Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Hacia un envejecimiento significativo

Texto: Ana Marta González, catedrática de Filosofía y coordinadora de la línea de investigación «Trabajo, cuidado y desarrollo» de la Estrategia 2025 de la Universidad de Navarra. Fotografía: Susana Girón

El mundo ha asumido los ideales de libertad e igualdad en casi todos los ámbitos, pero nuestra convivencia basada en la productividad relega a las personas mayores —que, paradójicamente, son más numerosas que nunca y están en mejores condiciones de salud— a roles sociales insignificantes. La autora de este ensayo piensa que la rehabilitación del tercer ideal moderno, el de fraternidad, ayudaría a diseñar un modelo social en el que trabajo y cuidado se sostengan recíprocamente.


La imagen que encabeza este artículo pertenece al fotorreportaje de Susana Girón publicado en el número 718 de Nuestro Tiempo, «La victoria del sentido», sobre los deportistas sénior que retrató en su proyecto Unlimited Youth.

 

Una categoría tan vaga como «los mayores» oculta una amplia diversidad de situaciones y necesidades que exigen una atención diferenciada. Los convencionalismos y prejuicios que se apoderan de nuestro discurso se esfuman cuando contemplamos a esas personas más de cerca: ¿quién piensa en «los mayores» cuando está hablando con su padre?  Por otra parte, ¿no es una categoría relativa? ¿Mayor que quién? ¿Acaso queremos decir jubilado? Sin embargo, la edad de jubilación responde a un criterio convencional. El 75 por ciento de los mayores de 65 años gozan de buena salud y son perfectamente autónomos. La gran mayoría cuenta con energías e ilusión para seguir contribuyendo a la vida social. ¿O acaso se jubila uno de su vocación profesional por el hecho de haber abandonado el mercado laboral? ¿Se jubila de responsabilidades familiares o de intereses culturales? Por otra parte, la mayoría de las personas dependientes, que componen el 25 por ciento restante, vive en su domicilio —solo un 5 por ciento lo hace en residencias— con distintos grados de dependencia.

En 2021, algunas proyecciones estimaban que la población europea necesitada de cuidados de larga duración aumentará de 30,8 millones en 2019 a unos 38,1 millones en 2050, cifras que cabe relacionar también con las previsiones de aumento del gasto social: de un 1,7 por ciento del PIB en 2019 a un 2,5 por ciento en 2050.  La Estrategia Europea de Cuidados, presentada el año pasado, busca responder a esta realidad. Si nos quedáramos solo en este aspecto, perderíamos una oportunidad de repensar nuestro modelo social y hacerlo sostenible no solo desde el punto de vista económico, sino también humano. Hoy, el sector de los cuidados emplea a 6,4 millones de personas, de las cuales el 90 por ciento son mujeres, pero se prevé que, para el 2030, haya 7 millones de empleos en este ámbito. Sin embargo, muchas veces las condiciones de trabajo no son atractivas; y esta percepción se refuerza cuando, por razones culturales o económicas, se sigue recurriendo al cuidado informal y no profesionalizado, lo que conlleva también unos riesgos. 

Es indudable que la mayor esperanza de vida que hoy disfrutamos plantea retos éticos y políticos específicos que nos incumben, entre otras cosas, como personas que, tarde o temprano, formaremos parte de esa difusa categoría social de «los mayores», que algunos se representan tan férrea como una cárcel y que, a causa del estigma que lleva tácitamente asociado, otros tratan por todos los medios de deconstruir. 

 

LA EDAD Y LA MODERNIDAD

Aunque en la práctica subsistan variadas discriminaciones, las diferencias de raza o de género han dejado de constituir criterios públicamente determinantes para acceder a algunos puestos o profesiones. Sin embargo, la edad  persiste como uno de los últimos reductos impermeables a los ideales modernos de igualdad y libertad. El mundo laboral proporciona muchos ejemplos de edadismo, que se desliza inadvertidamente en actitudes ordinarias y el lenguaje cotidiano, lo que llega a afectar en ocasiones al ejercicio de derechos. De ahí que no falten llamadas a deconstruir los discursos en los que la edad opera más o menos sutilmente como un factor de discriminación social.

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«¿Acaso se jubila uno de su vocación profesional por el hecho de haber abandonado el mercado laboral? ¿Se jubila de responsabilidades familiares o de intereses culturales?»

