¡Silencio!

28 de noviembre de 2024 4 minutos

Mariona Gúmpert Biografía

Mariona Gúmpert es escritora y filósofa. Se doctoró en Filosofía en la Universidad de Navarra, donde realizó su tesis doctoral sobre Isaiah Berlin. Ha publicado sus columnas en medios como Vozpópuli, ABC, Letras Libres y, actualmente, El Debate. Se incorporó a las páginas de Opinión de Nuestro Tiempo en abril de 2023. En 2022, la editorial Ciudadela recopiló sus mejores columnas en el libro Infodemics, posverdad y la sociedad que viene


«Tengo que confesar que, de toda esta pérdida generalizada de buenas costumbres, lo que peor llevo es el horror vacui ante el silencio. ¿Por qué tiene que haber música por todos lados?»

«Mariona, no silbes; pareces un pastor», me espetó un profesor cuando era niña. No hacía un sonido de esos potentes con el que se llama a las cabras, de esos que implican a los dedos. Ya me habría gustado. Ya me gustaría. Siempre quise dominar esa técnica. Por la habilidad en sí misma y porque pensé que podría resultar útil en según qué situaciones. En Sanfermines, por ejemplo, sería ideal tener ese recurso por si se me despista alguno de mis hijos. Perder de vista a un crío en Pamplona en esas fechas es peor que jugar a buscar a Wally: al menos en el libro los personajes permanecen quietos. Pero nunca he conseguido silbar de ese modo. Mi gozo en un pozo.

Lo que me recriminaba el adulto era que anduviera entonando una canción a través del precario instrumento que forman los labios humanos. Me callé, porque a la autoridad hay que respetarla, pero en mi fuero interno pensé: «¿Qué tienen de malo los pastores?». No me parecía, en general, un mal oficio. Además, los conductores de ganado sí sabían silbar de forma penetrante. ¿Cómo iba a resultar un argumento convincente —o, al menos, disuasorio— el compararme con alguien que poseía tan fantásticas destrezas? Lo único que aprendí —y no es poca cosa— era que no debía silbar delante de otras personas.

Y no fue poca cosa porque pronto descubrí que el asunto, en realidad, nada tenía que ver con el pastoreo. Como todas las normas de educación válidas y que resisten el paso del tiempo y las convenciones sociales, lo de no emitir sonidos en compañía es una más de las leyes no escritas para hacer la vida más agradable a los demás. En cuanto mis hermanos tuvieron edad para poner en casa música a todo volumen caí en la cuenta. Lo mismo puede decirse respecto de no hablar con la boca llena, ceder el asiento en el transporte público o tener como fondo de armario el por favor, gracias y disculpe. Estos usos y costumbres lanzan un mensaje claro a cada individuo con quien nos relacionamos: eres una persona, tienes una dignidad que no posee el resto de seres vivos y por eso te respeto. Así, además, intentamos situarnos a la altura de nuestra propia dignidad; nos respetamos a nosotros mismos.

No hace falta ser muy avispado para darse cuenta de que esta idea sobre lo que significa tener buenos modales anda de capa caída. Hay quien parece asociarlos a una especie de clasismo snob y, en efecto, quien sigue las normas de educación como forma de desmarcarse de los demás no ha entendido de la misa la media. Me resulta llamativa la pérdida del usted. «No me hables de usted, que me haces sentir viejo». Me recuerda al argumento del pastor: ¿qué tendrá de malo ser adulto? La expresión «¡Un respeto a las canas!» existe por algo, digo yo.

Tengo que confesar que, de toda esta pérdida generalizada de buenas costumbres, lo que peor llevo es el horror vacui ante el silencio. ¿Por qué tiene que haber música por todos lados? Mi trabajo consiste en leer y escribir, es algo que puedo hacer desde casa. Durante el confinamiento la gente descubrió que permanecer en el mismo lugar todo el día no resulta aconsejable. Alguna vez he intentado ir con un libro —o con papel y lápiz— a una cafetería o un bar, pero resulta imposible: siempre siempre suena música. En la mayoría de los comercios de franquicia ocurre lo mismo. El precio irrisorio de altavoces potentísimos arruina los veranos. En este artículo he hablado de dignidad personal y respeto, pero es pensar en el reguetón omnipresente en playas y piscinas y noto cómo se despierta dentro de mí la misántropa que llevo dentro.

Pascal decía que la infelicidad del hombre se basa en una única cosa: su incapacidad para quedarse tranquilo en su alcoba. Quien tenga hijos adolescentes arqueará una ceja: si algo dominan los púberes es el arte de aislarse en sus habitaciones. Actualicemos, pues, el proverbio: «La infelicidad actual se basa en nuestra incapacidad para permanecer tranquilos en un cuarto sin dispositivos electrónicos y en silencio». Con que se extendiera una veneración hacia este último me daría ya por satisfecha.

LA PREGUNTA DE LA AUTORA

¿Qué haces cuando te quedas en silencio?

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