos estado por generaciones. El mundo intenta convencernos de que no importa la literatura, y yo veo esto como un desafío para los narradores: acrecienta en ellos las ansias de demostrar que no es así. Los que nos dedicamos a esto sabemos cuál es el motivo de nuestro empeño: los puentes existenciales hacia el reino del otro, hacia las interminables aventuras de la experiencia humana.
Hay un dato descorazonador en el informe sobre hábitos de lectura de la Federación del Gremio de Editores de España: entre los que no leen, cerca del 30 por ciento no lo hace a conciencia. Si nadie recibe el mensaje, ¿para quién escribir?
Para el futuro. Esto nunca ha sido un acto que exija un público inmediato. Yo preparo los números de Granta proyectándome al próximo siglo. A lo mejor los lectores llegarán uno a uno hasta formar una multitud.
Según ese mismo informe, el 70 por ciento de los lectores son mujeres. También publican cada vez más. De parte de la industria, ¿se incentiva ese cambio?
Cuando aún vivía en Estados Unidos se empezó con la discriminación positiva en tema de raza y no me pareció mala idea. Hay momentos en los que, para afianzar las transformaciones que atraviesa la sociedad, hacen falta ciertas políticas correctoras. Pero tampoco es de rigor que se mantengan así todo el tiempo. No soy muy partidaria de los guetos, de meter a la gente en categorías —de género o de cualquier tipo—, porque justo lo que intentamos es ser una mezcla donde convivimos todos. Como mujer, también me gustaría ganar el Pulitzer y no un premio solo para mujeres.
Esto no quita que hayan llegado para quedarse. He leído hace poco Los libros de Jacob, de Olga Tokarczuk. ¡Me voló la cabeza! Es una novela épica que narra la historia de Polonia, pero también de todo el oriente europeo. Por fin una mujer no tiene que limitarse a escribir sobre lo que se espera de una mujer. Pueden escribir lo que les da la gana. ¡Qué alivio! ¡Qué horror! ¡Qué maravilla! Y como llevan siglos sin poder hablar con libertad, ¿no resulta apasionante ver el mundo desde este punto de vista tan misterioso?
¿Qué les inquieta?
Hay un grupo grande, sobre todo en Latinoamérica, que pone el ojo en la violencia. Son mucho más explícitas que los varones de su edad. Lo comentaba con Mónica Ojeda y ella me decía: «Los hombres no se dan cuenta de que la vida de una mujer es peligrosa». Ellas suelen estar pendientes de las amenazas que pueden llegar de un desconocido o de una pareja. En cualquier momento. Trabajan sobre la perspectiva de la violencia latente en la sociedad para explorar la violencia espiritual, que es cuando realmente duele. A veces toma un camino gótico, como los libros de Mariana Enriquez, Samanta Schweblin o Dolores Reyes, a veces del realismo, como en Pilar Quintana o Fernanda Melchor.
¿Son malos o buenos tiempos para la literatura?
Vargas Llosa sostenía que los tiempos de conflicto son buenos para la literatura. Mira que discrepo en casi todo lo que dice, pero en esto le doy la razón. En definitiva, la literatura es el espejo de nuestra alma y responde bien cuando hay enfrentamiento. ¿Acabaremos nosotros con cuatro mil años de tradición literaria? Me gustaría verlo. No será esta generación la que deje de contar historias, algo que se ha hecho desde los inicios de la humanidad. Los editores luchan para dar visibilidad, para insistir en la importancia de la literatura en el mundo. Que sea difícil no es malo: todos los que pensaban que se harían ricos escribiendo dejarán de molestarnos, pero los que verdaderamente sientan la necesidad de escribir son los que perseverarán.
«Buscamos obras de la imaginación escritas en español. Ficciones. Conciencias plasmadas en la página. Contadores de historias. Nada de ensayo, ni memorias, ni reportajes. Nada de selfies pasados por el Photoshop para hacerlos colar por ficción. Relatos que se distancian de lo meramente testimonial, del muy cansino uso y abuso de la primera persona, de las figuraciones del yo. Originalidad. Actitud. Sí, actitud. Escritores que escriben como si la vida les fuera en ello. Escritores que escriben sobre asuntos de los que no teníamos ni idea ni pensábamos que nos fueran a interesar. Escritores que presentan mundos inexpresados de personas que no han tenido voz propia o que no hemos sabido escuchar. Cosas conocidas que se nos presentan extrañas y nos hechizan de nuevo. Escritores como los de antes, que no conocieron Instagram. Escritores que no son solo lectores, sino también relectores. Los que pueden, en el futuro, seguir juntando frases que produzcan un estremecimiento en la columna vertebral y nos pongan los pelos de punta. Los que son capaces de lograrlo ahora mismo. Escritores que se atreven, y que aunque su ambición sea quizás desmedida, lo intentan de todos modos. Estábamos dispuestos a leer con vistas al futuro y estas fueron nuestras pautas».
Valerie Miles en la introducción al número 23 de Granta en español
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