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Desde cierto punto de vista, esta estrategia cultural podría considerarse una manera de aplicar los principios modernos de igualdad y libertad a un nuevo grupo social que tarde o temprano todos engrosaremos. Sin embargo, en la medida en que lo moderno nos habla del prestigio de lo nuevo frente al de lo antiguo, la relación de la modernidad con el hecho de la edad es bastante más compleja. De hecho, cabría argumentar que, en algunas maneras de entender el «envejecimiento activo», se asume, como dato indiscutido, que lo ideal es mantener la juventud durante el mayor tiempo posible. Ahora bien, ¿no es esto también una forma implícita de edadismo, que toma la edad joven como pauta y norma de la ancianidad?.

Si bien la posibilidad de llegar a una edad avanzada en buenas condiciones de salud constituye un éxito de la ciencia, desde un punto de vista cultural la fragilidad y vulnerabilidad propias de la última etapa de la vida contradicen el optimismo moderno, porque representan un terco recordatorio de que la aspiración a dominar la naturaleza y conquistar la fuente de la eterna juventud se enfrenta a un límite infranqueable, que cabe retardar o disimular pero no escamotear. Tarde o temprano hemos de morir y, de ordinario, la última fase de la vida va acompañada de una característica fragilidad que ya no se puede afrontar en términos de «envejecimiento activo».

La urgencia por aprovechar el tiempo, por dotarlo de contenido y de sentido, en todas sus etapas, resulta más viva allí donde el tiempo se percibe como un bien escaso. Desde esta perspectiva, la experiencia de la propia fragilidad no es necesariamente negativa; puede ir acompañada de un crecimiento en otros aspectos que nos hacen más humanos, como la comprensión o la gratitud, la serenidad o la sabiduría

 

AUTOCUIDADO Y ENVEJECIMIENTO

Aunque la vejez puede experimentarse con pesadumbre —lo sabía Cicerón cuando escribió De senectute—, esa edad conlleva unas ganancias que Cicerón ejemplifica en la figura de Catón –sabiduría, prudencia, autoridad…— y que deben prepararse desde la juventud. Tal y como ha destacado Foucault, este tipo de preparación, que los antiguos incluían en el «cuidado de sí», no abarca únicamente el cuidado de la propia mente, sino también del cuerpo y la salud, al que principalmente hoy nos referimos cuando hablamos de autocuidado. Conviene recordar, sin embargo, que, en su origen, la expresión «cuidado de sí» tenía un sentido más amplio y profundo, pues señalaba una actitud propia de la persona consciente de sí misma y del modo en que sus decisiones presentes condicionan su vida y su carácter futuros; algo que cabe extender igualmente a la cuestión del sentido: hemos de vivir como quien ha de poder encontrar un sentido a todas las etapas de su vida.

Según esto, hablar de autocuidado es totalmente pertinente, no solo para afrontar un envejecimiento saludable y activo, sino también un envejecimiento significativo, que, además de estimular la participación de los mayores en la vida familiar, cultural, social, incluye también el desarrollo de recursos espirituales con los que dotar de sentido a esa última etapa de la vida. Esta es la línea escogida por Frits de Lange en un libro titulado Amar la vida tardía, donde desarrolla la idea de un amor al propio cuerpo, no ya como cuerpo disciplinado, ni cuerpo reflejado en los ojos de otros, ni como cuerpo dominador, sino como cuerpo comunicativo, con el que es preciso aprender a relacionarse amistosamente.

Tener presentes estas otras dimensiones del autocuidado nos permite afrontar el futuro demográfico, además de en términos económicos, como una oportunidad de recrear espacios y vínculos intergeneracionales, «empleando» el talento sénior en conversaciones orientadoras de las que tanto jóvenes como mayores salen beneficiados; una manera de facilitar la experiencia de convivencia intergeneracional en un momento en el que las familias, por su reducido tamaño, ya no la hacen posible. Por esta vía, el envejecimiento activo nos recuerda que hay sentido más allá de las actividades estrictamente laborales.

 

RESPUESTAS MODERNAS ANTE LA EXCLUSIÓN SOCIAL

Si la edad ha perdido parte del prestigio y la autoridad de los que gozaba en el mundo tradicional se debe en gran medida a los cambios sobrevenidos como consecuencia de una modernidad sesgada e inconclusa, que, tras poner en circulación los principios de igualdad y libertad, se ha estancado en una visión de las relaciones sociales dominada por criterios abstractos y economicistas, y prácticas y formas de organización que atienden solo a medidas funcionales y de productividad, lo que genera entretanto un número incontable de excluidos. 

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«La edad persiste como uno de los últimos reductos impermeables a los ideales modernos de igualdad y libertad»

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En parte como reacción, a finales del siglo pasado cobraron protagonismo las éticas del cuidado, que ponían en el centro la cuestión de la dependencia. Sin embargo, proyectada en el espacio público, esta aproximación presenta el riesgo de consagrar la división de los ciudadanos en productivos y dependientes, inadecuada para apreciar la multiforme contribución de las personas mayores.

La oscilación entre asistencialismo y autonomía, entre cubrir las necesidades de los más frágiles al mismo tiempo que se reconoce la capacidad de quienes se valen por sí mismos, deja al descubierto una deficiente integración política y estructural de los principios de igualdad y libertad, que, a mi juicio, solo encuentra remedio cuando entra en juego y se vuelve socialmente operativo el más olvidado de los ideales modernos: el de fraternidad.

Entiendo por fraternidad un principio de comportamiento que, sobre la base de una igual dignidad de las personas, tiene presentes sus diferencias individuales. No es lo mismo, en efecto, ser joven o mayor, tener salud que no tenerla, contar o no con apoyo familiar, vivir solo o acompañado, tener trabajo o no. Nada de esto se deja aferrar por formas binarias de pensar, que multiplican sin cesar la lista de los excluidos. 

Con fraternidad no pretendo evocar vagos sentimientos humanitarios. Pretendo sobre todo rescatar su papel como principio estructurador de sociedades complejas, que opera sobre la base del respeto recíproco y que sabe modular su expresión de acuerdo con las circunstancias diferenciales del interlocutor. 

Frente a lo que el papa Francisco ha designado como «cultura del descarte», la fraternidad constituye una articulación práctica de los principios de subsidiariedad y solidaridad, que si, por una parte, evoca la idea de que todos somos responsables de todos, por otra, exige una buena dosis de lo que los griegos llamaban epikeia, es decir, capacidad de enjuiciar situaciones particulares. 

Como principio de inclusión social, la fraternidad conduce a reconocer y valorar los múltiples modos en que todo ciudadano contribuye al desarrollo de la sociedad no solo en términos económicos, sino humanos. Las personas más necesitadas, con su mera presencia, reclaman de nosotros una respuesta y nos revelan nuestra mayor o menor humanidad.

Esto nos conduce a la cuestión más amplia sobre cómo hacer nuestras sociedades inclusivas para todas las personas, independientemente de su productividad. Algo que, en la práctica, pasa por revisar el modo en que afrontamos y organizamos el trabajo, haciendo que sus dimensiones específicamente humanas prevalezcan sobre las mercantiles. 

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«Como principio de inclusión social, la fraternidad conduce a reconocer y valorar los múltiples modos en que todo ciudadano contribuye al desarrollo de la sociedad»

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En efecto: ni todos los valores que se ponen en juego en el trabajo humano se reducen al precio que adquiere en el mercado, ni todas las formas de contribuir significativamente a la marcha de la sociedad se deciden en el terreno de la economía productiva. Los múltiples modos en que los mayores contribuyen de hecho a sostener la vida familiar y ciudadana representan una prueba evidente del valor social de muchas actividades que no cuentan estrictamente como trabajo productivo. 

Es patente, sin embargo, que la práctica del cuidado sostiene de hecho la economía productiva tanto como esta última sostiene la misma práctica del cuidado. Mucho depende, en efecto, de que los trabajadores vivan «libres de cuidados» mientras están en su puesto de trabajo, porque sus familiares están bien atendidos. Y mucho depende de que los sueldos alcancen para pagar esos cuidados a cargo de profesionales bien formados, tanto desde el punto de vista técnico como humano.

Según esto, profundizar sobre la forma que debería adoptar una sociedad acogedora con las personas mayores constituiría un aspecto estratégico de una reflexión más amplia sobre los distintos modos en que tanto el trabajo productivo como el de cuidado estructuran la vida personal y social. En las condiciones propias de las sociedades modernas, esa reflexión es inseparable tanto de la profesionalización del cuidado como de un modelo social que, poniendo en el centro a las personas, asegure el refuerzo recíproco del sistema productivo y el de cuidados.

 

NOTA: Este texto es una adaptación de la conferencia que su autora dictó en la inauguración de la Cátedra IDEA de nuevas longevidades, de la que es directora.

 


Categorías: Sociedad, Ensayo, Inclusión